El señor Verma me había encontrado en un campo de refugiados de Sri Lanka. Él era traductor y yo intérprete, y habíamos trabajado juntos hacía algunos años en la embajada de nuestro país en Londres. Entonces pensábamos que hacíamos un trabajo duro; no teníamos ni idea. La radio era una rutina enloquecedora, dieciocho o a veces veinte horas de trabajo al día; no sé cuándo dormíamos, porque había muchísima información en bruto, muchísimos partes que llegaban cada hora. Casi todo tenía que ver con técnicas básicas de supervivencia: cómo purificar agua, crear un invernadero de interior, cultivar y procesar esporas de moho para conseguir penicilina… Aquellos informes abrumadores a menudo estaban salpicados de datos y términos de los que no había oído hablar antes; nunca había escuchado el término
quisling o
niño salvaje; no sabía qué era un lobo, ni la falsa cura milagrosa del Phalanx. Sólo sabía que, de repente, tenía a un hombre uniformado poniéndome un montón de palabras delante de los ojos y diciéndome: «Necesitamos esto en
marathi
y listo para grabar en quince minutos».
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Qué clase de mala información pretendían combatir
?
¿Por dónde quiere que empiece? ¿Por la médica? ¿La científica? ¿La militar? ¿La espiritual? ¿La psicológica? El aspecto psicológico era el que me ponía más furioso. La gente estaba desesperada por dotar de cualidades humanas a la plaga andante. En la guerra, es decir, en una guerra convencional, nos pasamos mucho tiempo intentando deshumanizar al enemigo para crear una distancia emocional; podíamos inventarnos historias o nombres despectivos… Cuando pienso en lo que mi padre solía llamar a los musulmanes… Sin embargo, en esta guerra, todo el mundo parecía estar deseando encontrar cualquier vínculo con el enemigo, por diminuto que fuese; querían ponerle cara humana a algo que era, sin lugar a dudas, inhumano.
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Me puede dar algunos ejemplos
?
Había multitud de conceptos erróneos: que los zombis, de algún modo, eran inteligentes; que podían sentir y adaptarse, utilizar herramientas e incluso armas humanas; que conservaban recuerdos de su anterior existencia; o que era posible comunicarse con ellos y adiestrarlos, como si fuesen mascotas. Era descorazonador tener que desacreditar un mito falso tras otro. La guía de supervivencia para civiles ayudaba, pero tenía muchas limitaciones.
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Ah, sí
?
Claro que sí. Estaba claro que la había redactado un estadounidense, por las referencias a los todoterrenos y las armas de fuego. No se tenían en cuenta las diferencias culturales…, las distintas soluciones indígenas en las que algunos confiaban para salvarse de los muertos vivientes.
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Por ejemplo
?
Preferiría no dar muchos detalles, porque con eso condenaría de forma tácita a todo el grupo de gente del que surgió la solución. Como indio tengo que tratar con muchos aspectos de mi propia cultura que se han vuelto autodestructivos. Estaba Varanasi, una de las ciudades más antiguas de la Tierra, cerca del lugar donde se supone que Buda dio su primer sermón y a donde miles de hindúes van de peregrinación todos los años para morir allí. En condiciones normales, antes de la guerra, la carretera estaba atestada de cadáveres. Durante la plaga, los cadáveres empezaron a levantarse para atacar. Varanasi era una de las zonas blancas más activas, un nudo de muerte viviente. Este nudo abarcaba casi todo el largo del Ganges, cuyos poderes curativos se habían evaluado por métodos científicos décadas antes de la guerra; tenía algo que ver con el alto índice de oxigenación de sus aguas
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. Trágico. Millones de personas acudieron a sus orillas, lo que sólo sirvió para alimentar el fuego. Incluso después de que el gobierno se retirase al Himalaya, cuando más del noventa por ciento de la población estaba oficialmente invadida, continuaron las peregrinaciones al Ganges. Todos los países tienen una historia similar. Todos los miembros de nuestra tripulación internacional se habían enfrentado, como mínimo, a un ejemplo de ignorancia suicida. Un estadounidense nos contó que una secta religiosa conocida como «Corderos de Dios» creía que por fin había llegado el juicio final y que, cuanto antes se infectaran, antes subirían al Cielo. Otra mujer, no diré de qué país, hizo todo lo que pudo por acabar con la idea de que mantener relaciones sexuales con una virgen podía «limpiar» la «maldición». No sé a cuántas cuantas mujeres y niñas violaron por culpa de esa limpieza. Mis compañeros estaban furiosos con su propia gente y se sentían avergonzados; un belga lo comparó con el oscurecimiento del cielo, decía que era «la maldad de nuestra alma colectiva».
Supongo que yo no tenía derecho a quejarme; mi vida nunca había corrido peligro, siempre tenía la barriga llena; puede que no durmiese a menudo, pero, al menos, podía dormir sin miedo; y, lo más importante, nunca tuve que trabajar en el departamento de RI del Ural.
