El jardín de los venenos (61 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Días después, el jesuita tuvo que reconocer que Becerra sabía mucho del carácter de los cordobeses, pues aparecieron nuevas cuartetas que terminaban diciendo: «… agradeciéndole a Dios / el fin de tu tiranía….».

Muerto el obispo, sólo quedaban dos prebendados en el Cabildo eclesiástico de Córdoba; uno era Diego Salguero de Cabrera, anciano juicioso, ilustrado y de gran talento, emparentado además con los Zúñiga. El otro, un joven al que se tildaba de recio y soberbio, dado a atropellos que se dirimían en largas disputas: era el arcediano Gabriel Ponce de León, que había llegado a la ciudad dos años atrás, para el mismo mes de julio.

Como otros hombres con altos cargos en la Iglesia, había entrado con mercancías, que puso a vender por terceros y otro poco en su propia casa.

La ciudad ya había tenido ocasión de sufrir las airadas disputas que mantuvo con el obispo y con el alcalde ordinario de Córdoba, además de intercambiar gritos con el gobernador y con cuanta gente se le había cruzado. Verdad era que tenía rápidos arrepentimientos y estaba siempre dispuesto a entrar en razón, aunque ya la agresión hubiera dejado su marca.

Con la sabiduría que le era propia, Salguero de Cabrera quiso evitar la discordia y menos de una semana después de la muerte de Mercadillo otorgó su voto a Ponce de León, para que quedara como «provisor y vicario general».

Con los restos del obispo, desapareció la Universidad dominicana y la Compañía de Jesús quedó a salvo y libre —al menos de momento— de disgustos serios.

Salvador Villalba pudo, al fin, recibir su título y el hermano campanero dar su famoso concierto de campanas para la graduación de los estudiantes.

Pero los días siguientes a la defunción de don Manuel Mercadillo, la ciudad estaba como en estado de estupor: en poco más de cuatro años, despertaba sin tener que afrontar alguna de las controvertidas acciones de su obispo… aunque algunos pronosticaban que la paz no duraría mucho, pues Ponce de León prometía lo suyo.

Hubo dos hechos que pasaron casi inadvertidos; uno fue la muerte de Marina, la esclava liberta de doña Alda, que apareció ahorcada con un cinturón que había sido de su ama, una prenda llamativa, bordada en oro, que ésta le había regalado.

Como todo estaba en orden, la puerta y la única ventana sin forzar, se supuso que el victimario sería un amante despechado. Pero el único que se le conocía, un portugués empleado del prestamista Sá de Souza, hacía dos meses que estaba con éste en el Brasil.

Mientras el sobrino del obispo ponía en orden sus cosas y se aprestaba a cambiar de residencia, miró las copias firmadas que el alguacil le había mandado del listado de los objetos de fray Manuel. Comenzaba con los que estaban en el escritorio, pero al terminar de leerlo, Novillo recordó el pequeño incensario de oro y plata que había visto sobre la mesa: no estaba incluido. Nervioso —le había gustado aquel objeto de fina orfebrería—, repasó con atención hasta la última página sin encontrarlo.

Se quejó ante el juez y los funcionarios intervinientes, diciéndoles que era una pieza valiosa y que cuando él entró a ver por su tío, pudo observarlo sobre la mesa, destapado.

Molestos, los otros respondieron por la integridad de los administrativos y demás funcionarios que habían intervenido.

—¿Acaso no será que una de las negras o de los mirones haya echado mano sobre él? —le espetaron, y quedó claro que, entre el gentío que se había presentado, así amigos como enemigos, cualquiera pudo haber sido el ladrón.

Por salir airoso del trance, Novillo recordó en voz alta que entre la multitud estaban los jóvenes que litigaban por la herencia de la viuda. Nadie se hizo eco: al parecer, Ponce de León los ampararía en su reclamo.

Era la primera demostración de cómo se iban trenzando y ajustando nuevas alianzas entre el poder eclesiástico y el poder civil, entre los ciudadanos y el nuevo provisor, que prometía horas tan entretenidas y gratas como su antecesor.

Pero siempre se diría: «Como Mercadillo, ninguno».

De las confesiones

La noche en que Brutus mató a Lope de Soto, yo huí y me vi con Rafaela, y mientras le contaba lo sucedido, sentimos entrar a un hombre por la puerta de Aquino. Casi enloquecimos de miedo creyendo vivo al que dejé por muerto, pero era el propio Aquino que, estando cerca de Santa Olalla, había galopado hasta llegar. Al entrar por la poterna del tajamar, se encontró a Brutus sacudiendo a un bulto, y después de tranquilizarlo, encendió una candela y encontró el cuerpo del maestre de campo.

Sin saber si los hombres de Lope de Soto andaban por la casa, apagó la lumbre y pasó al patio; no nos distinguió y subió al corredor, temiendo que hubieran intentado llevarme por la fuerza.

