Más importante que la estación era el valor incalculable y también insustituible de la red de satélites del planeta. Por aquel entonces, teníamos más de tres mil en órbita y la humanidad dependía de ellos para todo, desde las comunicaciones a la navegación, desde la vigilancia hasta algo tan mundano y vital como una predicción meteorológica fiable y regular. Aquella red era tan importante para el mundo moderno como las carreteras en tiempos antiguos o las vías férreas durante la era industrial. ¿Qué sería de la humanidad si todos aquellos vínculos tan importantes empezaban a caer del cielo?
Nuestro plan no era salvarlos a todos, lo que habría sido una idea poco realista e innecesaria, sino concentrarnos en los sistemas más esenciales para la guerra, sólo una docena de satélites de comunicaciones que tenían que mantenerse en vuelo. La misión compensaba el riesgo de quedarse.
¿
Alguna vez les prometieron un rescate
?
No, y no lo esperábamos. El problema no era cómo regresar a la Tierra, sino cómo permanecer vivos allí arriba. Con todos los tanques de O2 y las velas de perclorato para emergencias
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y con nuestro sistema de reciclaje de agua
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funcionado al máximo, sólo teníamos comida suficiente para unos veintisiete meses, y eso incluía los animales de los laboratorios. No los habíamos utilizado para probar vacunas, así que su carne seguía siendo comestible. Todavía oigo sus chillidos, todavía veo las manchas de sangre flotando en la microgravedad. Ni siquiera allí arriba podíamos escaparnos de la sangre. Intenté razonarlo de forma científica, calcular el valor nutricional de cada glóbulo rojo flotante mientras los chupaba al vuelo. No dejaba de decirme que era por el bien de la misión y no porque me moría de hambre.
Cuénteme más sobre la misión. Si estaban atrapados en la estación, ¿cómo conseguían mantener los satélites en órbita
?
Utilizábamos el ATV
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Jules Verne Three, el último vehículo de suministro lanzado antes de que se invadiese la Guayana Francesa. En principio, estaba diseñado para ser un transporte de uso único, que podía llenarse de basura después de vaciar su carga y enviarse de vuelta a la Tierra para que ardiese en la atmósfera
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. Lo modificamos con controles de vuelo manuales y un asiento para pilotarlo. Ojalá hubiésemos añadido una ventana apropiada, porque navegar por vídeo no era divertido, ni tampoco tener que hacer mis actividades en el exterior, mis paseos espaciales, en un traje de reentrada, porque no cabía un equipo EVA completo.
Casi todas mis excursiones eran a la ASTRO
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que, básicamente, era una gasolinera espacial. A veces los satélites de vigilancia militar tienen que cambiar de órbita para localizar blancos nuevos, y lo hacían maniobrando propulsores y gastando la pequeña cantidad de hidracina que poseen. Antes de la guerra, el ejército estadounidense se dio cuenta de que resultaba más rentable tener una estación en la que repostar en órbita, que enviar un montón de misiones tripuladas. Ahí fue donde entró la ASTRO. La modificamos para que algunos de los otros satélites también pudiesen repostar, los modelos civiles que sólo necesitaban una recarga ocasional para recuperar su órbita. Era una máquina maravillosa que suponía un verdadero ahorro de tiempo. Teníamos mucha tecnología como aquélla; estaba el Candarm, una oruga robótica de quince metros que realizaba tareas de mantenimiento en la superficie exterior de la estación; y el Boba, el robonauta dirigido mediante realidad virtual al que acoplamos una mochila propulsora para que trabajase alrededor de la estación y lejos de ella, en un satélite. Además, teníamos un pequeño escuadrón de PSA
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, esos robots flotantes del tamaño y la forma de un pomelo. Toda aquella tecnología fantástica estaba pensada para hacernos el trabajo más fácil, aunque ojalá no hubiesen funcionado tan bien.
Teníamos como una hora al día, quizá dos, en las que no había nada que hacer. Podíamos dormir, hacer ejercicio, volver a leer los mismos libros y escuchar Radio Free Earth o la música que habíamos llevado con nosotros (una y otra vez). No sé cuántas veces escuché esa canción de Redgum, «God help me, I was only nineteen»; era la favorita de mi padre, porque le recordaba el tiempo que pasó en Vietnam. Rezaba porque su entrenamiento militar lo hubiese ayudado a mantenerse vivo y a mantener viva a mi madre. No sabía nada de él ni de nadie más desde que el gobierno se había trasladado a Tasmania. Quería creer que estaban bien pero, viendo lo que ocurría en la Tierra, como hacíamos casi todos cuando no había trabajo, resultaba casi imposible conservar la esperanza.
Dicen que, durante la guerra fría, los satélites espía estadounidenses podían leer el ejemplar de Pravda que llevaba un ciudadano soviético. No sé si será del todo cierto; no conozco las especificaciones técnicas de aquella generación de
hardware
. Lo que sí puedo decirle es que los modernos, cuyas señales pirateábamos de sus satélites de retransmisión, podían enseñarte cómo se rompían músculos y huesos. Éramos capaces de leer los labios de las víctimas que suplicaban piedad, ver el color de sus ojos cuando se hinchaban con el último aliento, saber en qué momento la sangre roja empezaba a volverse marrón y el aspecto que tenía aquella sangre sobre el gris cemento de Londres, comparado con la arena blanca de Cape Cod.
