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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (64 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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«La obra de este hermano nuestro —decía el padre Graciano— engendrará hombres libres, hombres que comprendan que el reino no es servidor del príncipe, sino el príncipe servidor del reino». También sostenía, como Martín de Azpilcueta en la España de Felipe III, que «la misma potestad regia no pertenece al rey por derecho natural, sino a la comunidad».

Aquellas ideas seguían siendo transformadoras y, para algunos, revolucionarias; ellas motivaron en parte la persecución del obispo Mercadillo, que nunca pudo probarles nada.

Cuando arreció la peste, el padre Graciano fue mandado a aliviar cuerpos e impartir los últimos sacramentos.

El padre Thomas recordaba la sonrisa gozosa que cruzó con él cuando se dirigía a la ranchería de las Catalinas: el flagelo le había permitido cumplir, aunque a medias, con su porfiada vocación.

Abatido ante su muerte, se llevó una mano a los ojos y poniéndose de pie tomó al discípulo del brazo.

—Vayamos a orar a Nuestra Señora de Monserrat.

—¿Y los apestados? ¿Quedarán sin auxilio? —se inquietó el muchacho.

—Tendrán que esperar; siento que necesitamos un minuto para orar, y es éste, hermano Hansen.

El joven lo siguió, mientras murmuraba:

—Hemos pedido al padre rector que nos permita a nosotros, sus discípulos, amortajarlo…

Las campanas de Santo Domingo doblaron a duelo: uno de sus frailes, también dedicado al cuidado de los enfermos, acababa de morir. Al rato, las campanas de San Francisco les hicieron coro.

Unos días después, el padre Thomas encontró a doña Sebastiana en la calle, sentada en una silla de paja que alguien le había acercado; una criada mulata sostenía un parasol de palma sobre su cabeza. A su lado, en el suelo, se veía una cesta, seguramente de comida, o quizá de remedios. Fue el hermano Hansen quien primero la vio, y se dirigieron hacia ella, interesándose el médico por la salud de don Gualterio.

—Está mejor, porque se ha avenido a seguir vuestros consejos.

Por el rabillo del ojo, el médico atisbó a Rafaela; salía de una vivienda modesta y, al verlo, retrocedió con presteza a la oscuridad del zaguán.

La joven no pareció notar nada; se la veía pálida, con el peinado improlijo, y cansada. Tenía sobre la falda un perrito famélico, con poco de nacido, al que había envuelto con la punta de su pañoleta.

—Ha muerto un angelito, y los padres, a más, están graves. Les traje algunos alivios. Ahora espero que vengan a buscar el cuerpo. Prometí a la madre que cuidaré de que sea bien tratado y enterrado cristianamente.

Levantó con desaliento la cabeza y el sacerdote pudo ver un dolor indecible en sus ojos.

—¡Ah, reverendo padre, qué triste es ser mujer! Tengo para mí que ningún hombre puede sentir sobre su carne el dolor que significa para una mujer el perder un niño. Un niño al que esperó durante tantos meses, acunándolo en el propio cuerpo…

Quizá por ese sentimiento, pensó el sacerdote, ella había dado en recoger huérfanos y cuidarlos en su casa. Muchas familias pobres, al sentir los primeros síntomas del mal, le mandaban sus niños, sabiendo que allí estarían cuidados y alimentados.

Por distraerla, preguntó sobre Aquino.

—No está en la ciudad. Sé por el confesor de mi padre que quería quedarse para ayudar con los enfermos, pero lo mandaron a Mendoza.

No la notó contrariada, y pensó que de alguna manera Dios iba librando el camino de la joven de escollos que podían volverse conflictivos.

Como llegaba el carro que trasladaría el cuerpo del pequeño, se despidieron. La escena, que semejaba un raro sueño, perseguiría al jesuita por siempre: doña Sebastiana sentada en la calle desierta y opaca de polvo; la mulata con el parasol de palma, y el carro con un caballo esquelético —como el corcel del Apocalipsis que sembraba el hambre y la peste—, que se acercaba a paso tardo hacia la vivienda.

Finalmente, el tabardillo decreció, aunque, como sabía cualquier interesado en epidemias, daría vueltas por aquel reino de desolación, murmurando entre dientes y cobrándose algunas víctimas por dos o tres años.

No fueron tocados ni el provisor del obispo, Gabriel Ponce de León, ni el padre provincial, ni el hermano Hansen, ni el padre Thomas. Tampoco don Gualterio.

A pesar de que doña Sebastiana y Rafaela se expusieron, tampoco contrajeron la peste. El resto de la familia se había atrincherado en sus campos, y entre ellos hubo pocos muertos.

Becerra quiso arrastrar a Sebastiana, pero la joven se negó terminantemente a moverse de Córdoba: su padre no soportaría el viaje y ella sentía que debía ayudar con los enfermos. Le pidió que quedara él en Anisacate y la aliviara de aquella preocupación encargándose de la familia y de la gente de Santa Olalla. Don Esteban se resignó a esperar que, en caso de desgracia, un chasqui le llevara noticias de ella y de los que habían quedado en la ciudad, entre otros, Bernardo Osorio, por requerírselo su cargo.