Porque no me había atrevido a decirle a Aquino que me casaba con el maestre de campo; antes bien, lo mandé lejos y por muchos días mientras pensaba en cómo hacérselo saber. Él ya había tomado la decisión de entrar en el convento, pero yo sentía que mi casamiento con el maestre de campo ofendería su estima por mí.

Ante el cuerpo yerto de Soto, no tuve más remedio que decirle la verdad, y su furia me anonadó: nunca lo había visto colérico, es un hombre con mucho tino.

Empero, compadecido de mi estado, se hizo cargo de todo y preparó, como si fuera un cuadro de mártires, la escena de la muerte. Luego hizo levantar a Dolores, venir a Rosendo de las barracas y nos explicó lo que teníamos que hacer y decir.

Amanecía cuando quise agradecerle, pero él me rechazó y me advirtió que me buscara otro mayordomo. «Pues el caso es —dijo— que pienso marcharme en cuanto usted encuentre quien se haga cargo de sus cosas».

«¡Marcharse, sí; pero no ahora!», exclamé, y él me dijo que estaba decidido a tomar los hábitos sin posponerlo un año más, como me había prometido.

Le expliqué cuánto necesitaba de quien me había acompañado en mis días tristes y en mis días buenos. «Nos conocemos tanto… es cruel de su parte hacerme esto —le rogué—, precisamente cuando lo necesito más que nunca».

«Señora —me dijo—, una mujer que puede casarse con un hombre como el maestre de campo no es en absoluto desamparada. Ya encontrará otro esposo que se avenga a su conveniencia. Don Esteban seguramente. No, para mí, basta; el afecto y la lealtad que he sentido hacia usted como ama y como mujer están a punto de convertirse en vergonzoso sometimiento. Así que recuerde mañana actuar como la he aleccionado y después de la indagatoria, regrese a Córdoba, pues si usted permanece aquí, tendré que irme yo».

Y salió de la cocina a la oscuridad, privándome de todo intento de persuadirlo, seguido por Dolores que iba a hablar con Eleuteria, pues necesitábamos de su complicidad.

Casi en seguida Rosendo enganchó los caballos al coche, según instrucciones de Aquino, y Rafaela y Brutus subieron. Rafaela debía cuidar de llevar todo el tiempo las cortinillas cerradas; cuando llegara a Córdoba, soltaría al perro por el portón de mulas y luego iría a hablar con mi padre. Brutus, a quien habíamos aseado, quedaría en libertad más tarde, como si nunca hubiese salido de la casa. Mi padre conocería la misma versión que daríamos al juez.

Se hicieron los trámites pertinentes con la justicia y todo salió tan correcto como si fuera verdad.

El padre Pío llegó a consolarme y me dio la excusa para enterrar rápidamente al muerto, que era cuanto yo ansiaba.

Aquino se había mudado a la sacristía del oratorio y me presenté esa noche a hablarle. Me hizo pasar y se justificó por las sillas rústicas e incómodas. Yo me senté y le aseguré que eran lo bastante cómodas para mí. Había un brasero encendido y una vela corta al lado del libro de oraciones abierto.

«Usted considerará extraño que haya venido a verle… —comencé—, pero me martiriza la idea de haberlo ofendido».

«Usted no puede ofenderme», contestó, y noté que sentía una indiferencia absoluta por mí, así que insistí: «Entonces, ¿cuál es el motivo…?».

«Me molestaron su falta de confianza, sus mentiras para sacarme del medio, su relación con un hombre de la catadura del maestre de campo».

«No puede juzgarme; no sabe por qué tuve que ceder…».

«Imaginemos que él amenazó con matar a don Esteban —y ante mi estupor, se sentó frente a mí, tan fuerte de cuerpo como de espíritu—. No sé por qué motivo, si por conveniencias sociales, de intereses, de familia o de sentimientos, pero usted terminará casada con él. Y como he sabido, en este viaje que tan oportunamente me mandó hacer, que se murmura de nosotros…».

«¿Qué se murmura?», pregunté, sabiendo ya la respuesta.

«Que el infeliz bastardo de don Jerónimo Ordóñez anda por aquí penando, a la espera de que la señora ama decida casarse con él, mientras se hacen apuestas sobre quién será elegido, si el dueño de San Esteban o yo».

Me retiré llorando, no antes de haberle suplicado que me diera más tiempo. Fue inconmovible. Esa fue la última vez que lo vi.

Tuve que regresar a Córdoba y disimular mi desazón. El padre Cándido vino a decirnos que Aquino había solicitado volver al convento: «Pues demasiado —le escribió— he pospuesto los intereses de mi alma por los de otros». Comprendiendo que no iba a cambiar de parecer, me vi en la obligación de hablar con mi padre, que consideró a Esteban como el más perfecto de los administradores.

Rafaela se había enterado de algo que me inquietó: el padre Thomas había andado averiguando dónde y quién compraba las velas para Maderos. El nombre de mi familia había salido a relucir varias veces.

En cuanto al obispo, me mandó mensajes y apremios, así que tomé los cofres de Soto, metí en ellos hasta las medias viejas y la ropa sucia y se lo mandé diciéndole que eso era todo lo que mi marido me había dicho que debía hacer por él.

