El jardín de los venenos (30 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Buscó un pañuelo y se lo pasó por la cara. Al ver la sangre que brillaba a la luz de la palmatoria, se juró: «Algún día la entregaré a la justicia. Voy a encontrar la forma de salir bien librado, y estaré al pie de la horca para que mi rostro sea lo último que vea».

Días más tarde, tal como le había advertido el estudiante, él y el maestre de campo llegaron a la casa de los Zúñiga. Era poco antes del toque de campanas y los hicieron pasar al patio de honor. Soto vestía uno de los trajes aún no pagado; Maderos se había soltado la trenza para ocultar, en lo posible, los rasguños que le cruzaban la mejilla.

Allí se encontraban las jóvenes sobrinas de don Esteban, algunas hermanas de éste, doña Sebastiana y varias esclavas, todas sentadas sobre esteras de esparto. Las acompañaba don Marcio Núñez del Prado, acomodado en un sillón frailero; con el bastidor en la mano, se dedicaba a rehacer, con hilo de oro, un emblema eucarístico.

Habían extendido en el centro las antiguas vestiduras de culto que les habían enviado las Catalinas, y se dedicaban a restaurar las raídas casullas, a cambiar el cordel desdorado y a renovar las orlas tiñosas.

Aquel trabajo se consideraba exculpatorio; cada puntada con que se reparaban ropas sacerdotales, vestuario de vírgenes y santos, la mantelería del oficio divino, aseguraba diversas indulgencias.

Un resplandor extraño, con atisbos de tormenta, bañaba las tejas que verdeaban de antigüedad, y un inquietante claroscuro entraba por la ventana del cuarto-oratorio de don Gualterio, donde se veía la sombra del hidalgo ir y venir con el Libro de Horas en la mano.

Algo con reminiscencias sagradas tocó a los recién llegados, estremeciéndolos.

«¡Ah, Fortuna, dame esta mujer y esta casa!», rogó Lope de Soto.

Le fue ofrecido asiento y Sebastiana, con ambigua amabilidad, le hizo dos o tres preguntas.

Incómodo ante las miradas sesgadas de las chiquillas, tentado por los provocativos ojos de las negras, se vio ignorado por las señoras y don Marcio, que no se mostraba tan cordial como otras veces.

«Bien entiendo; quieren espantarme para dar mejor cabida a don Esteban», pensó.

A poco se ocultó el sol; una campana solitaria que llamó al ángelus pareció despertar todos los campanarios: las parroquias, hasta las más lejanas, se hicieron oír y el aire se volvió de cristal mientras los repiques caían en cascada.

Sebastiana se puso de rodillas: «El Ángel del Señor anunció a María…», comenzó, y las mujeres respondieron: «Y concibió por obra del Espíritu Santo».

Los recién llegados se apresuraron a plegarse a la oración, el maestre de campo con una rodilla en tierra y la mano sobre el pecho.

Don Marcio usó el almohadón postratorio que le alcanzó una negrita y aceptó la mano de Belarmina para hincarse al iniciar el «Dios te salve, María».

Soto contempló el cielo donde el aire, como azuzado por el bronce de los badajos, se volvió borrascoso, con nubes doradas y negrísimas que se atropellaban sobre el lienzo del firmamento.

Las ventanas que daban a la calle dejaron entrar una bocanada de silencio, pues todo el mundo se había recogido ante el resuello de la tormenta, deseada por la seca que los atormentaba, pero temida porque el torrente de la Cañada que atravesaba la ciudad era casi siempre devastador.

De pronto, sin un trueno, una lluvia torrencial cayó sobre los devotos.

Las mujeres, falseada la voz y tropezando con la plegaria, miraron a Sebastiana; ella continuó de rodillas, palma sobre palma, dedo contra dedo, y nadie se atrevió a retirarse, salvo las negras que alzaron el ropaje sagrado y lo resguardaron en el corredor. Don Marcio, juicioso, ya había ordenado a las criadas que trasladaran el sillón y el cojín bajo los arcos. De todos modos, la luz del día ya no alcanzaba para continuar con la labor.

Soto se puso de pie, se tomó la muñeca izquierda con la mano derecha y maldijo en silencio mientras el agua se le escurría por la espalda, bajo la ropa.

Se rezó por tres veces el «Oremus» y recién pudieron ponerse a salvo. No parecía que el aguacero fuera a detenerse.

El maestre de campo se resignó a partir bajo la lluvia, pues no siendo amigo de confianza de los Zúñiga, la hora le imposibilitaba demorarse; don Gualterio, haciendo como que no sabía que estaba allí, había cerrado la puerta del cuarto con la delicadeza de un soplo.

El estudiante y su amo, como candelas al viento, dejaron la casa sumida en penumbras. Primero sintieron una rara congoja, luego un más raro sentimiento de pérdida. La joven, su familia y sus criados, las paredes y las riquezas, los apellidos y el linaje resumían para ellos un patrimonio que deseaban con avidez, el milagro que solamente América podía concederles.

