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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (41 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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Era la base de la nueva doctrina de batalla, una vuelta al pasado, como todo lo demás: nos colocábamos formando una línea recta en dos filas: una activa y otra de reserva. La reserva era para que cuando alguien de la primera fila necesitase recargar, no se perdiese su aportación a la línea. En teoría, si todo el mundo estaba disparando o recargando, frenaríamos a los zetas mientras durase la munición.

Oímos los ladridos, los perros traían a la horda. Empezamos a ver zetas en el horizonte, cientos de ellos, y me tembló todo el cuerpo, a pesar de que no era la primera vez que tenía que enfrentarme a ellos desde Yonkers. Había estado en las operaciones de limpieza de Los Ángeles y participado en los trabajos de las Rocosas, cuando el verano derritió los pasos; siempre temblaba como un flan.

Llamaron a los perros, que corrieron a colocarse detrás de nuestras líneas. Pasamos al mecanismo de reclamo primario, porque cada ejército tenía ya uno: los británicos usaban gaitas, los chinos usaban cornetas, los sudafricanos golpeaban los fusiles con los
assegais
y entonaban cánticos zulúes a grito pelado. Nosotros teníamos a los duros de Iron Maiden. Bueno, yo, personalmente, nunca he sido un entusiasta del
heavy metal
, lo mío es el
rock
clásico sin más, y «Driving South», de Hendrix, es lo más fuerte que escucho; pero lo reconozco, lo entendí perfectamente mientras esperaba allí, envuelto en el aire del desierto, notando el ritmo de The Trooper en el pecho: en realidad, el mecanismo de reclamo no era para los zetas, sino para levantarnos el ánimo, para llevarse parte del mal rollo que daban los zombis, para cachondearse de ellos, como dirían los españoles. Cuando Dickinson chilló
«as you plunge into a certain death»
[79]
, yo ya estaba a tope; el SIR cargado y listo, los ojos fijos en la aullante horda que se acercaba. Estaba en plan: «Venga, zetas, ¡venid de una puta vez!».

Justo antes de que llegasen a la primera marca, la música empezó a apagarse. Los jefes de escuadrón gritaron «¡primera fila, lista!», y la primera fila se arrodilló. Después llegó la orden de apuntar, y entonces, mientras conteníamos el aliento y la música se apagaba del todo, oímos la orden de disparar.

La primer fila entró en acción, petardeando como una metralleta SAW en modo automático y derribando a todos los emes que cruzaban las primeras marcas. Teníamos órdenes estrictas de disparar tan sólo a los monstruos que cruzaran la línea y esperar a los demás. Llevábamos varios meses entrenándonos así, y ya lo hacíamos por puro instinto. La hermana Montoya levantó el arma por encima de la cabeza, señal de que tenía el cargador vacío, así que nos cambiamos. Quité el seguro y apunté a mi primer blanco; era una ene
[80]
, no llevaría muerta más de un año; la melena rubia sólo le cubría parte del cuero cabelludo, que se veía tenso y curtido; la barriga hinchada le asomaba a través de una camiseta negra desteñida que decía «Z de zorra». Apunté entre los lechosos ojillos azules…, ya sabes que, en realidad, no son los ojos lo que les da ese aspecto empañado, sino los miles de diminutos arañazos que hace el polvo en la superficie, porque los zetas no producen lágrimas. Aquellos arañados ojos azul celeste estaban fijos en mí cuando apreté el gatillo. La bala la tiró de espaldas y le salió humo por el agujero de la frente. Respiré profundamente, apunté al siguiente y no necesité más, ya estaba concentrado.

Nuestra doctrina decía que había que hacer un disparo por segundo, de forma lenta, regular y metódica.

[Empieza a chasquear los dedos.]

En las montañas habíamos practicado con metrónomos, mientras los instructores repetían: «Ellos no tienen prisa, ¿por qué tú sí?». Era una forma de mantener la calma y el ritmo; teníamos que ser tan robóticos como ellos. «Sed más zombis que los zombis», nos decían.

