«De ninguna manera.» No había forma de saber cuántos zombis había a bordo del trasatlántico muerto, y, lo que es peor, señaló a la pantalla de vídeo y, refiriéndose a los zombis que caían por la borda, dijo: «Miren, no se hunden todos». Tenía razón: algunos se habían reanimado con los chalecos salvavidas puestos, mientras que otros empezaban a hincharse por culpa de los gases de la descomposición. Era la primera vez que había visto una criatura flotante; tendría que haberme dado cuenta de que se convertirían en algo habitual. Contando con que tan sólo el diez por ciento de los barcos de refugiados estuviese infectado, estábamos hablando del diez por ciento de varios miles de barcos. Había millones de zombis cayendo al mar de forma aleatoria o entrando a cientos cuando uno de aquellos viejos cascarones se volcaba con el mal tiempo. Después de una tormenta, cubrían toda la superficie hasta donde alcanzaba la vista, olas con cabezas y brazos en movimiento. Una vez levantamos el periscopio de exploración y nos encontramos con una niebla deformada y verdosa. Al principio creímos que se trataba de un problema óptico, como si hubiésemos chocado contra algún resto flotante, pero, entonces, el periscopio de ataque confirmó que habíamos atravesado a uno de los zombis justo bajo el tórax. La criatura seguía moviéndose, y probablemente siguiera haciéndolo después de bajar el periscopio. Aquella vez sí que sentimos la amenaza cerca…
Pero ustedes estaban bajo el agua, ¿cómo podían…
?
Si emergíamos y uno de ellos quedaba atrapado en cubierta o en el puente… La primera vez que abrí la escotilla, una garra fétida y empapada se lanzó sobre mí y me cogió por la manga. Perdí el equilibrio, caí en el puesto de observación que tenía debajo y aterricé en cubierta con el brazo cortado del monstruo todavía agarrado a mi uniforme. Sobre mí, recortado sobre el disco reluciente de la escotilla abierta, vi al propietario del brazo. Fui a coger el arma que llevaba al costado y disparé directamente, sin pensar. Nos cayó encima una lluvia de huesos y trozos de cerebro. Tuvimos suerte… Si uno de nosotros hubiese tenido una herida abierta… Me merecía la reprimenda que recibí, e incluso algo peor. Desde aquel momento, siempre hacíamos un barrido completo con el periscopio antes de emerger. Calculo que una de cada tres veces nos encontramos con algún que otro zombi arrastrándose por el casco.
Esos eran los días de observación, cuando lo único que hacíamos era mirar y escuchar el mundo que nos rodeaba. Además de los periscopios, podíamos vigilar las transmisiones de radio civiles y algunas retransmisiones de televisión por satélite. No dibujaban una imagen agradable: ciudades, países enteros muriendo. Escuchamos el último informe desde Buenos Aires y la evacuación de las islas japonesas. Nos llegó alguna información poco completa sobre los motines en el ejército ruso y los informes posteriores al «intercambio nuclear limitado» entre Irán y Paquistán, y nos maravillamos, comentando con interés mórbido que siempre habíamos creído que serían ustedes o los rusos los que pulsaran el botón. No había noticias de China, nada de retransmisiones, ni gubernamentales ni ilegales. Todavía detectábamos transmisiones navales, pero todos los códigos habían cambiado desde nuestra huida. Aunque aquello suponía una especie de amenaza personal, puesto que no sabíamos si nuestra flota tenía orden de perseguirnos y hundirnos, al menos probaba que no todo el país había desaparecido dentro de los estómagos de los muertos. En aquel momento, cualquier noticia era bienvenida en nuestro exilio.
La comida se empezaba a convertir en un problema, no inmediato, aunque lo bastante cercano para pensar en posibles soluciones. Las medicinas también eran un problema importante; tanto las occidentales como los distintos remedios tradicionales de hierbas se agotaban por la presencia de los civiles. Muchos de ellos tenían necesidades especiales.
La señora Pei, la madre de uno de los hombres de los torpedos, sufría problemas bronquiales crónicos, una reacción alérgica a algo del submarino, la pintura o quizá el aceite de máquinas, cosas que no podían eliminarse de su entorno. Estaba consumiendo nuestros descongestionantes a una velocidad alarmante. El teniente Chin, encargado del armamento, sugirió con aire práctico que le practicásemos una eutanasia a la anciana, a lo que el capitán respondió confinándolo en su alojamiento durante una semana, con media ración y sin recibir ningún tratamiento médico, a no ser que se tratase de una cuestión de vida o muerte. Chin era un cabrón frío, pero, al menos, su sugerencia sacó a la luz nuestras opciones: teníamos que prolongar el suministro de productos consumibles o encontrar la manera de reciclarlos.
Saquear los barcos abandonados seguía estando estrictamente prohibido. Incluso cuando divisábamos uno que parecía vacío, siempre oíamos a unos cuantos zombis dando bandazos bajo la cubierta. Pescar era una posibilidad, aunque no teníamos el material necesario para montar una red, ni estábamos dispuestos a pasar varias horas en la superficie soltando anzuelos y cuerdas por la borda.