23. De textos y aparecidos

«El carnaval en Indias, al igual que en el Viejo Continente, comenzaba el domingo anterior a la Cuaresma, que se iniciaba el miércoles de Ceniza. La población lo aprovechaba con gran entusiasmo, porque después les aguardaban 40 días de recogimiento y penitencia».

Ángel López Cantos

Juegos, fiestas y diversiones en la América española

Anisacate

Tiempo de Ceniza

Verano de 1703

La lluvia, que había ilusionado a tantos, trajo más suciedad que beneficio, pues dejó chorreras marrones por las paredes y salpicaduras moteadas sobre puertas y zócalos.

Con lo que podía llamarse buen tiempo, los Zúñiga, Becerra, sus sobrinas y doña Saturnina, además de Marcio Núñez del Prado, partieron para Anisacate.

Las jóvenes no hicieron problema por viajar en carreta junto con las esclavas, mientras los mayores y Sebastiana se acomodaban en la carroza. Becerra iba a caballo, impaciente por llegar y mostrarles la construcción.

Después de varias horas de viaje, a la entrada de los campos de El Alto, hizo detener los vehículos y los instó a apreciar la perspectiva del caserío a la distancia.

Los viajeros alabaron cuanto veían, y las jóvenes pidieron recorrer a pie el campo que separaba el otero de la casa, y como la misma Sebastiana quiso unirse a ellos, Becerra ordenó que le cedieran un caballo.

Cuando pretendió tomarla de la cintura para que bajara del coche, ella se apresuró a descender por sí misma y cuando la alzó para que se acomodara a mujeriegas sobre el apero, sintió que el cuerpo se le envaraba.

Si esperaba algo de su compañía, no lo obtuvo, pues la joven parecía más interesada en lo que la rodeaba que en su conversación. Desmontó frente a la capilla sin esperar que él acudiera; recogiéndose las faldas y sosteniéndose el pelo que el viento alborotaba, su mirada recorrió el frente, la escalera, la galería, la ventana barroca, la veleta del campanario, el cobijo del oratorio…

Con un nudo en la garganta, él señaló:

—Por allá pasará la acequia.

Ella sonrió como si lo escuchara sólo por urbanidad. Cuando volteó la cabeza hacia el poniente, él pudo ver sobre su mano unas manchas cárdenas, y le tomó la muñeca para observarlas.

La reacción de ella fue desmedida; la sangre se le fue del rostro e intentó liberarse con brusquedad.

Estaban solos, los peones todavía en el valle escoltando a las jóvenes que venían a pie, el coche y la carreta aun más lejos. Ni los perros habían aparecido. El único sonido venía del chirrido de la veleta y la respiración de ellos dos.

Becerra no entendía por qué no podía soltarla, pero no era por capricho, sino por contenerla. Sebastiana temblaba y ni siquiera era capaz de pronunciar una palabra.

—Nunca te haría daño —dijo él en tono afectuoso, y su voz la hizo reaccionar.

—Déjeme.

Don Esteban aflojó la presión de los dedos.

—No era mi intención molestarte. Me llamó la atención…

—¡Suélteme! —exigió ella.

Becerra luchó con el deseo de imponerse, pero algo le dijo que aquella reacción no era una ocurrencia de señorita remilgada, que algo malo le pasaba. Murmuró «perdóname» y la liberó.

Sebastiana le dio la espalda y se distanció unos pasos mientras se masajeaba la muñeca. Se apoyó en el pretil, muda, trastornada, destrozando una flor que se había agachado a recoger. No ofreció ninguna explicación y Becerra no se atrevió a preguntar.

En silencio, tomó los caballos por la brida y los llevó hasta el bebedero. «El padre Thomas tenía razón. No soporta que la toquen».

Cuando llegaron los coches, doña Saturnina se sintió defraudada al ver a Sebastiana sentada en los escalones y a Esteban alejándose con la jauría. Una idea acudió a mejorarle el humor: «Quizás estén disimulando. Ella se ve despeinada, él parece molesto, pero bien le está; no pensará que Tianita se dejará besar al primer amague».

La sacaron del coche a los tirones y, aún sostenida por su primo Marcio y una de las criadas, levantó la vista. La belleza del lugar se le impuso y sintió que aquella construcción gritaba que un hombre la había hecho con amor, por amor a una mujer.

Volvió a mirar a su sobrina y supo que la casa la había tocado, que después de verla, la joven no podía tener dudas de lo que esperaba Esteban de ella.

A poco se tendieron las mesas bajo el parral y, después de comer, se retiraron a dormir la siesta en catres y colchones.

Esa tarde, Becerra salió a recorrer los «puestos» y las visitas se reunieron en el patio grande: las jóvenes jugando a perseguirse, deteniéndose a respirar y a ajustarse las cintas del pelo que se les habían aflojado.

En sillones de mimbre, don Gualterio meditaba con el Kempis en la mano en tanto doña Saturnina y don Marcio, embebidos en sus labores, se entretenían hablando del pobre al que habían socorrido, de las recompensas que habían distribuido entre los criados y de las cofradías a las que pertenecían.

