[Xolelwa Azania me recibe desde su escritorio y me invita a que le cambie el sitio, de modo que pueda disfrutar de la fresca brisa marina que entra por la ventana. Se disculpa por el «desorden» e insiste en apartar las notas de la mesa antes de proseguir. El señor Azania va por el tercer volumen de
Puño arco iris: Sudáfrica en guerra
. Da la casualidad de que este volumen trata sobre el tema del que hablamos, el periodo fundamental en la lucha contra los muertos vivientes, el momento en que su país logró apartarse del borde del abismo.]
Desapasionado, una palabra muy mundana para describir a una de las figuras más controvertidas de la historia. Algunos lo veneran como a un salvador, mientras que otros lo consideran un monstruo; en cualquier caso, si alguna vez conoce a Paul Redeker, si alguna vez charla con él sobre su visión del mundo y de los problemas o, lo que es más importante, las soluciones a los problemas que acosan al mundo, seguramente la palabra que más se aferre a su imagen de ese hombre es desapasionado.
Paul siempre creyó, bueno, quizá no siempre, pero, al menos durante su vida adulta, creyó que el defecto fundamental de la humanidad era la emoción. Decía que el corazón sólo debía existir para bombear sangre al cerebro, que lo demás era una pérdida de tiempo y energía. Todos sus trabajos en la universidad analizaban soluciones alternativas a dilemas históricos y sociales, y eso fue lo que primero llamó la atención del gobierno del
apartheid
. Muchos psicobiógrafos han intentado etiquetarlo de racista, aunque, en sus propias palabras: «El racismo es una consecuencia lamentable de una emoción irracional». Hay quienes afirman que para que un racista odie a un grupo debe al menos sentir amor por otro. Redeker creía que tanto el amor como el odio eran irrelevantes; para él eran «impedimentos de la condición humana» y, de nuevo en sus propias palabras, «imagínense lo que podría lograrse si la raza humana consiguiese librarse de su humanidad». ¿Malvado? La mayoría le daría ese calificativo, mientras que los demás, sobre todo el pequeño cuadro que ostentaba el poder en Pretoria, lo consideraban una «fuente inestimable de intelecto liberal».
Eran principios de los ochenta, un momento decisivo para el gobierno del
apartheid
. El país estaba tumbado en una cama de clavos; teníamos el ANC, el Partido de la Libertad Inkatha, incluso los elementos de extrema derecha de la población afrikáner, que estaban deseando una sublevación abierta para que llegase un enfrentamiento racial definitivo. En la frontera, Sudáfrica sólo se enfrentaba a naciones hostiles, y, en el caso de Angola, a una guerra civil respaldada por los soviéticos y alentada por Cuba. Si se añade a esta mezcla un creciente aislamiento de las democracias occidentales (que incluía un embargo de armas crítico), no resulta sorprendente que la idea de un último recurso para la supervivencia estuviese siempre presente en la cabeza de los pretorianos.
Por eso recabaron la ayuda del señor Redeker para que revisara el ultrasecreto Plan Naranja del gobierno. El Plan Naranja existía desde que el gobierno del
apartheid
llegó al poder en 1948. Era el peor escenario posible para la minoría blanca del país, el plan para enfrentarse a una rebelión generalizada de la población indígena africana. A lo largo de los años lo habían actualizado con las cambiantes perspectivas estratégicas de la región. Cada década, esa situación se volvía más y más siniestra; al multiplicarse la dependencia de los estados vecinos y también las voces reclamando libertad para la mayoría de la población, los de Pretoria se dieron cuenta de que un enfrentamiento total podría significar no sólo el fin del gobierno afrikáner, sino también de los afrikáneres.
Ahí es donde entra Redeker. Su Plan Naranja revisado, finalizado como se le pidió en 1984, era la estrategia definitiva de supervivencia para los afrikáneres; no se descartaba ninguna variable, número de población, terreno, recursos, logística… Redeker no sólo actualizó el plan para incluir las armas químicas de Cuba y la opción nuclear de su propio país, sino que también, y eso es lo que hizo del «Naranja Ochenta y Cuatro» un plan histórico, la decisión de qué afrikáneres salvar y cuáles sacrificar.
¿
Sacrificar
?
Redeker creía que intentar protegerlos a todos sería excesivo para los recursos del gobierno, y que eso condenaría al conjunto de la población. Lo comparó con los supervivientes de un barco hundido, que hacen zozobrar un bote salvavidas porque, simplemente, no tiene sitio para todos. Redeker había llegado a calcular quién debería «subir a bordo». Incluyó ingresos, coeficiente intelectual, fertilidad, una lista entera de «cualidades deseables», incluida la ubicación del sujeto con respecto a una posible zona de conflicto. «La primera víctima del conflicto tiene que ser nuestro sentimentalismo —decía la frase final de su propuesta—, porque su supervivencia significaría nuestra destrucción.»