La solución la propuso uno de los civiles, no la tripulación. Algunos habían sido granjeros o herbolarios antes de la crisis, y unos cuantos se habían traído bolsitas con semillas. Si podíamos proporcionarles el equipo necesario, ellos intentarían cultivar la comida suficiente para que las provisiones nos durasen años. Era un plan audaz, pero no le faltaba mérito. La sala de misiles tenía bastante espacio para preparar un huerto. Se podían fabricar maceteros y canales con el material que ya teníamos, y las lámparas ultravioleta que utilizábamos para los tratamientos de vitamina D de la tripulación podían servir como luz artificial.
El único problema era la tierra. Ninguno de nosotros sabía nada sobre hidroponía, aeroponía, ni ningún otro método agrícola alternativo. Necesitábamos tierra, y sólo había una forma de conseguirla. El capitán se lo pensó detenidamente; intentar enviar una partida a tierra era tan peligroso o más que subir a bordo de un barco infestado. Antes de la guerra, más de la mitad de la civilización humana vivía en o cerca de las costas del mundo. La plaga no había hecho más que aumentar aquel número, puesto que los refugiados pretendían huir por mar.
Empezamos a buscar en la costa del Atlántico Central, en Sudamérica, desde Georgetown, en Guyana, bajando por las costas de Surinam y la Guayana francesa. Encontramos algunas zonas de jungla deshabitada y, al menos a través del periscopio, la costa parecía vacía. Salimos a la superficie y realizamos un segundo barrido visual desde el puente. De nuevo, nada. Solicité permiso para llevarme a una partida a tierra, pero el capitán seguía sin estar convencido; ordenó tocar la sirena de niebla… fuerte y prolongada…, y aparecieron.
Al principio sólo eran unos cuantos muertos hechos jirones y con miradas salvajes. No parecían percatarse de que estaban en la playa, porque las olas los derribaban y los tiraban de nuevo en la arena o los metían en el mar. Uno se dio contra una roca, se le aplastó el pecho y las costillas rotas le asomaron a través de la carne; una espuma negra le salió por la boca al aullarnos y, aun así, seguía intentando caminar o arrastrarse en nuestra dirección. Llegaron más, de docena en docena; en pocos minutos teníamos más de cien tirándose al agua. Eso pasó en todos los sitios a los que nos acercábamos: todos los refugiados que no habían tenido la suerte de salir al océano, formaban una barrera letal en todos los tramos de costa que visitábamos.
¿
Llegaron a intentar enviar un grupo a tierra
?
[Sacude la cabeza.] Era demasiado peligroso, incluso peor que los barcos infestados. Decidimos que nuestra única posibilidad era encontrar tierra en una isla cercana a la costa.
Pero debían de saber lo que estaba pasando en las islas del mundo, ¿no
?
Le sorprendería. Después de dejar el puesto de patrulla en el Pacífico, restringíamos nuestros movimientos al Atlántico o al Océano índico. Habíamos oído transmisiones o realizado observaciones visuales de muchos de aquellos trocitos de tierra, y sabíamos lo de la superpoblación, la violencia… Vimos los destellos de los disparos de las Islas de Barlovento. Aquella noche, en la superficie, se olía el humo que flotaba al este del Caribe. También oíamos lo que pasaba en las islas que no tenían tanta suerte: nos llegaron los gemidos de Cabo Verde, junto a la costa de Senegal, antes de ver las islas. Demasiados refugiados y poca disciplina: sólo hace falta una persona infectada. ¿Cuántas islas siguieron en cuarentena después de la guerra? ¿Cuántas rocas heladas del norte siguen siendo muy peligrosas?
Regresar al Pacífico era la mejor opción, aunque eso nos llevaba de vuelta a la puerta principal de nuestro país.
Como ya he dicho, no sabíamos si la armada china nos perseguía, ni siquiera si seguía existiendo una armada china. Sólo sabíamos que necesitábamos provisiones y que anhelábamos el contacto directo con otros seres humanos. Tardamos en convencer al capitán, que lo que menos deseaba era una confrontación con nuestros compatriotas.
¿
Seguía leal al gobierno
?
Sí, y, además, había un… tema personal.
¿
Personal? ¿Por qué
?
[Esquiva la pregunta.]
¿Alguna vez ha estado en Manihi?
[Sacudo la cabeza.]
No se puede imaginar una postal más idílica del paraíso tropical anterior a la guerra: islotes llanos y abarrotadas de palmeras, llamados
motus
, que forman un círculo alrededor de una laguna poco profunda de aguas cristalinas. Era uno de los pocos lugares de la Tierra en el que se cultivaban perlas negras auténticas. Yo le había comprado un par a mi mujer cuando visitamos Tuamotus en nuestro viaje de novios, así que mi conocimiento de primera mano convirtió aquel atolón en nuestro destino más probable.