Antes de que pudiera descargar su ira contra mí, me interné en el convento y así conseguí, con artes y mañas, esquivarlo durante unos meses. Cada vez que pensaba en aquellas ropas hediondas, en los jubones raídos en los sobacos, me venía una risa incontenible.

Internada, recapacité que no era responsable de la muerte de mi esposo, pues él la había provocado con su proceder sin freno: no había muerto por el veneno, sino por los colmillos.

Ya advertí al comienzo de estos desahogos el influjo que tuvo sobre mi vida el libro de las Confesiones. Leía en él ávidamente, deseando hallar una palabra de redención, y siempre daba con alguna frase que me disculpaba teniendo en cuenta las circunstancias que me habían presionado. La frase aquella es la que dice: «Empezaré, mi Dios y Criador mío, declarando que yo ignoro de dónde vine a esta vida miserable, que más que vida es muerte, y dudo qué nombre le cuadre mejor, si el de vida que muere o el de muerte que vive…».

45. De sótanos y de túneles

«Dos monagos vestidos de rojo atraviesan la calle precediendo a un clérigo, cuya casulla llena de dorados se destaca sobre la uniformidad sombría del conjunto… Y en la ciudad somnolienta, que tiene la palidez de un enfermo, parece que todo prolonga la languidez de una agonía».

Manuel Ugarte

Visiones de España

Córdoba del Tucumán

De Epifanía a Pentecostés

Verano - Otoño de 1705

El año comenzó malamente: después de la larga sequía, se desató un temporal que asoló cuanto sembrado había por los alrededores de la ciudad e hizo crecer la Cañada. La inundación no llegó a ser tan grande como la de 1622, que había causado perjuicios en Santo Domingo, arruinado la cárcel y hecho huir a las catalinas para cobijarse, con otros ciudadanos, en las varias propiedades del general don Pedro Luis de Cabrera.

Tampoco fue tan devastadora como la de 1671, que llegó a las cuatro de la mañana, se cobró muchas vidas y obligó a la gente a buscar refugio en la Merced.

Esta crecida, sin embargo, fue lo suficientemente importante como para asustar a todos, que acusaron de desidia a los gobernantes, siendo que unos y otros sólo se acordaban de que debía reforzarse el Calicanto cada vez que los nubarrones se acostaban, como una mujer preñada, sobre las cumbres del oeste, las que encauzarían el agua hacia la ciudad.

De todos modos, se anegaron bodegas y se hundieron barracas que guardaban provisiones, y era lamentable la visión de toneles y cestos empantanados, jamones blancuzcos de moho y huevos podridos como ojos de animales acuáticos que aparecían por las acequias desbordadas. Muchas frutas se agriaban en las huertas y aquellas rústicas tunas, que alimentaban en parte al pobrerío con su frescura, su melaza, sus funciones curativas y de combustible liviano, se reclinaban sobre los tapiales como caballos cansados mientras se pudrían poco a poco con un hedor dulce y penetrante, almibarado, que atraía infinidad de mosquitas.

Las parroquias aumentaron la distribución de sopa de indigentes y leche para los más pequeños, despachadas por los costados de las capillas; los pudientes —si no afloraba en ellos el sentido de la caridad— fueron conminados desde los púlpitos a duplicar las limosnas.

Al final del verano se presentó una leve disentería, que mutó en dolores de cabeza y fuertes calenturas, seguidos por temblores del cuerpo: fueron el preludio de otro mal más temible e impiadoso: el tabardillo pintado, el tifus exantemático que se acompañaba con manchas en la piel parecidas a picaduras de pulgas. Esta enfermedad grave, aguda, continua, solía presentarse caprichosamente, a veces en forma esporádica, a veces a modo de epidemia. Era contagiosa en extremo, atacaba el sistema nervioso y producía alteraciones de la sangre.

El padre Thomas Temple, que observaba con inquietud el desarrollo de la epidemia, consignó en su cuaderno de notas: «Tabardillo pintado: corresponde a las enfermedades infecciosas, graves, con alta fiebre, delirio o postración; aparición de costras negras en la boca y a veces de manchas punteadas en la piel. La gente del pueblo le llama ‘chavalongo’. Suelen producirla los piojos y las pulgas».

El médico sospechaba que había llegado con una gran partida de ropa de Europa, infestada por las alimañas en el largo viaje mercante, donde se paraba en cada puerto, generándose así el fondo de cultivo de las infecciones.

De todos modos, no se sabía llegado desde qué remoto lugar, el temido chavalongo pisó Santiago del Estero, vagabundeó por Catamarca, visitó La Rioja y entró en Córdoba por el noroeste.

Las noticias sobre el curso de su viaje eran tan espaciadas que muchos se esperanzaron en que no avanzaría, que el vigoroso aire azul de las sierras lo detendría, dispersaría sus miasmas, desarmaría su crueldad amasada en tierras más calientes y más bajas.

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