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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (48 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Ahora —dijo a Guerrero—, vamos por ella.

No alcanzó a ver a Isaías que, al oír los cascos, se resguardó en el monte. En la grupa de la mula llevaba una bolsa con lo indispensable para un auxilio de urgencia, esperando que el padre Thomas se presentara pronto.

Vio a Lope de Soto tomar un atajo hacia la ciudad y oyó a poco las ruedas de un vehículo que llegaba por el camino comunal; seguramente eran don Marcio y don Gualterio, pero no se detuvo a esperarlos.

Cuando llegó al lugar, los hombres del maestre de campo que habían quedado atrás se iban retirando con las últimas estocadas. Atendido por sus primos, Becerra se desangraba en el suelo. Estaba consciente, desconcertado y su mirada iba perdiendo lucidez.

—¿Vieron lo que hizo? ¿No es increíble? —balbuceaba.

Cuando don Marcio descendió del coche tropezando con su propia capa, oyó a Bernardo Osorio bramar, mientras ayudaba a socorrer a su primo: «¡Fue con alevosía, esta vez lo mataré; mataré a ese perro!».

Isaías no había perdido tiempo en saludos ni presentaciones: quien más, quien menos, todos sabían quién era y a qué se dedicaba. Rápidamente desató la alforja de la mula y la abrió sobre una piedra, separando unas bolsas con hojas silvestres; sacó un poco de muérdago rojo y se lo metió a la boca, masticándolo con fuerza.

Luego, usando esa especie de poder que tenía sobre bestias y hombres, apartó a Bustamante con un «Permítanme vuesas mercedes» y con presteza comenzó a trabajar en el herido.

Ceñía con fuerza el tajo cubierto con la maceración de muérdago ensalivado, receta confiable para detener las hemorragias, cuando oyó el galope de caballos que se acercaban y dio las gracias porque el médico jesuita y su discípulo ya estaban allí.

Se puso de pie y acercándose a don Marcio, le advirtió:

—Vuelvan con la señora Sebastiana. Creo que esos hombres intentan robarla esta noche.

Don Gualterio, sostenido por su sirviente, se había arrodillado al lado de Esteban mientras el padre Thomas abría su caja y el hermano Hansen encendía un hornillo con alcohol.

Por último, se hizo presente el piquete de ronda y se inició una discusión airada con Osorio y Bustamante, que querían ir detrás del maestre de campo. Como no llegaron a ningún acuerdo, el oficial de la guardia perdió la paciencia y los mandó prender.

Don Marcio, con autoridad de pariente mayor, se acercó a ellos y los amonestó, instándolos a someterse.

—Creo que Soto pretende asaltar la casa de Gualterio, así que acaten las órdenes. Los necesito libres y dispuestos, no encarcelados —les dijo firmemente.

Luego se dirigió al capitán y le pidió escolta hasta la casa de los Zúñiga. Tuvo que arrastrar a don Gualterio, que se desesperaba por el herido mientras preguntaba: «¿Morirá, morirá?».

El padre Thomas lo tranquilizó; mandó hacer una parihuela con un poncho y un tiento grueso que le dio Isaías, y entre los negros de doña Saturnina, que venían escoltando el coche, acomodaron al herido en la camilla improvisada.

—¿No iríamos más rápido si lo lleváramos en la carroza?

—Se desangraría con el movimiento —decidió el jesuita, y se pusieron en marcha, el vehículo comiéndole camino a la noche, seguido por la guardia que se negaba a soltar a Osorio y a Bustamante.

Muy pronto, el grupo que componían el médico, el enfermero, Isaías y los esclavos que transportaban el cuerpo del herido quedó atrás.

La luna, en menguante, iluminaba el campo con una claridad de misteriosa reserva.

Imposibilitada de dormir, asustada y temiendo por la vida de las personas que más amaba en el mundo, Sebastiana hizo levantar a Belarmina, revisó cien veces cerraduras y trancas y por fin, vestida, se atrincheró en la sala, con las criadas y los perros.

A pesar del frío, la frente y la nuca se le habían humedecido. Sentada de espaldas a la mesa, el rosario en una mano, la otra descansando sobre el regazo donde tenía el estilete que había sido de doña Alda, sentía que toda la brutalidad de don Julián, la perversidad de Maderos, iban a unirse en Lope de Soto, más temible, más fuerte que ambos, más decidido —a causa de la pasión— que los otros. «Quizá sea justicia que por mano de él los muertos se cobren las vidas que les debo», reflexionó, atormentada.

Brutus la alertó; el mastín, que jadeaba con la lengua afuera, enderezó de pronto las orejas y silenciosamente se acercó a la puerta.

Las negras, que se habían amontonado cerca de las ventanas exteriores, se movieron, asustadas.

—No hagan ruido —rogó Sebastiana en voz muy baja—. No se muevan. La guardia vendrá pronto; Rafaela fue a buscarla…

De pronto, el gruñido del perro y el histérico ladrar del cuzquito las golpearon como un lanzazo en un cristal: habían oído el peso de varios hombres al caer en el suelo después de saltar las tapias.