No teníamos control sobre lo que decidían observar los satélites espía, porque el ejército estadounidense elegía sus blancos. Vimos muchas batallas: Chongqing, Yonkers…; observamos cómo una compañía de tropas indias intentaba rescatar a los civiles atrapados en el estadio de Ambedkar, en Delhi, para después quedar atrapados y batirse en retirada hasta el parque Gandhi. Vi cómo su comandante formaba a sus hombres en un cuadrado, como los que los ingleses usaban en la época colonial. Funcionó, al menos durante un rato; eso era lo más frustrante de la vigilancia por satélite: sólo podías ver, no escuchar. No sabíamos que los indios se quedaban sin munición, sólo que los zetas empezaban a cercarlos. Un helicóptero los sobrevolaba y el comandante discutía con sus subordinados. Tampoco sabíamos que se trataba del general Raj-Singh, ni siquiera sabíamos quién era. No haga caso de lo que digan los críticos sobre aquel hombre, que se largó cuando las cosas se pusieron complicadas, porque nosotros lo vimos todo: es cierto que forcejeó para que no lo evacuaran y que uno de sus hombretones le dio en la cara con la culata de un fusil. Estaba inconsciente cuando se lo llevaron en el helicóptero. Estar tan cerca y no poder hacer nada por ellos era una sensación horrible.
Teníamos nuestro propio equipo de observación, tanto los satélites civiles de investigación como los instrumentos de la estación en sí. Las imágenes que nos daban no eran ni la mitad de potentes que las de sus homólogos militares, pero eran lo bastante claras para aterrarnos. Nos ofrecieron el primer panorama de los enjambres gigantescos de Asia central y las Grandes Llanuras estadounidenses; se trataba de grupos realmente enormes que abarcaban varios kilómetros, como tuvieron que ser las manadas de búfalos americanos.
Contemplamos la evacuación de Japón y no nos quedó más remedio que maravillarnos ante su escala: cientos de barcos, miles de barcas; perdimos la cuenta del número de helicópteros que volaban de los tejados a la armada, y de cuántos aviones hicieron el tramo final del norte hacia Kamchatka.
Fuimos los primeros en descubrir los agujeros de los zombis, los pozos que los muertos cavan cuando persiguen a los animales por sus madrigueras. Al principio creíamos que eran incidentes aislados, hasta que nos dimos cuenta de que los había por todo el mundo; a veces se encontraban varios muy juntos. Había un campo al sur de Inglaterra (supongo que con una alta concentración de conejos) que estaba atestado de agujeros, todos de distintos tamaños y profundidades. Muchos tenían grandes manchas oscuras alrededor, y, aunque no podíamos acercar la imagen lo suficiente para confirmarlo, estábamos bastante seguros de que era sangre. Para mí fue el ejemplo más aterrador del empuje del enemigo: no mostraban pensamiento consciente, sólo puro instinto biológico. Una vez fui testigo de cómo un zeta iba detrás de algo, quizá un topo dorado, en el Desierto del Namib; el topo se había metido en lo más profundo de la pendiente de una duna, y, como el monstruo lo perseguía, la arena no dejaba de caer y tapar el agujero. Lo observé durante cinco días, una imagen borrosa de un zeta cavando, cavando y cavando, hasta que, de repente, una mañana dejó de hacerlo, se levantó y se alejó arrastrando los pies, como si nada. Tuvo que perder el rastro del topo; bien por el animal.
A pesar de todos nuestros avanzados aparatos ópticos, nada producía el mismo impacto que la observación directa: contemplar nuestra frágil biosfera por la ventana de observación. Ver tal devastación ecológica nos hizo comprender por qué el movimiento medioambiental de hoy en día empezó con el programa espacial americano. Había multitud de incendios, y no me refiero sólo a los edificios o a los bosques, ni siquiera a las instalaciones petrolíferas que ardían sin control (los puñeteros saudíes al final lo hicieron)
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, sino también a las hogueras; debía de haber al menos mil millones de diminutas motas naranjas que cubrían la Tierra, en vez de las luces eléctricas de las que antes disfrutábamos. Era como si el planeta entero ardiese todas las noches. No podíamos ni calcular la cantidad de cenizas, aunque estimábamos que sería el equivalente a un intercambio nuclear de baja intensidad entre los Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, y eso sin contar el intercambio nuclear real entre Irán y Paquistán. También observamos y grabamos eso, los relámpagos y fuegos que hacían que vieses puntos brillantes durante varios días. Se iniciaba el otoño nuclear y la mortaja marrón grisáceo se espesaba día a día.
Era como mirar un planeta extraño o una Tierra durante la última gran extinción. Al final, los aparatos ópticos resultaron inútiles por culpa de la nube gris, lo que nos dejó con tan sólo los sensores térmicos y de radar. La superficie natural del planeta se desvaneció bajo una caricatura de colores primarios. A través de uno de esos sistemas, el sensor Aster a bordo del satélite Terra, pudimos ver cómo se derrumbaba la Presa de las Tres Gargantas.
