[Sacude la cabeza y se ríe sin ganas.] ¡Fue un desastre! Algunos se limitaron a negarse, otros intentaron salir corriendo o saltar al río. Se produjeron peleas. Muchos de mis hombres recibieron palizas, a tres los apuñalaron, a uno le disparó un abuelo asustado con un viejo Tokarev oxidado. Estoy seguro de que estaba muerto antes de llegar al agua.
Yo no estaba allí, ¿entiende? ¡Estaba en la radio, intentando pedir refuerzos! No dejaban de decirme que los refuerzos estaban de camino, que no decayésemos, que no nos desesperáramos, que estaban de camino.
Al otro lado del Dniper, Kiev ardía. Unas columnas de humo negro se elevaban sobre el centro de la ciudad. El viento venía hacia nosotros, y el hedor era horrible, a madera, goma y la peste de la carne quemada. No sabíamos lo lejos que estaban de nosotros, quizá a un kilómetro, quizá a menos. En la parte de arriba de la colina, el fuego había rodeado el monasterio; una maldita tragedia, porque allí, con sus altos muros y su ubicación estratégica, podríamos haber resistido, cualquier cadete de primer año podría haberlo convertido en una fortaleza inexpugnable: abastecer los sótanos, sellar las puertas y colocar francotiradores en las torres. Podrían haber protegido el puente… ¡joder, una eternidad!
Me pareció oír algo, un sonido que venía de la otra orilla… Ese sonido, ya sabe, cuando están todos juntos, cuando están cerca, ese… Incluso por encima de los gritos, las imprecaciones, las bocinas y los disparos lejanos de los francotiradores, reconocí el sonido.
[Intenta imitar su gemido, pero lo interrumpe una tos descontrolada. Se lleva el pañuelo a la cara y, cuando lo aparta, está lleno de sangre.]
Ese sonido fue lo que me apartó de la radio. Miré hacia la ciudad y algo me llamó la atención, algo que volaba sobre los tejados y se acercaba deprisa.
Los aviones a reacción pasaron como un rayo a la altura de las copas de los árboles. Eran cuatro, unos Sujoi 25, los llamábamos «grajos»; estaban cerca y volaban lo bastante bajo para identificarlos a simple vista. «¿Qué demonios? —pensé—. ¿Van a intentar cubrir la entrada del puente? ¿Quizá bombardear el área que tenemos detrás?» Había funcionado en Rovno, al menos durante unos minutos. Los grajos siguieron volando en círculos, como si confirmasen sus blancos, después bajaron mucho ¡y se dirigieron directos a nosotros! «¡Por todos los santos —pensé—, van a bombardear el puente!» ¡Daban por perdida la evacuación y pensaban matar a todo el mundo!
«¡Salid del puente! —empecé a gritar—. ¡Que todo el mundo salga del puente!» El pánico cundió entre la multitud, se veía como una ola, como una corriente eléctrica. La gente empezó a gritar, a intentar empujar hacia delante, hacia atrás, unos contra otros; docenas de personas se tiraban al agua con ropas y zapatos pesados que no les permitían nadar.
Yo estaba tirando de la gente, diciéndoles que corriesen. Vi cómo soltaban las bombas y pensé que quizá pudiera apartarme en el último momento, protegerme de algún modo del estallido. Entonces se abrieron los paracaídas, y lo supe; en una fracción de segundo me levanté y salí corriendo como un conejo asustado: «¡Dentro de los tanques! —gritaba—. ¡Dentro de los tanques!». Salté sobre el que tenía más cerca, cerré la escotilla y ordené a mis hombres que comprobasen los cierres herméticos. El tanque era un T-72 obsoleto. No podíamos saber si el sistema de sobrepresión todavía funcionaba porque no lo habían probado desde hacía años. Sólo podíamos esperar y rezar, encogidos en nuestro ataúd de acero. El artillero lloraba; el conductor estaba paralizado; el comandante, un sargento novato de sólo veinte años, estaba hecho una bola en el suelo, agarrado a la crucecita que llevaba al cuello. Le puse una mano en la cabeza y le aseguré que todo iría bien, mientras mantenía los ojos pegados al periscopio.