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RI
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Recepción de información. Los datos que emitíamos no se originaban a bordo del Ural, sino que llegaban de todo el mundo, de especialistas y grupos de expertos de varias zonas seguras gubernamentales. Transmitían sus descubrimientos a nuestros operadores de RI, quienes, a su vez, nos los pasaban a nosotros. Muchos de aquellos datos nos llegaban a través de bandas civiles abiertas convencionales, y muchas de esas bandas estaban atestadas de los gritos de ayuda de personas normales. Había millones de desgraciados repartidos por el planeta, todos gritando en sus aparatos de radio privados, mientras sus hijos morían de hambre, sus fortalezas temporales ardían o los muertos vivientes atravesaban sus defensas. Aunque no entendiesen su idioma, como les pasaba a muchos de los operadores, la voz humana de la angustia era inconfundible. Además, no se les permitía responder, no había tiempo, porque las transmisiones tenían que dedicarse a cosas oficiales. Prefiero no saber cómo lo pasaban los operadores de Rl.
Cuando llegó la última emisión desde Buenos Aires, cuando aquel famoso cantante latino interpretó una canción de cuna española, uno de nuestros operadores no pudo aguantarlo más. No era de Buenos Aires, ni siquiera era de Sudamérica; no era más que un marinero ruso de dieciocho años que se voló la tapa de los sesos encima de sus instrumentos. Fue el primero, y, desde el final de la guerra, el resto de los operadores de RI han seguido su ejemplo; no queda ni uno vivo. El último fue mi amigo belga. «Llevas esas voces contigo —me dijo una mañana que estábamos en cubierta, observando la niebla marrón, esperando un amanecer que sabíamos que nunca veríamos—. Esos gritos me acompañarán durante el resto de mi vida, nunca pararán, nunca dejarán de llamarme para que me una a ellos.»
[Hyungchol Choi, subdirector de la Agencia Central de Inteligencia Coreana, hace un gesto hacia el paisaje seco, montañoso y mediocre que se encuentra al norte de nosotros. Podría pensarse que es el sur de California, de no ser por los fortines vacíos, las banderas descoloridas y las vallas de alambre de espino oxidado que recorren el horizonte.]
¿Qué pasó? Nadie lo sabe. No había ningún país tan preparado como Corea del Norte para repeler la plaga: ríos al norte, océanos al este y al oeste, y, al sur [hace un gesto hacia la Zona Desmilitarizada], la frontera más fortificada de la Tierra. Ya ve lo montañoso que es el terreno, lo fácil que resulta defenderlo, pero lo que no ve es que esas montanas son un laberinto de titánicas infraestructuras militares e industriales. El gobierno de Corea del Norte aprendió unas lecciones muy duras después de la campaña de bombardeos estadounidenses de los cincuenta y había estado trabajando desde entonces para crear un sistema subterráneo que permitiera a su gente luchar desde un lugar seguro.
Su población estaba muy militarizada, adiestrada hasta tal punto que hacía que Israel pareciese Islandia. Había más de un millón de hombres y mujeres armados de forma activa y otros cinco millones se encontraban en la reserva. Es más de un cuarto del total de la población, por no mencionar que casi todos sus habitantes habían pasado por entrenamiento militar en algún momento de sus vidas. En cualquier caso, más importante que ese entrenamiento, sobre todo para este tipo de guerra, era el grado prácticamente sobrehumano de disciplina nacional. Los norcoreanos eran adoctrinados desde pequeños para creer que sus vidas no valían nada, que sólo existían para servir al estado, a la revolución y al Gran Líder.
Podría decirse que es el polo opuesto de lo que experimentamos en Corea del Sur. Nosotros éramos una sociedad abierta, no nos quedaba más remedio, porque el comercio internacional era nuestra vida; éramos individualistas, quizá no tanto como ustedes, los estadounidenses, pero también teníamos protestas y disturbios públicos más que de sobra. Se trataba de una sociedad tan libre y fracturada que apenas conseguimos poner en acción la Doctrina Chang
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durante el Gran Pánico. Aquel tipo de crisis interna habría sido inconcebible en el Norte. Nuestros vecinos eran personas que, incluso cuando su gobierno provocó una hambruna casi genocida, prefirieron comerse a los niños
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antes que alzar sus voces por encima de un susurro. Era la clase de servilismo con el que Adolf Hitler habría soñado. Podías coger a un ciudadano, dejarlo desarmado, o darle una pistola o una roca, señalarle a los zombis que se acercaban y ordenarle que luchase; lo haría sin rechistar, ya fuese la mujer más anciana o el bebé más pequeño. Era un país creado para la guerra, organizado, preparado y a la espera desde el veintisiete de julio de 1953. Si uno quisiera inventarse un país capaz no sólo de sobrevivir, sino de triunfar sobre el apocalipsis al que nos enfrentábamos, ése sería la República Democrática Popular de Corea.
