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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (26 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Maese Lope —susurró el estudiante cuando hubieron cerrado la puerta que los separaba de los otros—. Hay algo en el aire.

Él prestó atención, pues sabía que Maderos no era tonto.

—¿No será… —y el muchacho dejó pesar la malevolencia antes de agregar— que Aquino mató a don Julián?

—Deliras —respondió su patrón—; ¿qué arte o parte tiene que ver ese hombre en todo esto?

—No es la primera vez que el resentimiento y la codicia…

—¿Resentimiento, codicia? ¡Por Cristo, estas tierras de ningún modo hubieran llegado a ser del mayordomo!

—Por la mujer de Urías mató el rey David…

El maestre de campo tomó al estudiante del cuello arrojándolo del catre.

—Eso, ni en tus pensamientos —dijo con fiereza, plantándole los dedos en la cara y empujándolo hacia el suelo.

—No, si de la señora no lo pienso —lo calmó Maderos, viendo que iba por buen camino—. Quizás el hombre se conforme con servirla como perro guardián. ¿Cómo puede impedir ella que la ame?

—Estuvo por meterse a fraile.

—Yo me preguntaría por qué no lo hizo.

Después de rumiar aquellos argumentos, Soto aclaró:

—Si es como sospechas, que él tuvo algo que ver con la muerte de Ordóñez…

—Y la desaparición de la india. Yo creo que ambas cosas van juntas, puesto que juntas han despejado el camino al mejor vivir de la señora.

—Poco me importan indias y mestizos, pero por lo de don Julián, habría que llevarlo a la justicia.

—¿Y enlodar el nombre de la mujer con la cual usted podría casarse? Más de un malvado dirá que ella lo azuzó.

—¿Entonces…?

—Lo más práctico sería sacarlo a perpetuidad del medio.

El maestre de campo lo pensó unos segundos.

—Sea —barbotó—, pero después de casarme con ella.

—Habría que prevenir que no impida la boda. Ya ve usted lo de hoy, cuando le recriminó sobre la ley de hospitalidad. Podría convencer a la señora de que haga una denuncia…

Maderos volvió al catre y, sonriendo en la oscuridad, acomodó las mantas.

—Hasta resolver el dilema, hemos de encubrir el pensamiento. Si él fue artífice del fin de don Julián y de la india, es de cuidado, tanto por las luces con que lo pergeñó como por la frialdad con que lo ejecutó y burló a los ujieres.

Lope de Soto perdió el sueño a pesar del cansancio; por primera vez, y a través de las palabras del estudiante, tenía un plan que le aflojaba el manojo de disconformidades que le emperraba la existencia.

Maderos, en cambio, se dejó acunar por las expectativas de los dones que le llegarían por mano de doña Sebastiana. «Mucho te va a costar la cena de hoy. Llegarás a desear que tu marido no hubiera muerto», fue la promesa con que se durmió.

En los fogones, mientras las más jóvenes terminaban de limpiar, Dolores y Rafaela, sentadas lejos del resplandor de los candiles, tomaban mate mientras la india supervisaba el trabajo.

Las dos mujeres hablaban en voz baja sobre la mujer acusada de artes diabólicas que, desde hacía días, era el comentario de los lugareños.

—Dicen que era de oír cómo se quejaba la negra; le han sacado de la boca, de los párpados de los ojos, de los oídos, de los agujeros de las narices y de otras partes mejor no nombre, unas espinas de hasta de cuatro y cinco dedos de largo… El Norberto Ledesma fue a asistirla, y dijo que la mujer estaba en su enterito juicio, pero que veía a la bruja dándole vueltas, y que le ponía ataditos de espinas y de trapitos en el cuerpo; y cuando buscaban, los hallaban, sin que nadie más que la infeliz pudiera ver a la malvada.

—¿Y qué le habrá hecho la negra para que Pascuala se tome esa venganza? —preguntó Rafaela.

—Nadie sabe; pero se me hace que le andaba arrastrando el ala al hijo de la india, y no querría ella, pues, que se le desgracie el muchacho casándose con un negra que a más, cuando tuvieran hijos, serían esclavos… Porque así me dijo Aquino: hijo de esclava hembra, nace esclavo por más que el padre sea libre o español.

Pensando en Rosendo, Dolores rascó la madera de la mesa.

—No sé; una por los hijos hace cualquier cosa.

—¡Qué verdad! —susurró Rafaela—. Ese debe ser pecado que Dios perdona, porque las madres están para eso, para proteger a sus hijos…

Permanecieron inmersas en el ruido de la vajilla, de las protestas y risas de las muchachas.

De pronto, sobresaltándolas, un lechuzón entró por la puerta levantando el griterío de todas.

—¡No miren, no miren! —les advirtió Dolores, porque era de mal agüero encarar a aquel pájaro, pero Rafaela se puso de pie impulsivamente y tomando un atizador, intentó voltearlo.