[Chasquea los dedos con un ritmo perfecto.]

Disparar, cambiar, recargar, beber un poco de la mochila, coger los cargadores que te daban los Sandlers.

¿
Sandlers
?

Sí, los equipos de recarga, una unidad especial de reserva que estaba dedicaba exclusivamente a asegurarse de que no nos quedáramos sin munición. Sólo llevabas encima cierto número de cargadores y recargar cada uno de ellos suponía mucho tiempo. Los Sandlers corrían por la línea recogiendo cargadores vacíos, recargándolos con la munición de las cajas y llevándoselos a todo el que les hiciese una señal. El tema es que, cuando el ejército empezó a entrenarse con estos equipos, uno de los chicos empezó a imitar a Adam Sandler, ya sabe, en la
peli El aguador
, era lo mismo, salvo que ellos repartían munición. A los oficiales no les hacía mucha gracia el mote, pero a los equipos de recarga les encantaba. Los Sandlers eran nuestros salvavidas, estaban coordinados como un puto ballet. No creo que a nadie le faltase una bala en todo el día y la noche.

¿
La noche
?

No dejaban de llegar, un enjambre en cadena de los buenos.

¿
Eso es un ataque a gran escala
?

Más que eso: si un eme te ve y va detrás de ti, gime. A un kilómetro de allí, otro eme oye el gemido, lo sigue y gime, y eso lo oye otro, un kilómetro más allá, y después otro. Tío, si la zona está lo bastante llena, si no se rompe la cadena, vete a saber desde qué distancia pueden llegar. Y eso si es de uno en uno; si calculas diez por kilómetro, o cien, o mil…

Empezaron a amontonarse, formando una empalizada artificial en la primera marca, una cresta de cadáveres que aumentaba de altura con cada minuto que pasaba. Estábamos construyendo una fortificación de zombis, creando una situación en la que sólo teníamos que disparar a las cabezas que se asomasen por encima. Los jefazos lo tenían planeado: habían preparado un cacharro periscópico que permitía a los oficiales ver por encima del muro.
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Además, recibían imágenes en tiempo real de los satélites y aviones teledirigidos de reconocimiento, aunque nosotros, los soldados rasos, no teníamos ni idea de qué estaban viendo. Land Warrior había desaparecido, por el momento, así que nos limitábamos a concentrarnos en lo que teníamos delante.

Empezamos a recibir contactos por todos los frentes, zetas que rodeaban el muro, que se acercaban por los flancos o incluso por detrás. Los jefes también lo tenían pensado y ordenaron que formásemos un cuadrado.

Un cuadrado de refuerzo
.

O un «Raj-Singh», supongo que en homenaje al tipo que se lo inventó. Formamos un cuadrado apretado, manteniendo las dos filas, con los vehículos y demás en el centro. Era una apuesta arriesgada, porque nos dejaba aislados. Es decir, sí, el único motivo por el que no había funcionado en la India era que se habían quedado sin munición, pero no teníamos ninguna garantía de que no sucediese de nuevo. ¿Y si los jefazos la habían cagado? ¿Y si no habían preparado suficientes balas o habían subestimado lo fuertes que podían ser los zetas aquel día? Podíamos estar en otro Yonkers; o peor, porque de allí no saldría nadie vivo.

Pero sí que tuvisteis munición suficiente
.

