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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (37 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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[Levanta la mirada hacia el monumento que tenemos al lado, construido en el lugar donde, en teoría, se destruyó el último zombi de Pekín.]

A Song y a mí nos tocaba patrullar la orilla la noche que sucedió. Nos detuvimos junto a una hoguera para oír la radio de los isleños, en la que se hablaba de un misterioso desastre natural en China. Nadie sabía de qué se trataba todavía, y había rumores más que de sobra para empezar a hacer suposiciones. Yo estaba mirando la radio, de espaldas a la laguna, cuando el mar que teníamos delante empezó a brillar. Me volví a tiempo de ver cómo estallaba el Madrid Spirit. No sé cuánto gas natural transportaba, pero la bola de fuego subió alto en el cielo nocturno, propagándose e incinerando a todos los que se encontraban en los dos
motus
más cercanos. Lo primero que pensé fue que se trataba de un accidente, de una válvula corroída, de un marinero de cubierta descuidado. Sin embargo, el capitán de corbeta Song lo había estado mirando de frente y había visto la estela de un misil. Medio segundo después sonó la sirena de niebla del Almirante Zheng.

Mientras corríamos de vuelta al submarino, mi fachada de calma y mi sensación de seguridad se hicieron añicos a mi alrededor. Sabía que el misil provenía de uno de nuestros submarinos y la única razón por la que había dado en el Madrid Spirit era que estaba más alto y presentaba un perfil más visible en el radar. ¿Cuántas personas había a bordo? ¿Y en los
motus
? De repente me di cuenta de que cada segundo que siguiésemos allí representaría un peligro mayor de ataque para los isleños civiles. El capitán Chen tuvo que haber pensado lo mismo, porque, cuando subimos a cubierta, las órdenes de partir resonaban en el puente. Cortamos los cables eléctricos, pasamos lista y cerramos escotillas. Nos dirigimos a mar abierto y nos colocamos en los puestos de combate.

A los noventa metros de profundidad desplegamos el sistema de exploración por sónar remolcado y, de inmediato, detectamos el ruido de la carga de profundidad de otro submarino. No se trataba del ruido típico del acero, sino del rápido pop-pop-pop del frágil titanio. Sólo dos países del mundo utilizaban cascos de titanio para sus barcos de ataque: la Federación Rusa y nosotros. Al contar los álabes, confirmamos que se trataba de uno de los nuestros, un nuevo Tipo 95 «Hunter-Killer». Dos estaban en servicio cuando zarpamos, pero no podíamos saber cuál era.

¿
Era importante saberlo
?

[De nuevo, no responde.]

Al principio, el capitán no quería luchar; decidió bajar al fondo y colocarnos sobre una meseta arenosa justo al límite de nuestra profundidad de inmersión máxima. El Tipo 95 pasó a búsqueda pasiva y utilizó su potente batería de hidrófonos para intentar oír el ruido que hacíamos. Redujimos el reactor hasta dejarlo con una potencia marginal, apagamos todas las máquinas innecesarias y detuvimos todo movimiento de la tripulación dentro del submarino. Como el sonar pasivo no envía señales al exterior, no había forma de saber dónde estaba el Tipo 95, ni siquiera si seguía por allí. Intentamos escuchar sus propulsores, pero se había quedado tan silencioso como nosotros. Esperamos media hora sin movernos, conteniendo el aliento.

Yo estaba junto al recinto del sónar, con los ojos pegados al visor, cuando el teniente Liu me dio un golpecito en el hombro: tenía algo en el sistema montado en el casco, aunque no se trataba del otro submarino, sino de algo que estaba más cerca, por todas partes. Me puse unos auriculares y oí ruidos de arañazos, como ratas. Le hice un gesto silencioso al capitán para que lo escuchase. No lográbamos descifrar qué era: no era flujo submarino, porque la corriente era demasiado apacible; si era vida marina, cangrejos u otro contacto biológico, tenía que haber miles. Empecé a sospechar algo… Pedí una observación por el periscopio, sabiendo que el ruido transitorio podía alertar a nuestro perseguidor, y el capitán accedió. Apretamos los dientes mientras el tubo subía; entonces tuvimos la imagen.

Zombis, cientos de zombis subiendo por el casco. Llegaban más cada segundo que pasaba, dado bandazos por la arena del fondo y trepando unos encima de otros para arañar, raspar y hasta morder el acero del Zheng.

¿
Podrían haber entrado? ¿Abrir una escotilla o…
?

No, las escotillas están selladas desde el interior, y los tubos de los torpedos se protegen mediante las tapas de cierre de proa exteriores. Sin embargo, lo que nos preocupaba era el reactor, refrigerado por agua de mar en circulación. Aunque los orificios de admisión no eran lo bastante grandes para que entrase un hombre, sí que podrían quedar bloqueados, y, en efecto, una de nuestras luces de emergencia empezó a parpadear en silencio encima del orificio número cuatro. Una de las criaturas había arrancado la protección y estaba atascada en el conducto, de modo que la temperatura del reactor empezó a subir. Apagarlo nos habría dejado indefensos, así que el capitán Chen decidió que teníamos que movernos.