En Alta Gracia murió el hermano Eladio —que suplía su poca ciencia con mucha dedicación y sacrificio—, al mismo tiempo que negros, indios y religiosos, en cantidades tales que el hermano Gartner —maestro tejedor— pidió salir de la estancia «por no tener gente para su obraje». Tampoco pudo juntarla en la de Santa Catalina, donde la mortandad de negros había sido muy grande.

En Santa Olalla, debido a su apartamiento de centros urbanos y a que se abastecían a sí mismos, murieron sólo tres trabajadores y lejos de allí, contagiados seguramente entre sus parientes, a quienes habían ido a auxiliar.

Desde que llegó el rumor, por tras la sierra, de que había tabardillo en La Rioja, Becerra ordenó que nadie entrara ni saliera de San Esteban ni de Santa Olalla, que se consumiera sólo lo que ellos producían y que, hasta que amenguara el mal, se privaran de las cosas que adquirían en la estancia jesuítica y en las poblaciones cercanas.

Un día descubrió que un peón se encontraba con una morena de la ranchería a escondidas de los misioneros, y a punta de arcabuz lo obligó a alejarse de San Esteban. Como tenía familia que quiso seguirlo, marcharon hacia el sur, hacia Los Jagüeles, que de allí eran. La morena tentadora murió poco después; nunca supieron qué fue del enamorado y sus parientes.

Pero en Córdoba, cuando ya prácticamente no había víctimas entre los enfermos, el padre Thomas se sobresaltó al ser llamado en la siesta, mientras se reponía de una jornada de casi veinte horas.

—Es doña Sebastiana —dijo el hermano Hansen—. Isaías dice que muere.

«No era, entonces, el gorrión elegido», pensó el médico con amargura: Dios la había señalado para llevársela cuando ya su misión había terminado, después de ayudar a enfermos, enterrar criaturas y adoptar niños y animales desamparados.

«Pero esos niños aún la necesitan; debe vivir —y se encontró rogando—: Señor, déjala vivir. Demasiado ha sufrido. Que pueda criar a otros niños ya que le fue negado criar el suyo».

Cuando entró en la casa, encontró a don Gualterio arrodillado al lado de la cama de la joven, llorando desconsoladamente. Por los patios, Rafaela gemía al cielo, los brazos levantados, tropezando en una salmodia incomprensible, y por primera vez comprendió que quizá la mujer no estuviera rezando al Diablo, sino simplemente rogando a Dios en su lengua natal.

La pieza había sido ahumada y se mantenían las ventanas y los postigos cerrados. Frente a la cama, en un altar improvisado, vio el famoso Cristo del Chavalongo que pertenecía a los Osorio: don Bernardo, al saber a su sobrina enferma, lo había mandado con uno de los criados, pues él convalecía después de haber estado en las puertas de la muerte. Su curación, que parecía milagrosa, se le adjudicaba a aquella imagen que solía encabezar las procesiones para rogar por el cese de la epidemia. Se tenía mucha fe en ella, una fe que se asentaba en el hecho irrecusable de que ningún miembro de la familia a la cual pertenecía desde el siglo anterior había muerto de peste.

El padre Thomas ya había visto la imagen, pero lo mismo le impresionó la trampilla de cuero sobre el vientre del Salvador, que al abrirse mostraba los intestinos recogidos.

Don Gualterio se había puesto de pie y balbuceaba algo, y alcanzó a entender que doña Sebastiana quería que se llamase a don Esteban.

Le prometió encargarse de eso, lo sacó del dormitorio y se acercó a la cama. La belleza de la joven parecía haberse desvanecido. Tenía los labios agrietados de fiebre, el pelo enmarañado y la piel estirada sobre los huesos; en el cuello, florecía el punteado rojo que distinguía a la enfermedad.

Era evidente que la peste se había reclinado junto a ella, boca sobre boca, para derramar el veneno del aliento, inficionando al corazón. La juntura de los labios ya presentaba las escaras negras.

47. De ciertos textos antiguos

«Si se discierne que tal acción es más segura pero se siente inclinado por seguir tal otra, menos segura, aunque menos penosa, se puede escoger ésta, con la condición de que esté permitida. Así, la opinión probable ajenase sustituye lícitamente, en la conciencia del sujeto que actúa, a la propia opinión espontánea».

Alain Guillermou

San Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

Córdoba del Tucumán

Después de Pentecostés

Invierno de 1705

El padre Thomas se enderezó después de observar con preocupación los indicios del mal, calculando el tiempo que se necesitaba para la aparición de los síntomas. ¿Cuánto hacía que estaba enferma? Salió al corredor y se dirigió a Isaías, que era el único que conservaba la cabeza.

—Dos o tres días —reconoció él—. Rafaela pensó que podía curarla; por eso demoró en pedir auxilio. Creo… —y vaciló— que teme que la joven pueda decir algo en el delirio… —la justificó.