¡Casi cuarenta mil millones de litros de agua que arrastraban escombros, sedimentos, rocas, árboles, coches, casas y trozos de la presa tan grandes como casas! Era algo vivo, un dragón marrón y blanco que corría hacia el Mar de China Oriental. Cuando pienso en la gente que estaba en su camino…, personas atrapadas en edificios sitiados, sin modo de huir del
tsunami
por culpa de los zetas que tenían al otro lado de sus puertas. Nadie sabe cuánta gente murió aquella noche; todavía siguen encontrando cadáveres.
[Una de sus esqueléticas manos se cierra formando un puño, mientras la otra pulsa el botón con el que se administra la medicación.]
Cuando pienso en cómo los líderes chinos intentaron explicarlo todo… ¿Ha leído la transcripción del discurso del presidente chino? Nosotros vimos la retransmisión en directo, desde una señal pirateada a su Sinosat 11. Lo llamó una «tragedia imprevisible». ¿Ah, sí? ¿Imprevisible? ¿Era imprevisible que la presa se hubiese construido sobre una falla activa? ¿Era imprevisible que el aumento del peso de un embalse gigantesco hubiese provocado terremotos anteriormente y que se hubiesen detectado grietas en los cimientos meses antes de terminar la presa?
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Lo llamó «accidente inevitable». Menudo cabrón. ¿Tenían las tropas necesarias para librar una guerra abierta en casi todas las ciudades importantes, pero no podían dedicar un par de guardias de tráfico para evitar una catástrofe que se veía venir? ¿Nadie se imaginaba las repercusiones de abandonar las estaciones de alarma sísmica y los controles del aliviadero de emergencia? Y después tuvieron el valor de cambiar la historia a medio camino, para decir que, en realidad, habían hecho todo lo posible para proteger la presa, que, en el momento del desastre, unas valerosas tropas del ejército chino habían dado la vida por defenderla. Bueno, cuando ocurrió el desastre, yo llevaba un año observando en persona la Presa de las Tres Gargantas, y los únicos soldados que había visto habían dado la vida hacía mucho, mucho tiempo. ¿De verdad esperaban que su propia gente se tragase semejante mentira? ¿De verdad esperaban que no se produjera una rebelión en toda regla?
Dos semanas después del inicio de la revolución, recibimos nuestra primera y única señal desde la estación espacial china, Yang Liwei. Era la otra instalación tripulada que había en órbita, pero no podía compararse con nuestra obra maestra. Más bien se trataba de un trabajo chapucero, módulos de Shenzhou y depósitos de combustible Long March pegados como si fuese una versión gigante del viejo Skylab estadounidense.
Llevábamos varios meses intentando ponernos en contacto con ellos; ni siquiera estábamos seguros de que hubiese una tripulación, porque sólo nos llegó un mensaje grabado en perfecto inglés de Hong Kong en el que se nos pedía que mantuviésemos las distancias si no queríamos que recurriesen al uso de la fuerza. ¡Qué desperdicio tan demencial! Podríamos haber trabajado juntos e intercambiado suministros y conocimientos técnicos. Quién sabe lo que podríamos haber logrado si hubiésemos mandado a paseo la política para unirnos como seres humanos de verdad.
Nos convencimos de que la estación no estaba habitada, que su advertencia de usar la fuerza no era más que un ardid; por eso nos sorprendió tanto recibir la señal a través de nuestra radio de aficionados. Era una voz humana viva, cansada y asustada, que cortó después de pocos segundos; fue lo único que necesité para subir al Verne y dirigirme a la Yang.
En cuanto la vi a lo lejos, supe que la órbita había cambiado de forma radical. Al acercarme, vi por qué: el vehículo de emergencia había estallado dentro de la escotilla y, como seguía acoplado a la esclusa principal, toda la estación se había despresurizado en cuestión de segundos. Como precaución, pedí que despejaran la zona de atraque, pero no obtuve respuesta. Cuando subí a bordo, comprobé que, aunque la estación era lo bastante grande para una tripulación de siete u ocho personas, sólo había alojamiento y equipos personales para dos. Encontré la Yang llena de suministros de emergencia, y suficiente comida, agua y velas de 02 para al menos cinco años. Lo que no me explicaba era el porqué. No había equipo científico a bordo, ni instrumentos de recogida de información. Era como si el gobierno chino hubiese enviado a aquellos dos hombres al espacio con el mero propósito de existir. Después de quince minutos flotando por allí, encontré la primera de varias cargas explosivas. Aquella estación espacial era poco más que un vehículo de rechazo orbital gigantesco: si se detonaban las cargas, los escombros producidos por la estación espacial de cuatrocientas toneladas métricas dañarían o destrozarían cualquier otra plataforma espacial orbital y, además, impedirían cualquier otro lanzamiento espacial durante varios años. La política era fastidiar el espacio: «Si no puede ser nuestro, no será de nadie».