Nos apartamos del fondo e intentamos ir lo más lenta y silenciosamente que nos era posible. No funcionó: detectamos el sonido del propulsor del 95, que nos había descubierto y se preparaba para el ataque. Lo oímos inundar los conductos de los torpedos y abrir las compuertas exteriores. El capitán Chen ordenó activar nuestro sónar, lo que suponía desvelar nuestra posición exacta, aunque nos daba un blanco perfecto del 95.

Disparamos a la vez. Nuestros torpedos se rozaron, mientras los submarinos intentaban apartarse. El 95 era un poco más rápido y manejable, pero no tuvieron en cuenta quién era nuestro capitán. Él sabía cómo evitar el «pez» que se nos acercaba, y lo logró, justo cuando nuestro torpedo alcanzaba su objetivo.

Oímos rechinar el casco del 95, como si fuese una ballena moribunda, oímos cómo se derrumbaban los mamparos y los compartimentos hacían implosión uno a uno. Te dicen que pasa demasiado deprisa para que la tripulación se entere, que el choque del cambio de presión la deja inconsciente o que la explosión puede hacer que el aire arda; la tripulación muere rápidamente, sin sentir dolor, o, al menos, eso esperábamos nosotros. Lo que sí producía dolor era ver cómo moría el brillo de los ojos de mi capitán al oír los ruidos que provenían del submarino condenado.

[Sabe cuál va a ser mi siguiente pregunta, así que aprieta el puño y exhala lentamente por la nariz.]

El capitán Chen crio a su hijo él solo, lo educó para ser un buen marino, para amar y servir al estado, para no cuestionar nunca las órdenes, y para ser el mejor oficial de la historia de la armada china. El día más feliz de su vida fue cuando el comandante Chen Zhi Xiao recibió su primer mando, un Tipo 95 «Hunter-Killer» nuevo.

¿
Como el que les había atacado
?

[Asiente.] Por eso el capitán Chen habría hecho lo que fuese por evitar a nuestra flota. Por eso era tan importante saber qué submarino nos había atacado; saberlo siempre es mejor, al margen de la respuesta. Él ya había traicionado su juramento y a su patria, y, en aquel momento, pensar que esas traiciones podían haberlo empujado a matar a su propio hijo…

A la mañana siguiente, cuando el capitán Chen no apareció para la primera guardia, fui a su camarote a ver cómo estaba. Había poca luz, así que lo llamé y, con gran alivio, recibí su respuesta. Sin embargo, cuando le dio la luz… su pelo había perdido el color, estaba tan blanco como la nieve de antes de la guerra; tenía la piel cetrina y los ojos hundidos. De repente se había convertido en un anciano deshecho y marchito. Los monstruos que salían de sus tumbas no son nada comparados con los que llevamos dentro del corazón.

A partir de aquel día rompimos todo contacto con el mundo exterior. Nos dirigimos al hielo ártico, al vacío más lejano, oscuro y desierto que pudiéramos encontrar. Intentamos seguir con nuestra rutina diaria: mantener el submarino, cultivar comida, y enseñar, criar y consolar a los niños de la mejor forma posible. Al desaparecer el buen ánimo del capitán, también lo hizo el de la tripulación del Almirante Zheng. Yo era el único que lo veía aquellos días: le llevaba la comida, recogía su ropa sucia, lo informaba sobre las condiciones de la embarcación y llevaba sus órdenes al resto del personal. Era la misma historia todos los días.

Nuestra monotonía sólo se vio interrumpida el día que el sónar detectó la firma de otro submarino de clase 95 que se acercaba. Nos colocamos en nuestros puestos de combate y, por primera vez, vimos que el capitán salía de su camarote. Se colocó en su puesto del centro de ataque, ordenó preparar un plan de disparo y cargar los tubos uno y dos. El sónar nos informó de que el enemigo no había respondido y el capitán Chen consideró que eso nos daba ventaja. Aquella vez, no cabía ninguna duda en su mente: el enemigo moriría antes de poder dispararnos. Justo antes de dar la orden, detectamos una señal en el
gertrude
, el nombre que le daban los estadounidenses al teléfono submarino: era el comandante Chen, el hijo del capitán, proclamando que tenían intenciones pacíficas y solicitando que abandonásemos nuestras posiciones de combate. Nos contó lo de la Presa de las Tres Gargantas, el origen de los rumores sobre el desastre natural que habíamos oído en Manihi, y nos explicó que nuestra batalla con el otro 95 había formado parte de una guerra civil iniciada después de la destrucción de la presa. El submarino que nos había atacado pertenecía a las fuerzas leales, mientras que el comandante Chen se había unido a los rebeldes. Su misión era encontrarnos y acompañarnos a casa. Los vítores de nuestra tripulación eran tan fuertes que me parecieron capaces de lanzarnos a la superficie. Cuando atravesamos el hielo y las dos tripulaciones corrieron a encontrarse bajo el crepúsculo ártico, pensé: «Por fin podemos volver a casa, podemos reclamar nuestro país y echar a los muertos vivientes. Por fin se ha acabado».

