Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
«En la época que nos ocupa la mujer se hallaba relativamente limitada en su capacidad jurídica y sólo la situación de viudez le adjudicaba la plenitud del ejercicio de sus derechos».
María Mónica Ghirardi
Matrimonio y familia de españoles en la Córdoba del siglo XVIII
Santa Olalla
Tiempo después de Pentecostés
Primavera de 1702
Lope de Soto permaneció dos meses patrullando las inmediaciones de Punta del Sauce, cerca de la curva donde las aguas del río Cuarto se confundían con las del Saladillo.
Cuando dio por terminado el servicio de «escarmentar infieles» y regresaba costeando los campos de los Reartes, se encontró con un funcionario, su amanuense y dos soldados. Llevaban con ellos una mujer acusada de brujería, una india anciana, casi momificada, que parecía sorda a cuanto se decía de ella a un metro de distancia.
Curioso, Soto, que había desmontado para tomar unos mates con el juez, preguntó por qué la habían detenido.
—Ha presentado querella un hacendado del lugar —le comentó el juez—. Se la acusa de haber hecho padecer intolerables y sobrenaturales tormentos a una de sus esclavas.
—¿Qué tipos de tormentos?
—Le llena el cuerpo de espinas de penca sin siquiera acercársele. Es un extraordinario misterio cómo lo hace, pero soy testigo de que así sucede; es como si le brotaran desde dentro de la piel.
—¿Y cómo saben que esta mujer es la culpable?
—Es pública su mala fama en agorerías —murmuró el amanuense, que se mantenía discretamente detrás de su jefe.
—Ah, sí —corroboró el juez—. El año pasado Pascuala, que ése es su nombre, lanzó una pedrea sobre la cosecha de los Reartes. Unos días antes se había quejado de que un peón de ellos le había robado una cabra y, como no le creyeron, los amenazó con destruirles el maizal.
Y devolviendo el mate al peoncito que cebaba, comentó:
—Por aquí no pasa nada o pasa de todo. Es la tercera vez que vengo en dos meses. Primero fue por ese bendito de fray Balboa, que entre dos borracheras descubrió que le habían robado el libro de registros, así que todos los del valle que estaban asentados en sus actas debieron darse por no nacidos, ni unidos en matrimonio, ni fenecidos. Tuvimos una epidemia de chistosos diciendo que nunca se casaron con sus mujeres. Por suerte lo encontramos en la misma sacristía, bajo unos manteles. Ahora se queja de que le faltan hojas, pero ¿quién me garantiza que no las usó él mismo para el brasero? —Y haciendo una pausa, agregó—: Después, fue por un incendio en Santa Olalla. Por suerte, no se propagó…
El maestre de campo recordó con desagrado lo ebrio que estaba Ordóñez la noche en que partieron para Boca del Sauce, pero calló para que el magistrado le contara lo ocurrido.
Con un suspiro, el otro continuó:
—… pero don Julián murió en él. Achicharrado como relapso, y por sus propias acciones.
Mientras se ponía de pie para continuar la marcha, agregó:
—Era un hombre inmoderado en sus faltas. La india que tenía por barragana y sus bastardos se han ido, Dios sabrá adónde. Si ellos eran reconocidos, como dicen, algo habrán de heredar. Si no, imagino que todo irá a parar a su viuda y al nombrado Aquino, que don Jerónimo Ordóñez de Arce aceptó en testamento como nacido de su riñón.
—Parece que la india Eleuteria se volvió con los suyos, al Yacanto tras de la sierra —volvió a murmurar el secretario.
El señor juez había descansado lo suficiente para seguir con su prisionera, y mientras llegaban unas viejas montadas en burros y envueltas en pañolones negros que venían siguiendo a la india, Soto y sus hombres decidieron continuar hacia Córdoba. Detrás quedaron los funcionarios discutiendo con las mujeres, que pedían por Pascuala enumerando sus virtudes y acusando al querellante de mala fe.
El maestre de campo cabalgó, pensativo, por un rato, para de pronto comunicar a sus hombres:
—Haremos noche en Santa Olalla. Quizá podamos servir en algo a doña Sebastiana.