El RVX no empieza siendo un gas, ¿sabe? Cae en forma de lluvia: diminutas gotitas aceitosas que se pegan a todo lo que tocan. Entra por los poros, los ojos, los pulmones, y, según la dosis, los efectos pueden ser instantáneos. Veía cómo las extremidades de los evacuados empezaban a temblar, cómo dejaban caer los brazos conforme el agente químico se abría paso por su sistema nervioso central. Se restregaban los ojos, intentaban hablar, moverse o respirar; me alegraba no poder oler el contenido de su ropa interior, la súbita descarga de la vejiga y los intestinos.
¿Por qué lo hacían? No podía entenderlo. ¿Es que el alto mando no sabía que las armas químicas no tenían efecto en los muertos vivientes? ¿Es que no habían aprendido nada de Zhitomir?
El primer cadáver que se movió fue el de una mujer, sólo un segundo o así antes que el resto, una mano que se sacudía y agarraba la espalda de un hombre que parecía haber intentado protegerla con su cuerpo. Él cayó al suelo mientras ella se erguía sobre unas piernas vacilantes; tenía la cara llena de manchas y cubierta de venas ennegrecidas. Creo que ella me vio, o que vio nuestro tanque, porque abrió la boca y levantó los brazos. Vi que los demás también cobraban vida, una cada cuarenta o cincuenta personas, todos los que habían sido mordidos y habían intentado esconderlo.
Y entonces lo comprendí: sí, habían aprendido de Zhitomir y habían encontrado un uso mejor para sus viejos arsenales de la guerra fría. ¿Cómo separar de forma eficaz a los infectados de los demás? ¿Cómo evitar que los refugiados propagasen la infección más allá de las líneas de defensa? Aquélla era una de las formas.
Empezaban a reanimarse del todo, lograban volver a levantarse y arrastraban los pies lentamente por el puente hacia nosotros. Llamé al artillero, que apenas pudo tartamudear una respuesta, así que le di una patada en la espalda y le ladré la orden de apuntar a los objetivos. Aunque tardó unos segundos, utilizó el retículo para apuntar a la primera mujer y apretó el gatillo. Me tapé los oídos mientras el Coax tronaba. Los otros tanques nos imitaron.
Veinte minutos después, todo había terminado. Sé que debería haber esperado órdenes, o, al menos, informar sobre nuestro estado o los efectos del ataque. Veía otros seis grajos más en el aire, cinco en dirección a los otros puentes y el último en dirección al centro de la ciudad. Ordené a nuestra compañía que se retirase, que se dirigiese al sudoeste y siguiese avanzando. Había muchos cadáveres a nuestro alrededor, los que acababan de subir al puente antes de que llegase el gas. Reventaban al pasar por encima de ellos.
¿Ha estado en el Complejo del Museo de la Gran Guerra Patriótica? Era uno de los edificios más impresionantes de Kiev. El patio estaba lleno de máquinas: tanques y pistolas de todas los tamaños y clases, desde la Revolución hasta la actualidad. Había dos tanques enfrentados en la entrada del museo; ahora están decorados con dibujos coloridos, y los niños pueden subirse a ellos y jugar. Allí tenían una Cruz de Hierro de un metro por cada lado, hecha con los cientos de Cruces de Hierro reales recogidas de los cadáveres de los soldados alemanes muertos. También había un mural que iba del suelo al techo en el que se mostraba una gran batalla: nuestros soldados estaban todos conectados por una hirviente ola de fuerza y valor que caía sobre los alemanes y los expulsaba de nuestro país. Tantos símbolos de nuestra defensa nacional y ninguno era tan espectacular como la estatua de Rodina Mat, la madre patria; se trataba del edificio más alto de la ciudad, una obra maestra de más de sesenta metros de puro acero inoxidable. Fue lo último que vi de Kiev: su escudo y su espada sostenidos en alto para demostrar su eterno triunfo, aquellos ojos fríos y brillantes observándonos en nuestra huida.