Los perros vecinos comenzaron un escándalo de ladridos, y Sebastiana, pegando el oído al tablero del postigo, oyó los pasos y los susurros de los hombres en la oscuridad. Por un resquicio de la ventana de la galería, alcanzó a ver que encendían unas teas y se dirigían, sin dudar, hacia su dormitorio.

Con el corazón acelerado, llena de náuseas, se dobló en dos, apretando con fuerza el rosario. Una de las negras comenzó a gemir y las demás, contagiadas, se unieron a sus ayes.

Sebastiana volvió a sentarse de espaldas a la mesa, rezando pero con el puñal apretado en la mano.

Cuando salían del dormitorio vacío, los asaltantes oyeron el lamento de las morenas y se dirigieron hacia la sala. Un golpe brutal, que pretendía doblegar el hierro y los cerrojos de la puerta, hizo temblar los candelabros y una vela de pabilo corto se apagó.

Las muchachas, agachadas y estrechamente abrazadas, se habían cubierto con los pesados cortinados. Solamente Belarmina mantenía el valor, la pesada pala de sacar el pan bien sujeta y dispuesta a golpear.

Cuando Sebastiana oyó el crujido final, que quebró la resistencia de la madera, se sintió de pronto dueña de sí y heladamente insensible. «Soy la sierva de Dios y el ama de la Muerte. Nada me tocará, nada me manchará porque todo el que me ofenda de hecho perecerá», recitó varias veces en un susurro.

Entre las maderas astilladas y los hierros desgoznados, apartando con los codos el tablero rajado, apareció la cabeza de Lope de Soto, y en el momento en que pasaba la pierna y hacía fuerza para arrancar la tranca, que todavía se resistía, Brutus saltó sobre él y lo sujetó del antebrazo.

El maestre de campo gritó, dos hombres vinieron en su auxilio y mientras uno, asomando por la otra abertura, sujetaba la cabeza del mastín, Soto desenvainó el cuchillo para degollarlo. El cuzquito se prendió a su pantorrilla y él, sin perder tiempo, lo ensartó, lanzándolo a través de la habitación, donde quedó aullando y arrastrándose bajo un mueble.

La intervención del perrito dio tiempo para que Sebastiana se pusiera de pie y antes que Soto pudiera usar el filo en la garganta del animal, ella se acercó al soldado que sostenía la cabeza de Brutus y clavó la daga, rasgando hacia abajo, en el brazo del hombre.

Aquel acto, llevado a cabo en silencio, sin gritos ni histeria ni ademanes desesperados, salvó la vida de Brutus. Mientras el soldado, atónito, lo soltaba para contener el borbotón de sangre, Sebastiana sujetó al perro del collar, manteniéndolo apartado del maestre de campo.

Belarmina se acercó con el madero en alto y usó la pala como atizador, obligando al herido a desaparecer de la grieta.

A través de una mínima distancia, Sebastiana se limitó a contener a un animal con la mano y al otro, el humano, con los ojos.

Belarmina soltó la pala y con una de las carpetas envolvió la cabeza del perro, arrastrándolo hasta la pieza vecina. Allí lo encerró mientras ladraba y se sacudía, desenfrenado, para librarse del trapo. El cuzquito todavía se lamentaba, aunque ya sin fuerzas. Una de las esclavas, arrastrándose hasta él, lo alzó cubriéndolo con su delantal.

Lope de Soto terminó de destrozar los tablones a patadas y dio un paso hacia Sebastiana, mostrándose manchado de sangre desde el cuello hasta las botas. Ella retrocedió y levantó la mano que sostenía el estilete.

—¿Creéis que le tengo miedo a ese juguete? —rió él, pero se detuvo al ver que la joven dirigía la punta afilada hacia su propio cuello. Impresionado, observó cómo, sobre la piel delicada, una línea roja viboreaba, perdiéndose sobre el seno izquierdo. No estaba seguro si era la sangre del soldado o de ella misma, que se había lastimado.

—¿No le tenéis miedo? —dijo Sebastiana con absoluta impavidez, y a él le pareció, cuando alguien levantó una tea, que la mirada verde, a su luz, se volvía dorada, profunda, hipnótica.

Quebró el encantamiento el sonido del coche en la calle y los gritos de Rafaela, que llegaba corriendo desde alguna parte.

La voz de su padre hizo que Sebastiana bajara el arma, Lope de Soto se apartó y don Gualterio, que traía la espada en la mano, se echó sobre él a tiempo que exclamaba: «¡Bastardo, villano, asesino!».

El maestre de campo consiguió dominar el instinto de responder al golpe, pero se vio en la necesidad de detenerlo, así que sujetó al anciano por la flaca muñeca, muñeca de estudioso y no de espadachín. Don Gualterio perdió pie y resbaló, quedando casi de rodillas ante el otro que, horrorizado, no podía soltarlo, pues caería al suelo, ni levantarlo sin ponerle la mano encima, lo que sería una ofensa mayúscula.