El estudiante sonrió. Hacía tiempo que veía en su amo el hormiguillo de buscar esposa. Pero, si no estaba equivocado, no era al maestre a quien la joven elegiría; quizás alguna vez le tuvo buena disposición, pero no se la tenía después de encontrarlo con su madre y —estaba casi seguro— haberlos escuchado hablar de asesinar al padre. Se quedó pensando en la muerte de doña Alda. ¿Y si doña Sebastiana la hubiera provocado, temiendo por su padre, al que amaba sobremanera? Inverosímil, se contestó, puesto que ella estaba en el convento…
«Especulemos —se dijo, pues su mente inquisitiva siempre daba por ilusión óptica lo que parecía derecho—. Pudo salir de él y regresar sin que nadie se percatara. ¿No lo han hecho las mujeres por siglos, burlar rejas, cinturones de castidad, muros, celdas, eunucos y abadesas?». Otro sí: ¿de qué manera podía haberla matado? «No hay muchas en casos como éste: con el filo, con el cordel, con una almohada o con veneno». El veneno era improbable; había que ser casi médico para saber sus efectos y cómo administrarlo, sin contar con el problema de obtenerlo; en cuanto a los venenos que se podían conseguir domésticamente —azogue, sin buscar más—, mataban con lerdura y dejaban estigmas; doña Alda había muerto repentinamente y el médico que fue a ver el cadáver no encontró nada raro. Por lo tanto, ni marcas, ni heridas. ¿Y la asfixia? ¿Podría ella haber comprado la voluntad del facultativo, marearlo para que no notara las señales? No, se dijo, si aquél era uno de los médicos de la Compañía de Jesús. Pero… ¿y el sangrador engreído que llamaron, no aceptaría de buen grado una mirada tierna aunque rehusara los denarios del silencio? Hablaría con él y tal vez vislumbrara lo que yacía bajo aquella muerte inesperada: la marca del cordel en el cuello, las lastimaduras de los labios contra los dientes cuando se los presionaba con un cabezal, con un cojín…
Recordó la delgadez de la joven, su poco peso, sus manos pequeñas, y con bastante desilusión comprendió que no tenía fuerza física para dominar a una mujer llena de vitalidad como doña Alda. Sin ganas —le atraía la posibilidad de que se hubiera perpetrado un crimen a la vista de todos, de que ella fuera tan inteligente como él—, abandonó la idea. «Ella no es de las que matan —recapacitó—; es de las que dejan morir».
Si alguien hubiera preguntado por qué recelaba de la hija de Zúñiga, hubiese respondido que le impresionó la expresión de ella aquella noche en que la sobresaltó al salir de entre las sombras. Por un momento, cuando le iluminó el rostro, dio un paso atrás pensando que estaba ante Medusa y que su mirada iba a convertirlo en piedra: al volverse, enceguecida por la vela que él levantó ante sus ojos, su cabeza quedó al descubierto y los cabellos ensortijados se movieron como pequeñas serpientes con vida propia.
Varias veces había reflexionado en que mejor hubiera sido no provocarla, sobre todo porque reducía las posibilidades de que se casara con su patrón. A él, por insignificante y asalariado, la joven no lo tenía en cuenta; por eso no pudo resistirse a provocar a aquella muchachita débil de cuerpo, frágil de salud pero desdeñosa como pocas y que —hasta aquel episodio— no se había dado por enterada de su existencia.
«Le guste o no, tendrá que casarse con mi amo —se dijo—, y de sus bolsillos saldrán las arras para que yo pueda hacer un matrimonio conveniente». Y entrar en la Universidad, que era su mayor anhelo.
—¿No serán comerciantes, Aquino —preguntó Sebastiana mientras ascendía los estrechos escalones del campanario—, o misioneros?
—No, doña Sebastiana. Traen alabardas y mosquetes. Pienso que es el maestre de campo.
—¡Sólo eso nos faltaba! —murmuró la joven.
Aquino le tendió el catalejo y ella lo enfocó en el grupo que se movía en dirección a la ribera. Vio caballos de gran alzada, hombres de coraza, lanzas largas y armas de chispa, anchos correajes, botas hasta el muslo, rostros confusos. Al galope parejo, se metieron en el río levantando un lienzo de agua y arena; por un instante fueron solamente una salpicadura irisada, un manchón dorado por un campo de luz que los acercaba a los caballeros de los romances que su padre le leía desde chica. Luego entraron en un trapecio de sombra que formaban las barrancas y pudo distinguir a Lope de Soto.
Bajó el instrumento con disgusto.
—Son ellos.
Y mientras descendían, Aquino dijo como al descuido:
—No pueden obligarla a darles hospitalidad.
—Preferiría no malquistarme con ese hombre —reconoció la joven, deteniéndose dos o tres peldaños sobre él.
Aquino levantó los ojos y dijo con la seguridad que da el conocimiento:
—Existen ordenanzas que prohíben a viudas y solteras sin varones mayores en la familia proporcionar dormida a hombres bajo su techo.
—Me escudaré en ellas, entonces —y en cuanto pisó tierra, ordenó a Dolores que mantuviera las mujeres adentro y que cerraran con trancas el portón de los fogones que daba hacia las barracas.
—… y con candado la reja que da al segundo patio. ¿Qué más habrá que hacer, Aquino?
—No confío en los soldados cuando vuelven de guerrear; algo se les emponzoña adentro. Emplazaré hombres en los techos y en el monte. Cuando lleguen, ya estarán disimulados. No tenemos armas, pero tenemos herramientas. Con poco más los comuneros de Castilla le dieron un susto al rey. En estas cosas, siempre pudo más la sorpresa que la fuerza.