[Jesika Hendricks abarca con un gesto la extensión de páramo subártico. En vez de belleza natural, ahora hay escombros: vehículos abandonados, deshechos y cadáveres permanecen parcialmente helados entre la nieve y el hielo de color gris. Nacida en Waukesha (Wisconsin), Jesika, ahora ciudadana canadiense, forma parte del Proyecto de Restauración de la Naturaleza de esta región. Junto con otros cientos de voluntarios, viene aquí todos los veranos desde el cierre oficial de las hostilidades. Aunque el Proyecto afirma haber realizado avances sustanciales, nadie ve un final cercano.]
No culpo al gobierno, a la gente que, en teoría, debería habernos protegido. Desde un punto de vista objetivo, supongo que lo entiendo; no podían dejar que todos siguieran al ejército al oeste, detrás de las Montañas Rocosas. ¿Cómo iban a alimentarnos a todos, cómo iban a examinarnos y cómo habrían detenido a los ejércitos de muertos vivientes que, sin duda, nos habrían seguido? Entiendo por qué querían desviar hacia el norte a todos los refugiados que pudiesen. ¿Qué otra cosa iban a hacer? ¿Detenernos en las Rocosas con tropas armadas? ¿Gasearnos, como hicieron los ucranianos? Al menos, si íbamos hacia el norte, tendríamos una oportunidad. Cuando bajasen las temperaturas y los zombis se congelasen, algunos podríamos sobrevivir. Eso es lo que estaba pasando en el resto del mundo: la gente huía hacia el norte para seguir viva hasta que llegase el invierno. No, no los culpo por querer desviarnos, eso se lo puedo perdonar, pero que lo hicieran de forma tan irresponsable, que no ofreciesen una información esencial que podría haber ayudado a muchos a salvar la vida…, eso no se lo perdonaré nunca.
Era agosto, dos semanas después de Yonkers y sólo tres días después de que el gobierno decidiera retirarse al oeste.
No habíamos tenido muchos brotes en nuestro barrio, yo sólo había visto uno, un grupo de seis alimentándose de un sin techo; los polis habían acabado con ellos rápidamente. Pasó a tres manzanas de nuestra casa, y eso fue lo que hizo que mi padre decidiese huir.
Estábamos en el salón; mi padre estaba aprendiendo cómo cargar su nuevo fusil, mientras mi madre terminaba de clavar tablas en las ventanas. No se podía encontrar un canal de televisión en el que no se dieran noticias de los zombis, ya fuesen imágenes en directo o grabaciones de Yonkers. Ahora, al mirar atrás, no acabo de creerme lo poco profesionales que fueron los medios de comunicación. Tanto dar vueltas y tan pocos hechos probados… Todas aquellas gotitas de información digerible, ofrecidas por un ejército de supuestos expertos que se contradecían entre sí, preocupados por resultar más sorprendentes y enterados que los demás. Era todo muy confuso, nadie parecía saber qué hacer; lo único en lo que estaban todos de acuerdo era en que los ciudadanos debían «ir al norte». Como los zombis se quedaban congelados, el frío extremo era nuestra única esperanza. Eso es lo único que oíamos; nada de instrucciones sobre a qué parte del «norte» ir, ni qué llevar con nosotros, ni cómo sobrevivir: sólo aquella maldita frase de moda que decían todos los presentadores y que aparecía una y otra vez en los rótulos del fondo de la pantalla de la tele: «Vayan al norte. Vayan al norte. Vayan al norte».