—¡No! —gritó Dolores, manoteándole la muñeca—. ¡Puede ser el alma de la Eleuteria que ha venido a vichar!

—¡Con más razón he de matarla! —forcejeó Rafaela.

El pájaro planeó una vez sobre ellas, dos por la habitación, y ante el silencio aterrado de las agachadas —que se protegían las cabezas con brazos y delantales— escapó guiado por la corriente de aire del respiradero del techo.

Mientras se enderezaban, se oyó decir a Carmela: «Entón, ¿será que la Eleuteria tá muerta?».

Con la voz sostenida en un solo temblor, había expresado las sospechas de muchos.

20. De los motivos de las mujeres para casarse

«Entre las iglesias y capillas que han llegado a nuestros días puede seguirse, paso a paso, la evolución y enriquecimiento de las formas constructivas y se percibe… la colaboración del aborigen, no sólo como obrero que cumple directivas, sino como artífice que deja huellas inconfundibles de su modalidad y estilo».

Antonio Lascano González

Monumentos religiosos de Córdoba Colonial

Anisacate - Córdoba

Tiempo de Navidad

Verano de 1703

Becerra dejó que sus hombres se adelantaran y antes de iniciar el descenso hacia Córdoba, se detuvo al borde de la cima. Adelante, en el último oeste, el cordón montañoso ganaba altura y podía distinguir la tierra de los Garay, con sus abruptos potreros de encerrada, el río Espinillo y el arroyo llamado «de los morenos» cruzándola de través. Ahora eran hilos de agua, pues una sequía obstinada, de varios años, había menguado hasta el flujo del río.

A mitad de camino entre la sierra y el llano, se levantaba su nueva casa. Se habían aprovechado tapiales del primer fundo y el emplazamiento armonizaba con una región que le despertaba un fuerte sentido de pertenencia. Altas sierras circundaban una llanura angosta donde se asentaba el edificio; algunas eran escarpadas y boscosas, otras serenas y apacibles, todas eran rocosas.

El río Anisacate corría sobre un fondo de arena y piedra; estaba lo bastante lejos para que durante la época de crecida no lo molestara, pero lo suficientemente cerca para abrevar el ganado y facilitar los pozos surgentes.

El diseño arquitectónico del hermano alarife era sobrio y hermoso. El padre Thomas, al visitar la obra, le dijo con genuina admiración:

—Su casa posee una armonía singular, no creo encontrar otra semejante en ningún lugar del mundo.

Y Becerra se sintió feliz pues el jesuita no la alabó por monumental o costosa, sino por su belleza, llena de fuerza y sencillez. Satisfecho con ella, se preguntó cómo pudo vivir anteriormente en la incómoda precariedad de las taperas.

El cuerpo principal de la construcción terminaba en unos escalones que daban a una explanada —invención del arquitecto— contenida por un pretil de setenta centímetros de altura. La última habitación abría hacia allí una ventana suavemente barroca, por la que se podía contemplar, debido a la elevación del terreno, el río, sus márgenes, las arboledas que lo denunciaban y las buenas tierras de labranza que se estiraban hacia el bajo. Al otro extremo, una galería alta con asientos de mampostería formaba un mirador que llamaba a la contemplación del paisaje que contenía, como entre dos manos ahuecadas, la estancia.

Pegado a aquel corredor sobresalía el oratorio, con coro alto y sacristía. La nave, en el frente exterior, tenía un cobijo de arcos gruesos que reparaba de la lluvia o del sol excesivo. Las campanas aún no habían sido traídas de la fundición que los jesuitas tenían en Alta Gracia; se colocarían en la torre —levantada del lado en que se leía la Epístola—, a la que se llegaba por una escalera externa que comunicaba con el coro. El oratorio tenía dos cruces: la del frontis y la de la torre, que era veleta.

La nave terminaba en un retablo de madera tallado y pintado por los indios de Alta Gracia; el padre tallador le había recomendado a uno de sus discípulos y la orden había tasado apreciativamente la paga del artesano.

El confesionario y la balaustrada del coro tendrían que esperar pues los carpinteros de la Compañía tenían muchos encargos y estaban atrasados.

Cruzó la pierna sobre la montura mientras pensaba en conseguir cuadros e imágenes religiosas, especialmente la del santo patrono, San Esteban.

A la izquierda, contempló las tierras de Calamuchita que se abrían paso entre las sierras, iluminadas por la magia del amanecer de verano. El canto de los pájaros había llegado a su máxima intensidad y él, con un movimiento de muñeca y una suave presión de las rodillas, hizo que el caballo diera media vuelta para encarar el camino que costeaba Alta Gracia.

Quería amueblar San Esteban; aunque el año no había sido bueno, tenía el dinero de la venta de mulas y de hacienda y según avanzaran los meses, terminaría de mejorar lo que quedaba pendiente. Al aljibe se le había colocado el brocal de mármol verde con nervaduras de oro, y siempre que recorría el patio pensaba en cuánto le gustaban a Sebastiana las plantas y las flores, y cómo embellecería aquel lugar con su ingenio.

