Guerra Mundial Z (23 page)

Read Guerra Mundial Z Online

Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

BOOK: Guerra Mundial Z
5.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

[Joe es minusválido.]

¿Se lo puede creer? Allí estábamos, enfrentándonos a la extinción, ¡y ella intentaba ser políticamente correcta! Me reí, me reí en su cara. ¿Qué? ¿Creía que me presentaba allí sin saber qué querían de mí? ¿Es que aquella zorra idiota no había leído su propio manual de seguridad? Bueno, pues yo sí; la idea del programa de seguridad vecinal se basaba en patrullar el barrio caminando o, en mi caso, rodando por la acera y deteniéndose a comprobar cada casa. Si, por algún motivo, tenías que entrar en alguna, se suponía que al menos dos miembros se esperaban en la calle. [Hace un gesto para señalarse.] ¡No es tan difícil de entender! Y, en cualquier caso, ¿a qué se creía que nos enfrentábamos? No es que tuviésemos que perseguirlos por encima de vallas y a través de patios, porque eran ellos los que venían a por nosotros. ¿Y si, por ejemplo, hubiese más de los que pudiéramos controlar? Mierda, si no podía rodar más deprisa que un zombi a pie, ¿cómo había durado tanto? Le expuse mi caso con claridad y calma, e incluso la reté a formular un escenario en el que mi estado físico pudiera ser un impedimento. No pudo. Murmuró algo sobre tener que consultarlo con su superior y que viniese al día siguiente; yo me negué, diciéndole que podía llamar a su superior y al superior de su superior, y hasta al mismo Oso
[32]
en persona, pero que no me movería hasta tener un chaleco naranja. Grité tan fuerte que todos en la habitación lo oyeron; todos me miraron primero a mí y después a ella, y con eso bastó: me dieron el chaleco y salí de allí antes que nadie.

Como he dicho antes, la seguridad vecinal significaba justo eso: patrullar el barrio. Es un grupo casi militar; asistíamos a clases y a cursos de entrenamiento. Había líderes designados y reglas fijas, pero no tenías que saludar, ni que llamar a todo el mundo «señor», ni nada por el estilo. El armamento tampoco era muy reglamentario: sobre todo herramientas para el cuerpo a cuerpo, como hachas, bates, unas cuantas palancas y machetes… Todavía no teníamos los lobos. Como mínimo, tres personas del equipo debían llevar armas. Yo llevaba una AMT Lightning, una carabina semiautomática pequeña del calibre .22. No tenía retroceso, así que podía dispararla sin tener que bloquear las ruedas. Buen arma, sobre todo cuando la munición se hizo estándar y todavía había recargas.

Los equipos cambiaban según tu horario. Entonces era bastante caótico, porque el DeStRes lo organizaba todo. El turno de noche era duro, se te olvidaba lo oscura que es la noche sin farolas y sin apenas luces en las casas. La gente se iba a dormir muy temprano, normalmente en cuanto oscurecía, así que, a excepción de algunas velas o de algunas personas con licencia para tener un generador porque hacían un trabajo esencial para la guerra desde casa, todo estaba oscuro como boca de lobo. Ni siquiera tenías la luna o las estrellas, por culpa de la mierda que había en la atmósfera. Patrullábamos con linternas, modelos civiles básicos de los que se compraban en las tiendas; todavía teníamos pilas por aquel entonces, y colocábamos celofán rojo en el extremo para proteger nuestra visión nocturna. Nos deteníamos en todas las casas, llamábamos y preguntábamos a quien estuviese de guardia si todo iba bien. Los primeros meses estábamos un poco nerviosos por culpa del programa de reasentamiento; llegaba tanta gente de los campamentos que todos los días tenías al menos una docena de vecinos nuevos, o, incluso, de compañeros de casa nuevos.