De sobra. Los vehículos estaban llenos hasta el techo. Teníamos agua y teníamos gente de reemplazo. Si necesitabas descansar cinco minutos, levantabas el arma, y uno de los Sandlers ocupaba tu puesto en la línea de fuego; mientras, podías darle un bocado a las Raciones I
[82]
, echarte agua en la cara, estirarte y cambiarle el agua al canario. Nadie pedía tiempo muerto, pero teníamos unos equipos K.O.
[83]
, loqueros de combate que examinaban el rendimiento de los soldados. Llevaban con nosotros desde los primeros días en las montañas, conocían caras y nombres, y sabían, no me preguntes cómo, cuándo la tensión de la batalla empezaba a afectar a nuestro rendimiento. Nosotros no nos dábamos cuenta, por lo menos, yo no. A veces fallaba un tiro o tardaba medio segundo en disparar, en vez de un segundo completo; de repente, alguien me daba en el hombro y entonces sabía que tenía que parar cinco minutos. Funcionaba. Antes de darme cuenta, estaba de vuelta en la línea con la vejiga vacía, el estómago satisfecho, más tranquilo y con menos tirones. Suponía una enorme diferencia, y el que crea que podría haber aguantado sin eso debería intentar acertar en el centro de una diana móvil cada segundo durante quince horas.

¿
Y la noche
?

Utilizábamos reflectores en los vehículos, unos focos potentes y cubiertos de rojo para que no nos estropeasen la visión nocturna. Lo único que resultaba espeluznante cuando luchabas de noche, aparte de que las luces fuesen rojas, era el brillo que emitía la bala cuando se introducía en la cabeza. Por eso las llamábamos cerezas, porque, si el compuesto químico de la bala no se había mezclado bien, ardía tanto que les iluminaba los ojos de rojo. Era una cura segura para el estreñimiento, sobre todo más adelante, las noches que te tocaba guardia, cuando uno se te acercaba en la oscuridad. Esos ojos rojos brillantes, inmóviles durante un segundo antes de caer… [Se estremece.]

¿
Cómo supisteis que se había acabado la batalla
?

¿Porque dejamos de disparar? [Se ríe.] No, la verdad es que es una buena pregunta. Más o menos a las cuatro de la mañana, la cosa empezó a tranquilizarse. Ya no asomaban tantas cabezas, el gemido agonizaba. Los oficiales no nos dijeron que el ataque estaba terminando, pero los veíamos mirando por los periscopios y hablando por la radio, y su expresión de alivio resultaba evidente. Creo que el último disparo fue justo antes del alba. Después de eso, nos limitamos a esperar a que amaneciese.

Daba un poco de miedo ver el sol salir por encima de aquella torre de cadáveres que nos rodeaba. Estábamos completamente encerrados, con pilas de al menos seis metros de alto y más de treinta metros de ancho por todas partes. No sé bien a cuántos matamos aquel día, porque las estadísticas dependen de quién te las dé.

Los Humvees equipados con palas tuvieron que abrir un camino entre los cuerpos para que pudiésemos salir. Todavía quedaban algunos vivos, los más lentos que llegaron tarde a la fiesta o que habían intentado trepar sobre sus amigos muertos, para caer de nuevo en el montón. Cuando empezamos a enterrar los cadáveres, salieron dando bandazos; fue el único momento en que el señor Lobo entró en acción.

Al menos no tuvimos que quedarnos para la limpieza, porque había otra unidad esperando en la reserva para eso. Supongo que los jefazos consideraron que ya habíamos hecho bastante por un día. Marchamos dieciséis kilómetros hacia el este, y montamos un vivac con torres de vigilancia y paredes de Concertainer
[84]
. Estaba hecho polvo, no recuerdo la ducha química, ni entregar mi equipo para la desinfección, ni entregar mi arma para la inspección: no se había encasquillado ni una vez, y lo mismo le había pasado al resto de la unidad. Ni siquiera recuerdo meterme en el saco.

Nos dejaron dormir todo lo que quisimos, lo que fue genial. Al final me despertaron las voces; todos estaban parloteando, riendo, contándose historias. Se notaba un rollo distinto, un giro de ciento ochenta grados con respecto a hacía dos días. Sabía que nuestra campaña por Estados Unidos acababa de empezar, pero, bueno, como dijo el
presi
después de aquella primera noche, ya estábamos en el principio del fin.

Ainsworth (Nebraska, EE.UU.)