El Naranja Ochenta y Cuatro era un plan genial: claro, lógico y eficaz; convirtió a Paul Redeker en uno de los hombres más odiados de Sudáfrica. Sus primeros enemigos fueron algunos de los afrikáneres más radicales y fundamentalistas, los ideólogos raciales y los ultrarreligiosos. Después, cuando cayó el
apartheid
, su nombre empezó a circular entre el resto de la población; por supuesto, lo invitaron a presentarse en las vistas de «Verdad y reconciliación» y, por supuesto, también lo rechazó. «No fingiré tener corazón sólo para salvar el pellejo —afirmó públicamente, a lo que añadió—: Da igual lo que haga, seguro que vendrán a por mí de todas formas.»
Y lo hicieron, aunque probablemente no como Redeker esperaba. Fue durante el Gran Pánico, que empezó varias semanas antes que el estadounidense. Redeker estaba escondido en la cabaña de Drakensberg que había comprado con sus ganancias como asesor de empresas. Le gustaban los negocios, ya sabe, «un objetivo y nada de sentimientos», como solía decir. No le sorprendió que su puerta saliera volando y apareciesen unos agentes de la Agencia Nacional de Inteligencia. Le pidieron que confirmara su nombre, su identidad y sus actividades en el pasado. Le preguntaron sin rodeos si era el autor del Plan Naranja Ochenta y Cuatro. Él respondió sin emoción, como es natural; sospechaba y aceptaba que aquella intrusión era un asesinato de última hora para vengarse de él, que el mundo se iba al infierno y que habían decidido aprovechar para llevarse por delante a algunos cuantos «demonios del
apartheid»
. Lo que nunca habría predicho era que, de repente, los agentes bajaran las armas y se quitaran las máscaras de gas. Eran de todos los colores: negros, asiáticos, mulatos, e incluso un hombre blanco, un afrikáner alto que dio un paso adelante y, sin ofrecer su nombre ni su rango, le preguntó abruptamente: «Tienes un plan para esto, ¿verdad, tío?».
De hecho, Redeker sí que tenía un plan, había estado trabajando en la solución a la epidemia de los muertos vivientes él solo. ¿Qué otra cosa podía hacer en su escondite aislado? Había sido un ejercicio intelectual, nunca había creído que quedase nadie vivo para leerlo. No tenía nombre, como explicó después, «porque los nombres sólo existen para distinguir a unos de otros», y, hasta aquel momento, no había ningún otro plan como el suyo. De nuevo, Redeker lo había tenido todo en cuenta, no sólo la situación estratégica del país, sino también la fisiología, el comportamiento y la «doctrina de combate» de los zombis. Aunque puede consultar todos los detalles del Plan Redeker en cualquier biblioteca pública del mundo, le puedo comentar algunos de los puntos esenciales.
En primer lugar, no era posible salvar a todo el mundo, porque el brote estaba muy avanzado. Las fuerzas armadas estaban demasiado debilitadas para aislar la amenaza de forma eficaz y, al estar tan repartidas por todo el país, se debilitarían más con cada día que pasara. Nuestras fuerzas tenían que fusionarse, que retirarse a una zona segura especial donde, con suerte, contarían con la ayuda de algunos obstáculos naturales, tales como montañas, ríos o incluso una isla cercana a la costa. Una vez concentradas en esta zona, las fuerzas armadas podrían erradicar la plaga dentro de esas fronteras y después utilizar los recursos disponibles para defenderlas de los ataques de los muertos vivientes. Aquélla era la primera parte del plan y parecía tener tanto sentido como cualquier retirada militar convencional.
La segunda parte del plan trataba de la evacuación de los civiles, y era algo que sólo Redeker podría haber diseñado. En su cabeza, sólo una pequeña fracción de la población civil podría evacuarse a la zona segura. Aquella gente se salvaría no sólo para proporcionar mano de obra para una posterior recuperación económica de guerra, sino también para conservar la legitimidad y estabilidad del gobierno, para probar a los que ya estaban dentro de la zona que sus líderes «se preocupaban por ellos».
Había otra razón para aquella evacuación parcial, una eminentemente lógica e insidiosamente oscura que, según creen muchos, le proporcionará a Redeker el pedestal más alto en el panteón del infierno. Los que se dejasen atrás debían ser conducidos a unas zonas aisladas especiales: serían el cebo humano que distrajese a los zombis para que no siguiesen al ejército en retirada hasta la zona segura. Redeker afirmaba que aquellos refugiados sanos y aislados debían permanecer vivos, bien defendidos e incluso reabastecidos, si era posible, para que las hordas de zombis no se movieran de allí. ¿Entiende ahora porque era tanto un genio como un demonio? Debían mantener prisionera a la gente porque «cada zombi que esté ocupado asediando a dichos supervivientes será un zombi menos que se lance contra nuestras defensas». Cuando dijo aquello, el agente afrikáner miró a Redeker, se persignó y dijo: «Que Dios te perdone, tío». Otro añadió: «Que Dios nos perdone a todos. —Este último era el hombre negro, que parecía estar a cargo de la operación—. Ahora, saquémoslo de aquí».