Nunca me había percatado de lo bien que me iba todo antes de la guerra, cómodamente escondido en mi casita de las afueras de Stepford. ¿De verdad necesitaba una casa de doscientos setenta y ocho metros cuadrados, tres dormitorios, dos baños, una cocina, un salón, un estudio y una oficina en casa? Después de varios años viviendo solo, de repente, me encontré con una familia de Alabama, seis personas, en mi puerta, con una carta del Ministerio de la Vivienda. Al principio estaba de los nervios, pero te acostumbras deprisa. No me importaba tener a los Shannon, porque así se llamaba la familia; nos llevábamos bastante bien, y siempre dormía mejor sabiendo que había alguien vigilando. Era una de las nuevas reglas para los ciudadanos: alguien tenía que quedarse a vigilar por las noches. Teníamos todos sus nombres en una lista, para asegurarnos de que no fuesen okupas o saqueadores. Comprobábamos los documentos de identidad, la cara, les preguntábamos si habían oído algo, y normalmente respondían que sí, o quizá avisaban de algún ruido que debíamos comprobar. El segundo año, cuando dejaron de llegar refugiados y todos nos conocíamos, nos olvidamos de las listas y los documentos de identidad. Todo estaba más tranquilo. Sin embargo, el primer año, cuando la policía todavía estaba reorganizándose y las zonas seguras no se habían pacificado del todo…

[Se estremece para crear un efecto dramático.]

Todavía quedaban muchas casas vacías, atrancadas, asaltadas o, simplemente, abandonadas con las puertas abiertas de par en par. Habíamos acordonado con cinta policial todas las puertas y ventanas; si veíamos que alguna estaba rota, podía significar que había un zombi dentro de la casa. Nos pasó un par de veces; yo esperaba fuera, con el fusil preparado. A veces se oían gritos, a veces disparos; otras veces sólo se oía un gemido, pies arrastrándose y, después, uno de tus compañeros salía con un arma ensangrentada y una cabeza cortada en la mano. Yo mismo tuve que acabar con unos cuantos. A veces, cuando el equipo estaba dentro y yo vigilaba la calle, oía un ruido, unos pies, un arañazo, algo moviéndose entre los arbustos; lo enfocaba con la luz, llamaba pidiendo refuerzos y acababa con él.

Una vez casi no lo cuento. Estábamos limpiando una casa de dos plantas: cuatro dormitorios, cuatro baños, medio derruida porque alguien había estrellado un Jeep Liberty contra la ventana del salón. Mi compañera me preguntó si me parecía bien que fuese a empolvarse la nariz, y yo la dejé meterse detrás de los arbustos. Error mío. Estaba demasiado distraído, demasiado preocupado por lo que sucedía dentro de la casa, así que no me di cuenta de lo que tenía detrás. De repente, noté que algo tiraba de mi silla. Intenté volverme, pero había bloqueado la rueda derecha. Me giré como pude y apunté con la linterna: era una «serpiente», uno de los que no tienen piernas. Me gruñía desde el asfalto, intentando subirse a la silla; eso me salvó la vida, porque me dio el segundo y medio necesarios para apuntar con mi carabina. De haber estado de pie podría haberme cogido por el tobillo e incluso haberme dado un bocado. Fue la última vez que me relajé en el trabajo.

Los zombis no eran el único problema al que nos enfrentábamos entonces; había saqueadores, no muchos criminales habituales, sino personas normales que necesitaban cosas para sobrevivir. También había
okupas
; en ambos casos, todo solía acabar bien: los invitábamos a casa, les dábamos lo que necesitaban y nos encargábamos de ellos hasta que los tipos del servicio de alojamiento podían hacerse cargo.

Pero también había saqueadores de verdad, malos profesionales. Fue la única vez que resulté herido.

[Se levanta la camisa y deja al descubierto una cicatriz circular del tamaño de una moneda de diez centavos de antes de la guerra.]