Entonces, ¿qué pasó? Más o menos un mes antes de que empezasen nuestros problemas, antes de que se informase de los primeros brotes en Pusan, el Norte, de repente y sin razón alguna, cortó todas las relaciones diplomáticas. No nos explicaron por qué la línea de ferrocarril, la única conexión terrestre entre nuestros dos lados, se había cerrado de improviso, ni por qué los ciudadanos de nuestro país que llevaban décadas esperando para ver a sus parientes largo tiempo perdidos del Norte vieron sus sueños truncados por un sello de caucho. No se ofreció motivo alguno, sólo nos llegó su excusa de siempre: que era un asunto de seguridad nacional.
Aunque muchos estaban convencidos de que era el preludio a la guerra, yo no. Siempre que el Norte había amenazado con violencia habían sonado las mismas alarmas, pero, en aquel caso, ni los datos de nuestros satélites ni los de los satélites estadounidenses mostraban intenciones hostiles. No había movimientos de tropas, los aviones no repostaban, no se desplegaban barcos ni submarinos. Lo único que notaron las fuerzas que teníamos apostadas a lo largo de la Zona Desmilitarizada era que los surcoreanos empezaban a desaparecer. Conocíamos a todos los que formaban las tropas fronterizas, los habíamos fotografiado a todos a lo largo de los años y les habíamos puesto motes como Ojos de Serpiente o Bulldog, e incluso compilábamos expedientes en los que incluíamos la edad, la historia y las vidas personales que les suponíamos. En aquel momento, no había nadie, habían desaparecido detrás de trincheras blindadas y refugios subterráneos.
Nuestros indicadores sísmicos también guardaban silencio. Si el Norte hubiese empezado trabajos de tunelaje o si hubiesen acumulado vehículos al otro lado de los zetas, lo habríamos oído mejor que a la Compañía Nacional de Ópera.
Panmunjom es la única zona que bordea la Zona Desmilitarizada en la que ambos lados pueden encontrarse para las negociaciones cara a cara. Compartimos la custodia de las salas de conferencias y nuestras tropas formaban unas frente a otras a lo largo de varios metros de patio. Los guardias hacían turnos. Una noche, cuando el destacamento norcoreano entró en sus barracones, no salió ninguna unidad a sustituirlo; se cerraron las puertas, se apagaron las luces y no volvimos a verlos.
También cesaron por completo los intentos de infiltración. Los espías del Norte eran casi tan regulares y predecibles como las estaciones: casi siempre eran fáciles de localizar, porque llevaban trajes pasados de moda y preguntaban el precio de cosas que todo el mundo conocía. Nos encontrábamos con ellos todo el tiempo, pero, desde el comienzo de los brotes, su número empezó a reducirse.
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Y qué pasó con sus espías en el Norte
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Desaparecidos, todos ellos, más o menos cuando nuestros sistemas de vigilancia electrónica se apagaron. Eso no quiere decir que no captásemos emisiones de radio inquietantes, sino que no había emisiones de ningún tipo. Todos los canales civiles y militares se apagaron uno a uno. Las imágenes por satélite nos decían que había menos granjeros en los campos, menos peatones en las ciudades, aun menos trabajadores «voluntarios» en los proyectos de obras públicas, y eso era algo que no había ocurrido nunca. Antes de darnos cuenta, no quedaba ni un alma viva desde Yalu hasta la Zona. Desde el punto de vista de la inteligencia, era como si todo el país, todos los hombres, mujeres y niños de Corea del Norte se hubiesen esfumado.
Aquel misterio no hacía más que agravar nuestro creciente nerviosismo sobre lo que teníamos que arreglar en casa. Ya había brotes en Seúl, Pohang y Taejon. Teníamos la evacuación de Mokpo, el aislamiento de Kangnung y, por supuesto, nuestra versión de Yonkers en Inchon, y todo sumado a la necesidad de mantener al menos la mitad de nuestras divisiones activas a lo largo de la frontera del Norte. Había demasiadas personas en el Ministerio de Defensa Nacional convencidas de que Pyongyang estaba deseando entrar en guerra, que sólo esperaba ansioso a que estuviésemos en nuestro peor momento para entrar en tropel por el paralelo treinta y ocho. Nosotros, la comunidad de inteligencia, no estábamos de acuerdo en absoluto. Les repetíamos que, si esperaban a ese momento, estaba claro que había llegado hacía tiempo.
Daehan Minguk estaba al borde del colapso y se habían elaborado planes secretos para un reasentamiento al estilo japonés. Unos equipos encubiertos ya estaban buscando ubicaciones en Kamchatka. Si la Doctrina de Chang no hubiese funcionado…, si hubiésemos perdido algunas unidades más, si hubiesen fracasado unas cuantas zonas seguras más…
Quizá le debamos nuestra supervivencia al Norte, o, al menos, al miedo que le teníamos. Mi generación nunca lo vio realmente como una amenaza; estoy hablando de los civiles, claro, de las personas de mi edad que lo consideraban una nación retrasada, muerta de hambre y fracasada. Mi generación había crecido en paz y prosperidad, lo único que temían era que se produjese una reunificación como la alemana que nos trajese a millones de ex comunistas sin hogar en busca de limosna.