Oh, sí, era la piedra angular del plan: el capitán Chen sabía que la tripulación no dejaría el puerto si sus familias no iban con ellos.
¿
Cómo lo consiguieron
?
¿Encontrarlos o subirlos a bordo?
Las dos cosas
.
Encontrarlos fue difícil. La mayoría de nosotros tenía familiares repartidos por todo el país. Hicimos lo que pudimos por comunicarnos con ellos, por hacer funcionar una línea telefónica o enviarles una nota con una unidad del ejército que se dirigiese hacia allí. El mensaje siempre era el mismo: íbamos a salir pronto de patrulla y se requería su presencia en la ceremonia. A veces intentábamos que fuese algo más urgente, como si alguien se estuviese muriendo y necesitase verlos. No podíamos hacer más; nadie tenía permiso para ir en persona a por ellos, porque era demasiado arriesgado. No teníamos varias tripulaciones, como los estadounidenses en sus barcos lanzamisiles, así que, una vez en el mar, echaríamos en falta a cada marinero perdido. Me daban pena mis compañeros, la angustia de su espera; yo tenía suerte de que mi mujer y mis hijas…
¿
Hijas? Creía que…
¿Que sólo se nos permitía tener uno? Esa ley se modificó años antes de la guerra, una solución práctica al problema que suponía una nación desequilibrada, habitada sólo por hijos únicos varones. Yo tenía gemelas, y era afortunado, porque mi mujer y mis hijas ya estaban en la base cuando empezaron los problemas.
¿
Y el capitán? ¿Tenía familia
?
Su esposa lo había abandonado a principios de los ochenta. Había sido un gran escándalo en aquellos días; todavía me asombra cómo consiguió salvar su carrera y criar a su hijo.
¿
Tenía un hijo? ¿Se unió a ustedes
?
[Xu evita la pregunta.]
Lo peor para muchos era la espera, saber que, aunque consiguieran llegar a Qingdao, era muy probable que nosotros ya hubiésemos partido. Imagínese el sentimiento de culpa: le pides a tu familia que vaya a verte, puede que arriesgando la seguridad relativa de su escondite, y, al llegar, se encuentra abandonada en el muelle.
¿
Aparecieron muchos familiares
?
Más de los que nos imaginábamos. Los metimos a escondidas en el submarino por la noche, vestidos de uniforme.
A algunos, los niños y los ancianos, los llevábamos dentro de cajas de suministros.
¿
Sabían las familias qué estaba pasando? ¿Lo que ustedes pretendían hacer
?
Creo que no. Todos los miembros de nuestra tripulación tenían órdenes estrictas de guardar silencio. Si el Ministerio de Seguridad del Estado tenía la más ligera sospecha de lo que tramábamos, los muertos vivientes habrían sido el menor de nuestros problemas. Ese secretismo también nos obligó a partir siguiendo nuestro programa de patrullas rutinarias. El capitán Chen deseaba con todas sus fuerzas esperar a los rezagados, a los familiares que podían estar a tan sólo unos días o unas horas de distancia. Sin embargo, sabía que eso habría puesto en peligro todo y, de mala gana, dio la orden de partir. Intentó ocultar sus sentimientos y creo que lo consiguió delante de la mayoría, pero yo se lo veía en los ojos, en los que se reflejaban los incendios cada vez más lejanos de Qingdao.
¿
Adonde se dirigían
?
Primero al sector de patrulla asignado, sólo para que, al principio, todo pareciese normal. Después de eso, nadie lo sabía.
Era imposible buscar un nuevo hogar, al menos de momento. Por aquel entonces, la plaga se había extendido por todos los rincones del planeta. No quedaba ningún país neutral que pudiera garantizarnos la seguridad, daba igual lo lejos que se encontrase.
¿
Y pasar a nuestro lado, a los Estados Unidos, o a otro país occidental
?
[Me lanza una mirada dura y fría.]
¿Lo habría hecho usted? El Zheng llevaba dieciséis misiles balísticos JL-2; todos excepto uno estaban preparados con cuatro ojivas de reentrada múltiple, con una potencia de noventa kilotones. Eso lo ponía a la misma altura de uno de los países más fuertes del mundo, lo bastante para asesinar ciudades enteras con sólo girar una llave. ¿Entregaría usted ese poder a otro país, al único país que, hasta aquel momento, había utilizado armas nucleares en un acto de guerra? Le repetiré por última vez que no éramos traidores. No importa que nuestros líderes pudieran haber sido unos criminales dementes: nosotros seguíamos siendo marineros chinos.
Así que estaban solos
.
Por completo. Sin hogar, sin amigos, sin ningún puerto seguro para refugiarnos de la tormenta. El Almirante Zheng He era nuestro universo: cielo, tierra, sol y luna.
Tuvo que ser muy difícil
.