Nueve milímetros, me atravesó el hombro. Mi equipo lo persiguió hasta el exterior de la casa, y yo le ordené que se parase. Es la única vez que he tenido que matar a alguien, gracias a Dios. Cuando entraron en vigor las leyes nuevas, el crimen convencional prácticamente desapareció.

Después estaban los niños salvajes, ya sabe, los crios sin hogar que habían perdido a sus padres. Los encontrábamos acurrucados en sótanos, en armarios, bajo las camas. Muchos habían llegado caminando de sitios lejanos, del este; estaban en malas condiciones, malnutridos y enfermos, y muchas veces huían. En esas ocasiones sí me sentía fatal, ya sabe, por no poder perseguirlos. Lo hacía otra persona, y casi siempre los alcanzaban, pero no siempre.

El peor problema eran los «quislings».

¿
Quislings
?

Sí, ya sabe, los que se volvían majaras y empezaban a actuar como si fueran zombis.

¿
Podría dar más detalles
?

Bueno, por lo que sé, hay algunas personas que son incapaces de enfrentarse a un situación de vida o muerte. Siempre se sienten atraídos por aquello que temen, así que, en vez de resistirse, desean intentar agradarlo, unirse a ello, ser igual. Supongo que es lo que pasa en los secuestros, ya sabe, como un tipo de síndrome de Estocolmo o Patty Hearst, o, en la guerra normal, como los que se unen al ejército enemigo al ser invadidos. Los colaboradores a veces son más perseverantes que la gente a la que intentan imitar, como los fascistas franceses, que fueron las últimas tropas de Hitler en rendirse. Quizá por eso los llamamos «quislings», porque es una palabra francesa o algo así.
[33]

Pero, en esta guerra, no cabía esa posibilidad; no podías tirarte en brazos del enemigo y decir: «¡Eh, no me matéis, estoy de vuestro lado!». No había ninguna zona gris en esta pelea, ningún término intermedio, así que supongo que algunas personas no pudieron aceptarlo. Los empujó al límite y empezaron a moverse como zombis, a sonar como ellos, incluso a atacar o a intentar comerse a otras personas. Así encontramos al primero. Era un hombre adulto, en los treinta y tantos; iba sucio, aturdido, arrastrando los pies por la acera, así que creíamos que estaba en
shock
, hasta que mordió a uno de nuestros chicos en el brazo. Fueron unos segundos horribles; abatí al
quisling
de un tiro en la cabeza y me volví hacia mi compañero. Estaba hecho un ovillo en la acera, soltando palabrotas, llorando, mirando la herida del brazo; aquello era una sentencia de muerte, y él lo sabía. Estaba listo para hacerlo él mismo, cuando descubrimos que el tipo al que acababa de disparar seguía caliente. Tendría que haber visto cómo perdió los nervios mi compañero, porque no todos los día te llega un indulto divino. Irónicamente, estuvo a punto de morir de todos modos, porque aquel cabrón tenía tantas bacterias en la boca que le provocó una infección de estafilococos casi letal.

Creíamos haber descubierto algo nuevo, pero resultó que llevaba pasando algún tiempo. El Centro de Control de Enfermedades estaba a punto de hacerlo público, incluso enviaron a un experto de Oakland para informarnos sobre qué hacer si nos encontrábamos con otros. Era alucinante; ¿sabía que por eso algunas personas se habían creído inmunes? ¿Por los
quislings
? También eran los culpables de que se pusieran tan de moda todas aquellas medicinas de mierda. Piénselo; alguien que está tomando Phalanx recibe un mordisco y sobrevive. ¿Qué otra cosa va a pensar? Seguramente no sabía que existían los
quislings
. Son tan hostiles como los zombis de verdad y, en algunos casos, incluso más peligrosos.

¿
Por qué
?

Bueno, en primer lugar, no se congelan. Es decir, sí, se congelarían si estuviesen expuestos mucho tiempo, pero, con un frio moderado, si llevan ropa de invierno puesta, no les pasa nada. También se hacen más fuertes al comerse a la gente, no como los zombis. Se pueden conservar mucho tiempo.