Lo animaba el deseo de que viera la casa que podría ser su hogar, que tomara decisiones y se encaprichara, incluso, con cosas que él no aprobaba. «Le concederé lo que me pida», suspiró.

La habitación que daba al pretil —la de la bonita ventana— la construyó después de la muerte de Julián, con la intención no expresada de que fuera de ella —si aceptaba casarse—, para que pudiera refugiarse, estudiar, leer, hacer labores o lo que se le antojara. Encargaría dos bibliotecas de madera del Paraguay, o las compraría a alguna de las órdenes; recordaba que había visto en el Monserrat hermosos armarios con cerraduras de bronce y puertas encristaladas, y otros, menos adustos pero igualmente hermosos, en San Francisco. Y si Sebastiana quisiese aprender música, ya vería de conseguir una espineta-clavicordia como la de la Reducción de Yapeyú, según había oído, traída de Alemania por el padre Sepp. Quizás el padre Lope de Melo o alguno de sus discípulos se avinieran a enseñarle las primeras notas.

Él intentaría escribir, posiblemente sobre la historia y la genealogía de su familia en España y en América; al igual que a Marcio Núñez del Prado, le gustaba desentrañar linajes.

Pero si las cosas no salían como él quería, continuaría soltero y armaría en aquella pieza su librero, una habitación de complacencias secretas, dominio de la poesía, la meditación, la filosofía, las comedias y los viejos romances… Un lugar adonde no llegara el Santo Oficio.

Con malhumor, recordó su reacción al destruir los libros antes de que los examinaran. «Mejor quemados que en manos de esas rémoras del obscurantismo», se ofuscó. Conseguiría otros, pero… «mis notas, las que me recordaban la emoción con que los leí por primera vez, las que me ayudaban a reflexionar, las que ponían un llamado de atención sobre trozos de lectura que me parecían excepcionales… ésas son perdidas», pensó esta vez con amargura.

Si Sebastiana aceptaba, que fuera aquél un lugar de gracia por donde mirar al jardín de desniveles, donde ella cultivaría sus flores y sus plantas de olor. Le construiría una acequia para que el sonido del agua la entretuviera, y un pilón de piedra sapo para que los pájaros bebieran a su vista. Allí gozaría de la serenidad que se merecía, permitiéndole trabajar en amor y alegría, recuperar el candor…

Quizá para la primavera, cumplido el año de viudez, Sebastiana se mostrara más accesible. No deseaba imponerle su presencia, pero una inquietud dolorosa lo mantenía alerta. Doña Saturnina le había dicho que si se descuidaba, su sobrina se casaría con otro, y Marcio Núñez del Prado, muy en familia, comentó que al parecer Lope de Soto tenía sus esperanzas. Recordando las veces que la joven había permitido al maestre de campo escoltarla, acompañarla y hasta recibirla en sus brazos por algún desmayo, llegó a la inquietante consideración de que quizás ella no mirara con tan malos ojos a aquel hombre.

Que hubiera sido amante de Alda y ahora pretendiera desposar a Sebastiana le repugnaba como si de incesto se tratara, y no hallaba cómo hacerle conocer la infamia de su madre y de su potencial pretendiente sin ofenderla.

Aquel día regresaba a Córdoba para hablar nuevamente con el padre Thomas, amén de ver si estaban bien las mujeres de la familia y discutir con doña Saturnina sus proyectos.

Cuando llegó a la casa solariega, sus sobrinas salieron a recibirlo con exclamaciones de alegría; lo primero que le dijeron fue que Sebastiana estaba en la ciudad.

Desde que Sebastiana llegó de Santa Olalla, Lope de Soto, que venía cortejando a don Gualterio con atenciones que el caballero apenas toleraba, no demoró en presentarse en la casa de los Zúñiga.

La joven lo había evitado varias veces, pero llegó el día en que él, con disimulada prepotencia, apartó a la criada y entró hasta los corredores, dirigiéndose a la sala donde don Gualterio y su hija estaban entretenidos, él en traducir del castellano antiguo un pergamino agujereado, ella en una labor de pasamanería.

Fue el perrito de la joven el que alertó a Brutus con su agudo ladrido; el mastín se enderezó desde los pies del amo, y con un gruñido sordo lo recordó como intruso.

Al levantar la vista, Sebastiana tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le nublara la expresión y don Gualterio puso con renuencia la mano sobre el collar de Brutus que, erguido, siguió gruñendo en tono más bajo; aunque no se movió de su lado, resultó evidente que, si no fuera por la contención del amo, hubiera atacado al visitante.

Padre e hija recibieron al maestre de campo con poco entusiasmo, pero éste, decidido a imponerse, lo pasó por alto. La conversación que siguió fue dificultosa hasta que sonó nuevamente el llamador y avisaron al anciano que había llegado el hermano Hansen.

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