Al cabo de pocos minutos partieron en un helicóptero hacia Kimberley, la misma base subterránea en la que Redeker había escrito el Plan Naranja Ochenta y Cuatro original. Lo metieron en una reunión en la que estaban los supervivientes del gabinete del presidente, y allí se leyó en voz alta su informe. Imagínese el escándalo, y el que más alto hablaba era el ministro de Defensa, un zulú feroz que prefería luchar en las calles antes que esconderse en un búnker.
El vicepresidente estaba más preocupado por las relaciones públicas; no quería ni pensar en lo que pasaría con su trasero si aquel plan llegaba a oídos de la población.
El presidente parecía sentirse insultado por Redeker. Agarró por las solapas al ministro de Seguridad y le exigió saber por qué demonios le habían llevado a aquel demente criminal de guerra del
apartheid
.
El ministro tartamudeó que no entendía por qué el presidente se enfadaba tanto, sobre todo cuando había sido él mismo el que había dado orden de encontrar a Redeker.
El presidente alzó los brazos y gritó que nunca había dado tal orden y, entonces, una voz débil surgió de algún punto de la habitación y dijo: «Fui yo».
Estaba sentado al fondo, con la espalda contra la pared, pero se levantó, encorvado por la edad, y, aunque necesitaba la ayuda de sus bastones, tenía el mismo espíritu fuerte y vital de siempre. El viejo estadista, el padre de nuestra democracia, el hombre cuyo nombre de nacimiento era Rolihlahla, traducido por algunos simplemente como el Agitador. Al levantarse, todos los demás se sentaron, todos salvo Paul Redeker. El anciano lo miró a los ojos, sonrió entornando los suyos con aquella expresión conocida en todo el mundo, y dijo: «Molo, mhlobo wam». Significaba: «Bienvenido, persona de mi región». Se acercó lentamente a Paul, se volvió hacia el gobierno de Sudáfrica, cogió las páginas que sostenía la mano del afrikáner y anunció, con una voz que, súbitamente, parecía fuerte y juvenil: «Este plan salvará a nuestra gente. —Después, haciéndole un gesto a Paul, añadió—: Este hombre salvará a nuestra gente». Y entonces llegó el momento, el momento sobre el que, seguramente, los historiadores seguirán debatiendo hasta que el tema se pierda en la memoria: el anciano abrazó al afrikáner blanco. Para cualquier otro, se hubiera tratado del típico abrazo de oso por el que aquel hombre era famoso, pero, para Paul Redeker… Sé que la mayoría de los psicobiógrafos siguen afirmando que era un hombre sin alma, ésa es la idea aceptada por todos. Paul Redeker: sin sentimientos, sin compasión, sin corazón. Sin embargo, uno de nuestros más venerados autores, el viejo amigo y biógrafo de Biko, postula que Redeker, en realidad, era un hombre profundamente sensible, demasiado sensible, de hecho, para la vida en la Sudáfrica del
apartheid
. Insiste en que la yihad contra la emoción a la que Redeker había dedicado toda la vida era la única forma de proteger su cordura del odio y la brutalidad que presenciaba todos los días. No se sabe mucho sobre la infancia de Redeker, ni siquiera si tenía padres, si lo crio el estado, si tenía amigos o algún ser querido. Los que lo conocían del trabajo tenían que esforzarse por recordar si lo habían visto en algún tipo de interacción social o acto físico que supusiera calor humano. El abrazo del padre de nuestra nación, aquella emoción genuina que atravesó su escudo impenetrable…
[Azania sonríe con timidez.]
Quizá sea demasiado sentimental. Por lo que sabemos, era un monstruo sin corazón y el abrazo del anciano no tuvo ningún efecto; lo que sí puedo decirle es que aquél fue el último día que vimos a Paul Redeker. Aun hoy, nadie sabe qué le ha pasado de verdad. Ahí fue cuando yo entré en escena, en esas semanas caóticas en las que se llevó a cabo el Plan Redeker en todo el país. Me costó convencerlos, por decirlo suavemente, pero, una vez los hube convencido de que había trabajado muchos años con Paul Redeker y, lo que es más importante, que entendía su forma de pensar mejor que ninguna otra persona viva en Sudáfrica, ¿cómo iban a negarse? Trabajé en la retirada y también después, durante los meses de reunión de las tropas, y allí estuve hasta el final de la guerra. Al menos, agradecieron mis servicios, ¿por qué si no me iban a proporcionar un alojamiento tan lujoso? [Sonríe.] Paul Redeker, ángel y demonio. Unos lo odian y otros lo veneran. En cuanto a mí, sólo me da lástima. Si sigue vivo, en algún lugar, espero de corazón que haya encontrado la paz.