Sebastiana prefirió dar una caminata y mientras paseaba, imaginó enredaderas cubriendo las columnas, una fuente con lirios acuáticos, los geranios arrimados a las paredes, con sus hojas ásperas y olorosas, de las cuales solía fabricar una crema de color verdoso y perfume silvestre.

Suspiró por volver a Santa Olalla, a pesar de que no era en aquel lugar, sino en éste, donde estaba a salvo. Aquí no merodeaba el fantasma de Julián, ni podía llegar el maestre de campo a imponerle su presencia y Maderos no se atrevería a mirarla como si fueran cómplices, porque Becerra les imponía respeto.

Todavía confusa sobre lo que sentía por éste, se impacientó contra sí misma. «¿Cómo casarme, si no tolero que me toquen?». Aun así, era posible que pudiera manipular su voluntad para que la protegiera. No le resultaría difícil; había nacido con el don de la seducción y sólo doña Alda, en vida, había podido desbaratar sus ardides.

«Si fuera por mí, me quedaría en Santa Olalla con Aquino, que es incapaz de exigirme lo que no quiero dar —se dijo—. Con él puedo ser franca; él sabe de mí cosas que no me atrevería a poner en palabras». Y aun así no la juzgaba, la entendía como no podría entenderla ningún otro hombre que pasara por su vida.

Despojado de la seguridad social que sostenía inconscientemente a su tío, Aquino tenía un sostén más vigoroso: el del hombre que se vale por sí mismo, que no espera nada de la clase a la que debió pertenecer y a la que, en última instancia, pertenecía por tardío reconocimiento.

Pensó que debía ser cuidadosa y no dejar traslucir lo que deseaba; ya el padre Pío le había soltado algunas alusiones y el padre Thomas, más discreto, observaba detenidamente los modos de Aquino cuando estaba en su presencia. Y ni qué decir de tía Saturnina. No habría forma de engañarla; desconfiaba de Aquino, desconfiaba de las mujeres en general y no le gustaba la intimidad que prestaba una casa donde la presencia del marido había desaparecido.

Desechando el dilema, Sebastiana advirtió que Esteban había respetado molles, algarrobos, viejos frutales, talas, uñas de gato, cocos, aromos intensamente perfumados y duraznillos hediondos.

Llegó en su caminata hasta unas ruinosas paredes de adobe, de la época en que Juan de Burgos había concedido mercedes de tierras, dentro de las cuales se enseñoreaba la «lagaña de perro» —la poinciana de la hermana Sofronia— con flores malolientes pero extrañamente hermosas. Sus botones eran tan tóxicos que atacaban gravemente los nervios. «Y si no matan de por sí —le había advertido la religiosa—, nublan tan largamente el corazón que llevan muchas veces al suicidio a quien los ingiera».

Pensó que Esteban tendría que contratar mujeres para la cocina y aquello, se sonrió, si conocía en algo a los hombres, terminaría trayéndole problemas e hijos ilegítimos.

A pesar de la sequía, en las hondonadas y al reparo de las grandes piedras crecían helechos, líquenes y un atisbo de musgo.

A medida que se alejaba de la casa, el terreno descendía y se volvía más agreste, los árboles más viejos y más altos. Bajo algunos de ellos o sobre troncos caídos y engangrenados, setas extrañas —unas leñosas y rojas, otras pálidas como gusanos, las más terrosas y amarillas—, aparecidas después de la neblina pegajosa que no llegó a ser lluvia, ponían una nota de cuento antiguo en el paisaje que se desperezaba hacia los cuatro puntos cardinales. ¡Qué pacífico y sereno se veía todo si uno ignoraba aquellas plantas misteriosas, que tomaban vida de la descomposición de otras, que eran por igual fuente de alivio, camino de alucinaciones e instrumento de muerte!

Dio la espalda al sur y se internó entre los árboles. Había recogido flores silvestres y en un rapto extraño a su naturaleza, se soltó el pelo y lo trenzó con ellas.

Aunque desde el naciente venía la oscuridad, se sentó en el suelo, la falda llena de pétalos, a contemplar los terrenos del bajo y el resplandor del río exangüe que sin un sonido se desplazaba bajo los árboles de la ribera.

Multiplicado en las quebradas de piedra, monte arriba, se oyó el reclamo de un puma en celo rompiendo el misticismo de la hora con su anhelante ronquido.

Era una propiedad inmensa; en comparación, Santa Olalla era recogida, contenida entre adobes y piedras, huertas y árboles. De niña, no la dejaban alejarse de la casa; de grande, raras veces merodeaba fuera de las rejas que sellaban la entrada.

Cayó el crepúsculo y la ausencia de campana para llamar a las plegarias fue sustituida por un vigoroso cencerreo.

Llena de congoja —las primeras sombras le recordaban sus pérdidas—, se recostó sobre la tierra olorosa, pensando en su hijo. ¡Faltaba tan poco para el aniversario de su muerte!

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