Los primeros meses se pasaron como si fuesen una patrulla normal. Los submarinos lanzamisiles están diseñados para esconderse, y eso hicimos, nos sumergimos en las profundidades y guardamos silencio. No sabíamos con certeza si nuestros otros submarinos de combate nos buscaban, aunque era bastante probable que el gobierno tuviese otras cosas en qué pensar. En cualquier caso, hacíamos simulacros normales de combate y entrenamos a los civiles en el arte de la disciplina del silencio. El jefe de la tripulación insonorizó el comedor para que pudiese funcionar tanto de colegio como de zona de juegos para los niños. Los niños, sobre todo los más pequeños, no tenían ni idea de qué pasaba. Muchos habían llegado a cruzar áreas infestadas con su familia, y algunos habían escapado con vida a duras penas. Sólo sabían que los monstruos habían desaparecido y que sólo surgían de vez en cuando en sus pesadillas. Estaban a salvo, y eso era lo único importante. Supongo que así nos sentíamos todos durante los primeros meses: estábamos vivos, estábamos juntos, estábamos a salvo. Teniendo en cuenta lo que pasaba en el resto del planeta, ¿qué más se podía pedir?
¿
Tenían alguna forma de monitorizar la crisis
?
Al principio, no. Nuestro objetivo era resistir, evitar las rutas marítimas comerciales y los sectores de patrulla de los submarinos…, tanto los nuestros como los occidentales. Eso sí, especulábamos mucho: ¿hasta dónde se habría propagado? ¿Qué países estaban más afectados? ¿Habría empleado alguien la solución nuclear? De ser así, era el fin para todos nosotros. En un planeta irradiado, los muertos vivientes podrían llegar a ser los únicos seres «vivos». No estábamos seguros de qué harían las altas dosis de radiación en el cerebro de un zombi: ¿Lo mataría llenando la materia gris de múltiples tumores en expansión? Eso pasaría con un cerebro humano normal, pero, como los muertos vivientes contradecían todas las demás leyes de la naturaleza, ¿por qué iba aquello a ser distinto? Algunas noches, en la sala de oficiales, hablando en susurros sobre nuestro té, nos imaginábamos a unos zombis tan rápidos como guepardos y tan ágiles como monos, unos zombis con cerebros mutados que crecían, palpitaban y estallaban dentro de los confines de sus cráneos. El capitán de corbeta Song, nuestro oficial de reactores, había subido a bordo sus acuarelas y había pintado con ellas el paisaje de una ciudad en ruinas.
Intentó decir que no era ninguna ciudad en concreto, aunque todos reconocimos los restos retorcidos del horizonte de Pudong. Song había crecido en Shanghai. El perfil roto brillaba con un tono magenta apagado sobre el cielo negro del invierno nuclear. Una lluvia de cenizas salpicaba las islas de escombros que surgían de lagos de cristal fundido, y un río cruzaba el centro de aquel fondo apocalíptico, una serpiente marrón verdoso que se erguía hasta convertirse en una cabeza de mil cuerpos entrelazados: piel agrietada, cerebros expuestos, carne que caía de unos brazos huesudos que salían de bocas abiertas y caras de relucientes ojos rojos. No sé cuándo empezó su proyecto el capitán Song, sólo que se lo enseñó en secreto a unos cuantos de nosotros después de nuestro tercer mes en el mar. Nunca pretendió que Cheng lo supiera, no era tan tonto; sin embargo, alguien debió contárselo, y el viejo lo frenó en seco.
Song recibió órdenes de pintar algo alegre encima de su cuadro, una puesta de sol veraniega sobre el lago Dian. Después pintó otros murales «positivos» en cualquier trocito vacío de mamparo. El capitán Chen también ordenó que cesaran las especulaciones fuera de las horas de servicio, porque eran «perjudiciales para la moral de la tripulación». En cualquier caso, creo que eso lo empujó a reestablecer algún tipo de contacto con el mundo exterior.
¿
Se refiere a comunicación activa o a vigilancia pasiva
?
A lo último. Sabía que el cuadro de Song y nuestras conversaciones apocalípticas eran producto del aislamiento a largo plazo. La única forma de sofocar los «pensamientos peligrosos» era sustituir la especulación por los hechos puros y duros. Llevábamos casi cien días con sus noches de apagón total, y necesitábamos saber qué estaba pasando, aunque fuese algo tan oscuro y desesperado como el cuadro de Song.
Hasta aquel momento, nuestro oficial de sónar y su equipo eran los únicos que sabían qué pasaba más allá del casco del submarino. Aquellos hombres escuchaban el mar: las corrientes; la «biología», como los peces y las ballenas; y el ruido distante de los propulsores más cercanos. Antes he dicho que nuestro rumbo nos había llevado hasta los huecos más remotos de los océanos del mundo. Habíamos escogido zonas en las que normalmente no se detectaría ningún barco. Sin embargo, en los meses anteriores, el equipo de Liu había estado recogiendo un número cada vez mayor de contactos aleatorios; había miles de barcos en la superficie, muchos de ellos con firmas que no encontrábamos en el archivo de nuestro ordenador.