Pero no fue así
.

Todavía nos quedaba una misión que completar. El Politburo, esos odiosos ancianos que habían causado ya tanta desdicha, seguía agazapado en su refugio de Xilinhot, controlando al menos la mitad de las menguadas tropas terrestres del país. Nunca se rendirían, eso lo sabía todo el mundo; mantendrían sus demenciales ansias de poder y desperdiciarían lo que quedaba del ejército. Si la guerra civil se prolongaba, en China sólo quedarían los muertos vivientes.

Así que decidieron terminar la batalla
.

Éramos los únicos que podíamos. Nuestro silos en tierra estaban invadidos por los muertos, la fuerza aérea no podía volar, los otros dos submarinos con misiles no habían podido salir de los muelles antes de la invasión, esperando sus órdenes como hacen los buenos soldados, mientras los muertos entraban a cientos por las escotillas. El comandante Chen nos dijo que teníamos las únicas armas nucleares que quedaban en el arsenal de la rebelión. Cada segundo que nos retrasábamos suponía perder cien vidas más, cien balas más que podríamos haber usado contra los monstruos.

Entonces, ¿dispararon a su patria para poder salvarla
?

Otra carga más sobre nuestras espaldas. El capitán tuvo que darse cuenta de cómo me temblaban las manos antes de disparar. «Es mi orden y mi responsabilidad», me dijo. El misil llevaba una sola cabeza armada de varios megatones. Era un prototipo diseñado para penetrar la superficie endurecida de las instalaciones NORAD en las montañas Cheyenne, de Colorado. Irónicamente, el refugio del Politburó se había diseñado para imitar aquellas instalaciones en cada detalle. Mientras nos preparábamos para sumergirnos, el comandante Chen nos informó de que Xilinhot había recibido un impacto directo. Al entrar en el agua, oímos que las fuerzas leales se habían rendido y reunido con los rebeldes para luchar contra el verdadero enemigo.

¿
Sabían ustedes que habían empezado a instituir su propia versión del Plan Sudafricano
?

Lo oímos el día que salimos de la capa de hielo. Aquella mañana me tocaba guardia y me encontré al capitán Chen en el centro de ataque, en su silla de mando, con una taza de té junto a la mano. Parecía muy cansado mientras observaba en silencio a la tripulación que lo rodeaba y sonreía como un padre ante la felicidad de sus hijos. Me di cuenta de que se le había enfriado el té y le pregunté si quería otra taza. Él me miró, sin dejar de sonreír, y sacudió la cabeza lentamente. «Muy bien, señor», respondí, preparado para volver a mi puesto, pero él me cogió la mano, me miró y no me reconoció. Su susurro fue tan débil que apenas pude oírlo.

¿Qué dijo
?

«Buen chico, Zhi Xiao, un chico estupendo.» Todavía sostenía mi mano cuando cerró los ojos para siempre.

Sydney (Australia)

[El Clearwater Memorial es el último hospital construido en Australia, el más grande desde el final de la guerra. La habitación de Terry Knox está en la planta diecisiete, la
«suite
presidencial». El lujo del lugar, y las medicinas caras y casi inasequibles de las que disfruta, son lo menos que puede hacer su gobierno en agradecimiento por ser el primer y, hasta la fecha, único comandante australiano de la Estación Espacial Internacional. Como él dice: «No está mal para el hijo de un minero de Andamooka».

Su cuerpo marchito parece revivir durante nuestra conversación, y se le ve un poco más de color en la cara.]

Ojalá algunas de las historias que se cuentan sobre nosotros fuesen ciertas, porque nos hacen parecer más heroicos. [Sonríe.] Lo cierto es que no estábamos «abandonados», al menos si se tiene en cuenta que no nos habíamos quedado atrapados allí de repente. Nadie veía mejor lo que pasaba que nosotros, y nadie se sorprendió cuando la tripulación de reemplazo de Baikonur no despegó, ni cuando Houston nos ordenó que nos metiésemos en el X-38
[62]
para la evacuación. Me gustaría poder decir que incumplimos órdenes o que luchamos físicamente entre nosotros para decidir quién se quedaba, pero lo que realmente pasó fue mucho más mundano y razonable: ordené que el equipo científico y todo el personal no esencial volviese a la Tierra, y después le di al resto de la tripulación la oportunidad de quedarse. Una vez nos quedáramos sin el X-38, no tendríamos forma de volver, aunque, si piensa en lo que se cocía entonces, no creo que ninguno de nosotros quisiera hacerlo.

La EEI es una de las grandes maravillas de la ingeniería humana. Estamos hablando de una plataforma orbital tan enorme que se veía desde la Tierra a simple vista. Habían hecho falta dieciséis países, diez años y unos doscientos paseos espaciales para terminarla. ¿Qué haría falta para construir una nueva, si alguna vez fuera posible?

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