«Se acabó —dijo mi padre—: saldremos de aquí esta noche y nos dirigiremos al norte.» Le dio una palmadita a su fusil, intentando parecer decidido, pero no había tocado una pistola en toda su vida. Era un caballero en el sentido tradicional del término, un hombre con nobleza y generosidad: bajito, calvo, con una cara regordeta que se ponía roja cuando reía, el rey de los chistes malos y las agudezas cursis. Siempre tenía algo para ti, ya fuera un cumplido, una sonrisa o un pequeño aumento de mi paga que se suponía que mi madre no debía saber. Era el
poli
bueno de la familia y dejaba todas las decisiones importantes a mi madre.
En aquel momento, mi madre intentó discutir con él, hacerlo entrar en razón. Vivíamos por encima del límite de la cota de nieve, teníamos todo lo que necesitábamos. ¿Por qué enfrentarnos a lo desconocido, cuando podíamos abastecernos bien, seguir fortificando la casa y esperar a que cayese la primera helada? Pero él no la escuchaba. ¡Podíamos estar muertos para cuando llegase el otoño! ¡Podíamos estar muertos en menos de una semana! Estaba inmerso en el Gran Pánico; nos dijo que sería como una gran acampada, que nos alimentaríamos de hamburguesas de alce y bayas silvestres. Me prometió enseñarme a pescar y me preguntó el nombre que le daría a mi conejo cuando lo cazara para tenerlo de mascota. Había vivido en Waukesha toda la vida; nunca había salido de acampada.
[Me enseña algo en el hielo, una colección de DVD rotos.]
Esto es lo que la gente se llevó: secadores de pelo, Game-Cubes, docenas de ordenadores portátiles. No creo que fueran tan estúpidos como para pensar que podrían usarlos, aunque puede que algunos sí. Creo que la mayoría temía perderlos, volver a casa después de seis meses y descubrir que habían saqueado sus hogares. Nosotros creíamos estar haciendo las maletas con bastante sentido común: ropa de invierno, utensilios de cocina, cosas del armario de las medicinas y toda la comida en lata que podíamos cargar. Parecía suficiente comida para un par de años; sin embargo, acabamos con la mitad antes de llegar. Eso no me preocupó, porque era como una aventura, la expedición al norte.
Todas esas historias que se oyen sobre las carreteras bloqueadas y la violencia no nos afectaron a nosotros, ya que estábamos en la primera oleada y la única gente que teníamos delante eran los canadienses, muchos de los cuales se habían ido hacía tiempo. Había mucho tráfico en la carretera, más coches de los que había visto nunca, pero todos se movían bastante deprisa, y sólo encontramos atascos cuando llegábamos a ciudades o parques.
¿
Parques
?
Parques, zonas de acampada, cualquier lugar en que la gente se detenía porque creía que ya había avanzado lo suficiente. Mi padre solía mirar a aquella gente y decir que eran imprudentes e irracionales. Decía que seguían estando demasiado cerca de los centros de población y que la única forma de lograrlo era irse lo más hacia el norte que pudiéramos. Mi madre siempre le discutía que no era culpa de ellos, que la mayoría se había quedado sin gasolina. «¿Y quién tiene la culpa de eso?», contestaba mi padre. Nosotros teníamos muchas latas de gasolina de repuesto en el techo del monovolumen. Mi padre había empezado a hacer acopio de ellas en los primeros días del Pánico. Habíamos pasado junto a muchos atascos que rodeaban estaciones de servicio, la mayoría de las cuales tenían unos carteles enormes que decían que no les quedaba más combustible. Mi padre pasaba por aquellos sitios a toda velocidad; pasaba a toda velocidad junto a muchas cosas: los coches parados que necesitaban cargar la batería y los autoestopistas que necesitaban que los llevasen. De ésos había muchos, algunos caminaban en fila junto a la carretera, con el aspecto que se les supone a los refugiados. De vez en cuando, un coche se detenía y recogía a un par de ellos, y, de repente, todos querían meterse dentro. «¿Ves en el lío en que se han metido?», decía mi padre.