Sebastiana arrojó el arma y con un grito se abalanzó sobre él, sosteniendo a su padre que estaba casi desmayado.

Algunos vecinos habían entrado, los soldados del maestre de campo no sabían qué hacer, don Marcio apostrofaba mientras golpeaba con su bastón a Lope de Soto que, contrario a lo que parecía, quería alzar al caballero para librar a la hija de aquel peso.

—Suéltelo —le dijo Sebastiana—. Prometo hacer lo que a usted se le ocurra, pero por favor, ordene a sus hombres que se retiren. Váyase y déjeme atender a mi padre.

—¿Juráis casaros conmigo?

—¡Lo juro, pero suelte a mi padre! —gritó ella, por primera vez cerca de la histeria.

Él dejó a Zúñiga en sus brazos, pero, extraviada la sensatez, se inclinó hacia el oído de ella y le susurró: «La vida de don Esteban es mía. Si no muere ahora, le mataré después… salvo que cumpláis vuestra promesa».

Salió a la calle seguido por sus hombres. Montaron entre un ruedo de mirones y, unos metros más adelante, se toparon con el padre Cándido.

El sacerdote se acercó a Soto y tomando la brida del caballo, le hizo señas de que se inclinara.

—Dice el obispo que busquéis refugio en el oratorio —y dejándolo atrás, se introdujo en casa de Sebastiana a tiempo que Belarmina cerraba la entrada tras él.

Pero Soto no llegó al oratorio. A la vuelta de la esquina se topó con la partida que volvía del Cabildo, donde había dejado encarcelados a los que prendió en la Noria.

—Darse por preso, señor maestre de campo.

Cuando, en el Cabildo, el que había firmado la orden de captura le echó en cara su proceder, Soto se justificó:

—Me ha perdido la pasión por una mujer. ¡Mejor no la hubiera conocido nunca!

—Tendrá que responder por haberla ofendido.

Hincando una rodilla en tierra, la mano sobre el corazón y la cabeza gacha, el maestre de campo murmuró:

—Quiero reparar el daño. Pido el consejo del señor obispo y de mi confesor. Acataré lo que ellos decidan.

Varios de los funcionarios, que habían tenido que dejar la cama ante semejante incidente, después de aquello lo miraron con compasión.

Los soldados fueron encerrados en las celdas inferiores y él fue a parar, con Guerrero, a las superiores, donde Bernardo Osorio y Germán Bustamante, prendidos a las rejas contiguas, las sacudieron hasta casi arrancarlas de sus goznes mientras los insultaban y prometían matanzas.

Allí mismo, en 1695, había estado preso, «por causa criminal», el alférez real Gabriel de Arandia, a quien tuvo que liberar una partida de veinte hombres enviada por el gobernador de Buenos Aires, pues el de Córdoba se negaba a entregarlo. Osorio y Bustamante habían sido de los que defendieron la cárcel contra la prepotencia de un funcionario que, no teniendo poder sobre Córdoba, intentaba burlar sus leyes.

En un rincón, sobre el zócalo y bajo el irregular encalado, se veían las iniciales del preso, seguidas por un dibujo obsceno agregado vaya a saberse cuándo.

En las oficinas de abajo, don Marcio discutía suavemente y con buenos argumentos ante la autoridad, enumerando las ofensas recibidas aquella noche por todas las ramas de su familia, abogando en favor de sus sobrinos para que se pasara por alto el desacato.

Pocos olvidarían la noche en que los vecinos intercambiaron subrepticias visitas para comentar el escándalo; porque cualquier acontecimiento que conjugara en su entramado pasión, celos, venganza, desmesura, sangre, moribundos, duelos a espadas, y especialmente doncellas amenazadas —o indiscretas, según se viera—, además de obispos que a medianoche se presentaban a exigir la libertad de su favorito, podía mantener apartado el tedio de toda la ciudad por varios años.

De allí en adelante, se diría: «No, no… eso fue antes del duelo del maestre de campo con Esteban Becerra», o: «Apenas después de que ese loco de Lope de Soto asaltó la casa de los Zúñiga».

«De estos sucesos se forma, con el tiempo, la memoria privada de los pueblos», pensó don Marcio, sentándose, paciente, a esperar alguna respuesta después de aceptar un vaso de caña que uno de los indios que dormía en las caballerizas le alcanzó.

36. De varios escándalos en la ciudad

«Los procedimientos del Pastor eran provocantes. No se contentaba el señor Mercadillo con pleitear y alborotar. Se iba de palabra hasta donde no podían llegar los hechos».

Padre Cayetano Bruno

Historia de la Iglesia en la Argentina

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Invierno de 1703

En cuanto entró, el padre Cándido se dirigió apresuradamente hacia don Gualterio, preocupado por su estado. Anduvo de un lado a otro, como fantasmón, nervioso por el silencio de su amigo, ignorado por Sebastiana, provocado en el corredor por el descaro de Rafaela, cansado de hacer preguntas que nadie quería o podía responder.

Isaías, que llegaba de acompañar al padre Thomas, apareció entre ellos como si se materializara del aire.

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