Pero también era más fácil matarlos
.

Sí y no. No tenías que darles en la cabeza, podías apuntar a los pulmones, el corazón, a cualquier parte, y, al final, se morían desangrados. Sin embargo, si no los detenías de un disparo, seguían intentando atraparte hasta que morían.

¿
No sentían dolor
?

Joder, no. Es todo eso del poder de la mente sobre la materia, de estar tan concentrado que eres capaz de suprimir lo que se transmite al cerebro y todo eso. Debería hablarlo con un experto.

Continúe, por favor
.

Vale, bueno, por eso nunca podíamos convencerlos para que se detuviesen: no quedaba nadie con quien hablar. Aquellas personas eran zombis, quizá no físicamente, pero, mentalmente, no había diferencia. Incluso físicamente era difícil distinguirlos si iban lo bastante sucios, ensangrentados y enfermos. En realidad, los zombis no huelen tan mal de uno en uno, si están frescos. ¿Cómo vas a saber si se trata de uno de verdad o de un imitador con una enorme cantidad de gangrena? No podías. Los militares no nos habían dejado perros adiestrados ni nada, así que tenías que hacerlo a ojo.

Los monstruos no parpadean, no sé por qué; puede que, como usan todos sus sentidos por igual, el cerebro no le dé tanta importancia a la vista, o quizá, al no tener tantos fluidos corporales, ya no puedan usarlos para humedecer los ojos. ¿Quién sabe? El caso es que no parpadean, y los
quislings
sí. Así era cómo los distinguíamos: retrocedíamos unos pasos y esperábamos unos segundos. En la oscuridad era más fácil, porque sólo tenías que apuntarles a la cara con la linterna: si no parpadeaban, acababas con ellos.

¿
Y si lo hacían
?

Bueno, teníamos órdenes de capturar a los
quislings
siempre que fuera posible y de matar sólo en defensa propia. Parecía una locura, todavía lo parece, pero rodeábamos a unos cuantos, los atábamos de brazos y piernas, como a los animales, y los entregábamos a la policía o a la guardia nacional. No sé bien qué harían con ellos, aunque he oído historias sobre Walla Walla, ya sabe, la prisión en la que los alimentaron, vistieron e incluso curaron de sus heridas. [Mira al techo.]

¿
No le parece bien
?

Eh, no voy a entrar al trapo. Si quiere abrir esa lata de gusanos, lea los periódicos. Cada año sale un abogado, un sacerdote o un político que intenta alimentar ese fuego por cualquier razón interesada. En lo que a mí respecta, no me importa, no siento nada por ellos, ni en un sentido ni en el otro. Creo que lo más triste de esas personas es que renunciaron a mucho para acabar perdiendo de todas formas.

¿
Por qué lo dice
?

Porque, aunque no podamos distinguirlos de los zombis, los zombis sí pueden distinguirlos a ellos. ¿Recuerda al principio de la guerra, cuando todos intentaban encontrar la forma de hacer que los zombis se enfrentasen entre ellos? Había todas esas «pruebas documentadas» sobre luchas internas: testigos presenciales e incluso grabaciones de un zombi atacando a otro. Qué estupidez. Eran zombis atacando a
quislings
, pero era imposible saberlo a simple vista, porque los
quislings
no gritan; se quedan parados, ni siquiera intentan luchar, se retuercen lentamente, como robots, mientras las mismas criaturas a las que pretender imitar se los comen vivos.

Other books

Midnight Lover by Bretton, Barbara
The Lantern by Deborah Lawrenson
Found by Elle Field
Silent Doll by Sonnet O'Dell
La República Romana by Isaac Asimov
My Dearest Enemy by Connie Brockway
Maps by Nuruddin Farah
A Small Fortune by Audrey Braun
Burned by Natasha Deen