Manihi había cambiado completamente desde mis tiempos de alférez recién casado: las perlas habían desaparecido, se habían comido las ostras, y la laguna estaba llena de cientos de barquitos privados. Los motus en sí estaban cubiertos de tiendas de campaña o cabañas destartaladas. Docenas de canoas improvisadas iban y venían, con remos o con velas, entre el arrecife exterior y la docena de barcos que estaban anclados en aguas profundas. La escena era típica de lo que, supongo, los historiadores de la posguerra llaman «el Continente del Pacífico», la cultura de islas de refugiados que se extendía desde Palau hasta la Polinesia Francesa. Era una sociedad nueva, una nación nueva, en la que refugiados de todo el mundo se unían bajo la bandera común de la supervivencia.
¿
Cómo se integraron en esa sociedad
?
Mediante el comercio. El comercio era el pilar central del Continente del Pacífico. Si tu barco tenía una gran destilería, vendías agua dulce; si tenía un taller de máquinas, te convertías en mecánico. El Madrid Spirit, un carguero que transportaba gas natural licuado, vendía su carga como combustible para cocinar. Eso le dio al señor Song la idea de cuál podía ser nuestro «nicho de mercado»; era el padre del capitán de corbeta Song, un corredor de bolsa especializado en fondos de alto riesgo que trabajaba en Shenzhen. Se le ocurrió tender líneas eléctricas flotantes hacia la laguna y vender la electricidad de nuestro reactor.
[Sonríe.]
Nos hicimos millonarios o, al menos, el equivalente de millonarios en el sistema de trueque: comida, medicinas, todas las piezas de repuesto que necesitábamos y las materias primas para fabricarlos. Conseguimos el invernadero, además de una diminuta planta de recuperación de residuos para convertir los excrementos en un valioso fertilizante. «Compramos» equipos para montar un gimnasio, un bar completo y sistemas audiovisuales para el comedor y la sala de oficiales. Cubrimos a los niños de juguetes y caramelos, todos los que quedaban y, sobre todo, pudimos seguir educándolos en las barcazas que se habían convertido en colegios internacionales. Nos daban la bienvenida en todos los hogares y barcos. Nuestros soldados rasos, e incluso algunos de los oficiales, recibieron crédito ilimitado en cualquiera de los barcos de «ocio» anclados en la laguna. ¿Por qué no? Iluminábamos sus noches, alimentábamos sus máquinas; les habíamos devuelto lujos olvidados, como el aire acondicionado y los frigoríficos; los ordenadores volvían a estar conectados y, después de muchos meses, por fin disfrutaron de una ducha con agua caliente. Teníamos tanto éxito que el consejo de la isla nos ofreció la posibilidad de librarnos de formar parte de la vigilancia del perímetro de la isla, aunque lo rechazamos con educación.
¿
Para protegerse de los zombis del agua
?
Siempre eran un peligro. Todas las noches se acercaban a los
motus
o intentaban arrastrarse por los cables de anclaje de un bote bajo. Parte de los deberes de los ciudadanos que se quedaban en Manihi consistían en colaborar en las patrullas de playas y barcos en busca de zombis.
Ha mencionado los cables de anclaje. Creía que los zombis eran malos trepadores
.
No cuando el agua contrarresta la gravedad. La mayoría sólo tenía que seguir la cadena del ancla hasta la superficie. Si la cadena daba a un barco cuya cubierta estuviese a pocos centímetros del agua… Había tantos ataques en la laguna como en la playa, y lo peor eran las noches. Ésa era otra de las razones por la que nos habían recibido tan bien: podíamos librarlos de la oscuridad, tanto por encima como por debajo de la superficie. Daba escalofríos apuntar con una linterna al agua y ver el contorno azul verdoso de un zombi subiendo por un cable de anclaje.
¿
No atraía la luz a más muertos
?
Sí, sin duda. Los ataques nocturnos se multiplicaron por dos cuando los marineros empezaron a dejar las luces encendidas. Sin embargo los civiles nunca se quejaron, ni tampoco el consejo de la isla, porque creo que la mayoría prefería enfrentarse a la luz de un enemigo real que a la oscuridad de sus miedos imaginarios.
¿
Cuánto tiempo se quedaron en Manihi
?
Varios meses. No sé si podríamos considerarlos los mejores meses de nuestras vidas, pero, en aquel momento, lo parecían. Empezamos a bajar la guardia, a dejar de considerarnos fugitivos. Incluso nos encontramos con algunas familias chinas, no de la diáspora, ni taiwanesas, sino ciudadanos de verdad de la República Popular. Nos dijeron que la situación había empeorado tanto que el gobierno apenas podía mantener el país. Con más de la mitad de la población infectada y las reservas del ejército evaporándose, no creían que a los dirigentes les quedase el tiempo ni recursos necesarios para dedicarse a buscar un submarino perdido. Durante un corto espacio de tiempo, era como si pudiéramos convertir aquella comunidad en nuestro hogar, residir allí hasta el fin de la crisis o, quizá, hasta el fin del mundo.