Y como el padre Thomas, sin entender, había levantado una ceja, explicó:

—Alguna confesión, algún secreto indigno…

—No hay secreto que merezca que por él se sepulte a una mujer joven y valerosa —se exasperó.

—Habría que preguntarse —dijo el otro, con reserva— si la joven mujer querría vivir una vez develado lo que debía seguir oculto.

Inquieto, regresó al dormitorio, pidió a Belarmina que se quedara, a Porita que se encargara de mandar un jinete a Anisacate por Becerra y cerró después la puerta tras de sí.

Se sentó al lado de la enferma, a orar para que el Señor le mandara entendimiento para salvarla. Una vez tranquilizado, la llamó con varias entonaciones: inquisitivas, animosas, imperativas, afectuosas. Ella finalmente parpadeó y volvió el rostro hacia él.

—Esto se acaba… —jadeó—. Es mejor así.

El médico le dijo unas palabras de reconvención y le preguntó por sus síntomas.

Animándose, la joven le rogó:

—Haga que se lleven los niños al campo; temo que se contagien —y pasó a describir someramente las manifestaciones del mal.

—Saldrá adelante —le aseguró él, pensando en cómo revertir el daño que la enfermedad ya había hecho a su sistema nervioso. Detestaba las sangrías, pero necesitaba observar el color y el grosor de la sangre.

Sin pensar en lo que pudiera decirse, hizo lo que había querido hacer desde el día en que la encontró atada como un animal a la cama: apartó los cabellos de la frente que ardía, pidió a Belarmina un paño húmedo y se lo pasó por rostro, cuello y brazos; tomó después sus manos y con delicadeza, pues debía tener doloridos los nervios, se las limpió como lo haría con un niño. Ayudó a enderezarla y el hermano Hansen le dio de beber.

—Hay que mandar por agua de Saldán —dijo a la mujer, que asentía entre sollozos.

La joven se estaba dejando morir; ya la había visto en ese estado de indiferencia hacia su cuerpo y sus males cuando había perdido el hijo. «¡Cuando le mataron a su hijo!», reconoció con un grito interior: alguna vez había que decirlo.

Comprendió que necesitaba encontrar un motivo para que ella deseara vivir. En Santa Olalla, fue la alusión que hizo a la hermana Sofronia y al estudio de las hierbas, pero intuía que ya de hierbas sabía casi cuanto quería saber, y eso no le depararía un pretexto que congregara las fuerzas espirituales y corporales para oponerse a la enfermedad.

Con disgusto, pidió a su ayudante que preparara las cosas para hacerle una pequeña sangría.

Ella dio un gran suspiro. «Me condenaré… —murmuró, y después—: Es muy larga la Eternidad». Y volvió a pedir por don Esteban.

Afuera se oyó un grito lastimoso. Era uno de los huérfanos a quien apartaron con firmeza de la puerta.

Se volvió hacia ella y le echó en cara:

—Un niño ha llorado porque la necesita. Nadie más puede consolarlo, nadie lo criará como usted. Si muere en esta pieza, él sentirá por el resto de su vida la falta de una madre. Perder dos veces a una madre es demasiado para un niño.

Los ojos, bajo los párpados, temblaron. Vio que sus labios se entreabrían como si quisiera decir algo. Vio que su mano se aferraba a la manta como si quisiera amarrarse a la tierra.

Él se acercó a la consola a buscar nuevamente agua, y entonces, en un segundo, todas sus sospechas se confirmaron. Ya no tendría que seguir pensando en la pregunta clave, la que haría hablar a Isaías y desenredaría el enigma.

Temblando, puso la mano sobre unos libros muy antiguos que estaban casi escondidos bajo un manojo de romero. Eran los textos perdidos, el Anazarbeo, el Laguna, el Kratevas…

Con la vista nublada, levantó el de arriba y, a la luz de las velas que iluminaban la patética imagen del Cristo del Chavalongo, vio sobre las tapas de cuero envejecido, de un ocre macilento, unas manchas de cera azul. Sus dedos perdieron fuerza y el libro cayó al suelo. Temblando, se volvió hacia el hermano Hansen.

—Vaya hasta la botica y traiga romaza colorada; tendremos que corregirle la sangre —le ordenó.

Luego arrimó un banco al lecho y tomando el pulso de la enferma, le preguntó en voz baja:

—¿Cuánto hace que no se confiesa?

Ella le volvió la espalda.

—Mucho tiempo.

—Es imperativo hacerlo ahora.

—¡Ah —se burló la joven—; es usted más sacerdote que médico!

—Hablemos en latín —la urgió, desesperado.

Ella siguió mirando la pared y de pronto, trabajosamente, con grandes espacios en blanco, con enormes silencios, comenzó sus confesiones.

Lo primero que dijo lo desconcertó, hasta que reconoció las palabras de San Agustín: «¿Qué tengo, pues, que ver yo con los hombres, para que oigan mis confesiones, como si hubiesen de curar ellos todas mis dolencias?».

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