[Darnell Hackworth es un hombre tímido y de voz suave. Su mujer y él dirigen una granja para los veteranos de cuatro patas de los Cuerpos K-9 del ejército. Hace diez años, se podían encontrar este tipo de granjas en casi todos los estados de la unión, pero, en la actualidad, es la única que queda.]

Creo que nunca se les reconoció el mérito suficiente. Está esa historia, Dax, un bonito cuento para niños, pero es bastante simplista y sólo habla de un dálmata en concreto que logró poner a salvo a un niño huérfano. Dax ni siquiera era un perro del ejército, y ayudar a niños perdidos es sólo un ejemplo insignificante de lo que hicieron los perros en la guerra.

Primero los utilizaron para la detección: olían a la gente y averiguaban quién estaba infectado. Casi todos los países copiaron el método israelí de hacer que la gente pasara junto a unas jaulas llenas de perros. Había que tenerlos en jaulas para que no atacasen a la persona en cuestión, se peleasen entre ellos o mordiesen al cuidador. Eran cosas que solían pasar al principio de la guerra, porque los perros se volvían locos. Daba igual que fuesen policías o militares, era el instinto, un terror involuntario y casi genético. Entre huir y luchar, a aquellos canes los habían criado para luchar, así que muchos cuidadores perdieron manos y brazos, y muchos cuellos acabaron desgarrados. No se puede culpar a los animales; de hecho, los israelíes contaban con ese instinto, y probablemente sirvió para salvar millones de vidas.

Era un gran programa, pero, como he dicho, un ejemplo insignificante de lo que podían hacer los perros. Mientras que los israelíes y, más tarde, muchos otros países, sólo explotaban su miedo instintivo, a nosotros se nos ocurrió integrar ese miedo en su adiestramiento normal. ¿Por qué no? Los humanos habíamos aprendido a hacerlo y ¿acaso hay tanta diferencia?

Todo se reducía al adiestramiento. Tenías que empezar cuando eran pequeños, ya que incluso los veteranos más disciplinados del periodo anterior a la guerra perdían los estribos. Los cachorros nacidos después de la crisis salían del vientre oliendo a los muertos, literalmente. Estaba en el aire; nosotros no podíamos detectarlo, no eran más que unas cuantas moléculas que se introducían a nivel subconsciente. Eso no quiere decir que se convirtiesen en guerreros de forma automática. La inducción inicial era la primera fase, la más importante; cogías un grupo de cachorros, un grupo al azar o incluso una camada entera, y los metías en una habitación dividida por una malla metálica: ellos a un lado, los zetas al otro. No había que esperar mucho tiempo a la reacción. El primer grupo eran los B, los que empezaban a aullar o a gemir; se hundían. No tenían nada que ver con los A; esos cachorros podían mirar a los zetas a los ojos, y ahí estaba la clave. Se mantenían en su sitio, enseñaban los dientes y gruñían en tono bajo, como diciendo: «¡No os mováis ni un pelo!». Podían controlarse, y en eso se basaba nuestro programa.

En fin, que pudieran controlarse no significaba que nosotros pudiésemos controlarlos a ellos. El adiestramiento básico era más o menos como el del programa normal de antes de la guerra. ¿Podían aguantar el entrenamiento físico? ¿Podían seguir órdenes? ¿Tenían la inteligencia y la disciplina necesarias para convertirse en soldados? Era duro, y teníamos una tasa de fracaso del sesenta por ciento. No era raro que un recluta resultase herido o incluso que muriese. Mucha gente de hoy en día dice que era inhumano, aunque no parecen sentir la misma simpatía por los cuidadores. Sí, teníamos que adiestrarlos a ellos también, junto con los perros, desde el primer día de formación básica hasta que terminaban las diez semanas de AIT
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. Era un entrenamiento duro, sobre todo los ejercicios con enemigos vivos. ¿Sabe que fuimos los primeros que usamos zetas en el campo de entrenamiento? Lo hicimos antes que la infantería, las fuerzas especiales y los alados de Willow Creek. Era la única forma de saber realmente si podías lograrlo, tanto como individuo como en equipo.

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