Ella asintió llevándose la mano al crucifijo que llevaba al cuello; había pertenecido a su madre y, al tocarlo, tuvo una sensación súbita de miedo o de disgusto. Se lo quitó con prontitud y lo guardó en el bolsillo de la falda. Como estaba vestida con ropa clara y modesta y llevaba el pelo trenzado, fue a su dormitorio, se puso un traje de luto y recogió la cabellera con una redecilla.
Luego se sentó en la sala pequeña con la mano sobre el Libro de Horas y los ojos fijos en la pared mientras prestaba una nerviosa atención a los pasos que se escuchaban en los techos.
Pronto se oyó en el patio el estruendo de las botas y las espuelas, el carraspeo de los hombres y el entrechocar de los aceros. El silencio conventual de la casa absorbió los ruidos y tuvo un efecto moderador en el maestre de campo y sus oficiales, que bajaron las voces e intentaron apagar el sonido de los metales.
Soto se detuvo en el umbral de la sala y contuvo la respiración. Nunca había visto a la joven tan bella, aunque disimulase su hermosura con un peinado recogido y un vestido por demás severo. En la mesita de apoyo se veía, abierto, su Libro de Horas. La expresión de su rostro era reservada, no la tímida pero cordial del día en que se encontraron en el camino a Córdoba. La leve impaciencia de su mirada lo turbó.
Se adelantó haciendo una tosca reverencia y un olor a cuero, a pólvora y a sudor de caballo debió herir el olfato de ella, que hizo un mohín apenas perceptible.
—Creo que no conoce a mis oficiales, señora. El teniente Iriarte y el alférez Guerrero y… ya sabe, mi escribiente.
Ella inclinó la cabeza hacia los militares, evitando mirar al estudiante y sin ofrecer la mano al maestre de campo. El silencio pesó y Soto se vio obligado a romperlo.
—Por el camino nos enteramos de su pérdida. Lamentamos lo ocurrido.
Sebastiana no hizo ningún comentario, pero advirtió que Maderos, detrás de su amo, se sonreía con malicia mientras éste, cada vez más azorado por la actitud de ella, agregaba:
—Vamos camino a Córdoba, pero no llegaremos hasta muy entrada la noche y nuestros caballos están cansados…
La frase fue cortada por el ruido del Libro de Horas al ser cerrado con un movimiento preciso.
—Siendo viuda, señor, debo rehusarles el techo de mi vivienda. —Y la joven agregó con educada inflexibilidad—: Ni las leyes de gentes ni las de la Iglesia verían bien otra cosa en este país, por si no es de su conocimiento.
Después de un tenso silencio, dio una muestra de buena voluntad:
—Los soldados permanecerán fuera de los muros y ya veré cómo conciliar la ley con la hospitalidad en el caso de ustedes. Por supuesto, están invitados a mi mesa.
—Gracias —repuso Soto con aspereza; había tenido la impresión de que le era agradable, y su recibimiento lo desconcertaba. Se tranquilizó diciéndose que mantenía las formas del luto con más severidad de la imaginable en una mujer que acababa de librarse de un marido al que debía, si no aborrecer, al menos despreciar.
Doña Sebastiana hizo un gesto a Aquino, que se había colocado a distancia de ella y de brazos cruzados.
—El señor mayordomo les indicará lo que sea menester.
Cuando se retiraron la joven indicó a Dolores, que había permanecido en el corredor:
—Dile a Aquino que mejor él duerma en la casa y les ceda su vivienda. No quiero enemistarme con ese hombre —y al oír de Rosendo que pretendían bañarse, se exasperó—: Adentro, jamás. Que vayan al río.
Al quedar sola estudió la situación. La ley decía que, siendo viuda, era dueña absoluta de su vida. Pero ¿cuán dueña de sí podía ser una mujer si tenía que moverse entre hombres determinados a hacer su voluntad, caprichosos como chiquillos pero con el vigor de un gigante, ávidos de conseguir el botín de guerra en forma de una mujer, de sus dineros, de su linaje? La respuesta, innegablemente, desanimaría a la que estuviera en semejante situación.
Apoyó el codo en la consola y se sostuvo la cabeza con la mano. Se llevó la otra al pecho, presionando bajo el seno para aplacar el latido desordenado de su corazón: tuvo la certeza, por premonición, de que un peligro desconocido para ella, pero palpable, acababa de rozarla.
Sumergido en la lagunilla, Iriarte dijo para quien lo oyera:
—Parece que le sentara la viudez a la señora…
Guerrero rezongó: «Si te gustan las abadesas».…
—La construcción es buena; ya me lo pareció la otra vez, pero hoy la miré mejor —continuó Iriarte—. Y la granja está bien atendida. Debe de ser próspera.
—Sólo ves lo que logra el empeño del labriego: mucho sudar y modesto pasar —dijo Guerrero, despectivo—. En estas comarcas no hay plata ni oro, como en los Perúes, y mucho menos gemas, como en Nueva Granada. No pensé que fueras de los que anhelan el arado en vez de la espada.
—Las cosas ya no son como antes —se quejó su compañero—. Casi todo está sometido y se nos mira con rencor y hasta con menosprecio. Diez años más y nos tratarán como a renegados.