El capitán ordenó subir a altura de periscopio. Se elevó la antena de medidas electrónicas de apoyo, y nos vimos inundados de cientos de firmas de radar; la antena de radio sufrió un diluvio similar. Finalmente, los periscopios, tanto el de exploración como el de ataque principal, salieron a la superficie. No es como se ve en las películas, un hombre que baja unas asas y mira por un ocular telescópico. Estos periscopios no penetran el casco interno, y cada uno tiene una videocámara que envía la señal a varios monitores de la embarcación. No podíamos creernos lo que veíamos: era como si la humanidad se echase al mar con todas sus posesiones. Divisamos petroleros, buques de carga, barcos de crucero, remolcadores tirando de barcazas, aerodeslizadores, gánguiles, buques de pesca con rastra…, y todo eso la primera hora.
En las siguientes semanas vimos también docenas de barcos militares, y cualquiera de ellos podría habernos detectado, pero no parecía importarles. ¿Conoce el USS Saratoga? Observamos cómo lo arrastraban por el Atlántico Sur; habían convertido su cubierta en una ciudad de tiendas de campaña. Vimos un barco que tenía que ser el HMS Victory, subiendo y bajando con las olas bajo un bosque de velas improvisadas. Divisamos el Aurora, el auténtico crucero de la Primera Guerra Mundial cuyo motín había hecho saltar la chispa de la Revolución Bolchevique. No sé cómo lo sacaron de San Petersburgo, ni cómo encontraron el carbón suficiente para mantener encendidas las calderas.
Había un montón de cascarones destartalados que tendrían que haberse retirado hacía años: esquifes, transbordadores y chalanas que se habían pasado la vida en lagos tranquilos o en ríos de interior, embarcaciones de costa que nunca deberían haber salido del puerto para el que habían sido diseñadas. Contemplamos un dique seco flotante del tamaño de un rascacielos volcado, con la cubierta llena de andamios de construcción que servían de apartamentos; iba a la deriva, sin remolque ni barco de apoyo a la vista. No sé cómo sobrevivían aquellas personas, ni siquiera si, de hecho, sobrevivían. Había muchos barcos a la deriva con los depósitos vacíos y sin forma de generar energía.
Vimos muchas embarcaciones pequeñas privadas y barcos de crucero que se habían unido para formar gigantescas balsas sin rumbo. También había bastantes balsas improvisadas hechas con troncos o neumáticos.
Incluso dimos con un barrio de chabolas náutico construido sobre cientos de bolsas de basura llenas de bolitas de poliestireno. Nos recordó a la «Armada de Ping-Pong», los refugiados que, en la Revolución Cultural, intentaron huir a Hong Kong en sacos llenos de pelotas de
ping-pong
.
Sentíamos lástima de aquella gente y del futuro que les esperaba; estar a la deriva en medio del océano, presa del hambre, la sed, la insolación o el mismo mar… Song lo llamó «la gran regresión de la humanidad»: «Surgimos del mar —decía— y ahora nos lanzamos a sus brazos». Lanzarse era el término correcto, porque estaba claro que aquellas personas no habían pensado en qué harían una vez llegasen a la «seguridad» de las olas. Sólo supusieron que sería mejor que acabar destrozados en tierra. Por culpa del pánico, seguramente no se habían dado cuenta de que no hacían más que prolongar lo inevitable.
¿
Alguna vez intentaron ayudarlos? ¿Darles comida, agua o quizá remolcarlos
?
¿Adonde? Incluso de haber sabido dónde estaban los puertos seguros, el capitán no se habría arriesgado a que nos detectasen. No sabíamos quién podía tener una radio, quién podría estar escuchando esa señal; ni siquiera sabíamos si nos buscaban. Además, existía otro peligro: la amenaza inmediata de los muertos vivientes. Vimos muchos barcos infestados; en algunos, la tripulación seguía luchando por su vida, mientras que, en otros, los muertos eran los únicos que quedaban. En una ocasión, junto a Dakar, en Senegal, nos cruzamos con un trasatlántico de lujo de cuarenta y cinco mil toneladas llamado Nordic Express. La óptica de nuestro periscopio de exploración era lo bastante potente para enseñarnos todas las huellas ensangrentadas de las ventanas del salón de baile, todas las moscas que se posaban en los huesos y la carne de la cubierta. Los zombis caían al mar, uno cada par de minutos; veían algo a lo lejos, un avión volando bajo o incluso la estela que dejaba nuestro periscopio, creo, e intentaban cogerlo. Me dio una idea: si emergíamos a unos cientos de metros y hacíamos todo lo posible por atraerlos para que cayesen por la borda, quizá fuésemos capaces de limpiar un barco sin tener que disparar ni un tiro. ¿Quién sabía lo que llevarían a bordo los refugiados? El
Nordic Empress
podría resultar ser un almacén de provisiones flotante. Le expliqué mi propuesta al encargado del armamento, y juntos se la presentamos al capitán.
¿
Qué dijo
?