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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (52 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Nunca —contestó ella, perpleja ante tanta averiguación.

—¿Estás segura de que doña Sebastiana, o alguien de su casa, no te pidió que le llevaras cosas al estudiante?

Dídima no recordaba, pero hizo punto de honor el negarlo.

—Jamases —dijo con un ademán que casi la voltea del asiento.

La respuesta era demasiado enfática para que él la aceptara. No iba a sacarle nada, decidió, y rebuscando en el cajón de las limosnas, le dio unos centavos. La vieja le pidió un remedio para el reuma, que la martirizaba cuando estaba sobria, así que en una bolsita le puso hojas y ramas de nopal, indicándole cómo preparar la cataplasma.

El hermano Hansen volvió más pronto de lo que esperaba, así que lo dejó cuidando la botica mientras iba a hablar con la priora de las Teresas.

A través del enrejado de madera, le preguntó si el estudiante no les había dejado debiendo unas velas. Ella no estaba enterada y, para corroborarlo, hizo llamar a la hermana encargada del torno.

—Dídima solía llevarlas —insistió el padre Thomas.

Casi pudo ver la sonrisa de la monja a través del cribado.

—Se podría decir que Dídima reparte todas las velas de la ciudad —respondió la religiosa.

—¿Y cómo explica que ustedes supieran que debían entregárselas?

—Muchas veces los pedidos se hacen mediante un papelito que dejan en el torno junto con el dinero, avisando cuándo o quién vendrá a buscarlas. En caso de que sea urgente, y no dispongamos de cirios, devolvemos el dinero para que las compren en otra parte.

Seguramente así pagaría Dídima las velas a Isaías. Algo, sin embargo, le hizo preguntar:

—¿Ustedes atienden las necesidades de los Zúñiga?

Satisfecha, la superiora dijo que sí. La encargada hizo notar que esa gente gastaba mucho en velas.

Se retiró sin haber avanzado en la indagación, pero sintiendo que una corriente oculta pasaba bajo sus pies: alguien se había tomado el trabajo de que no se supiera quién pedía y pagaba las velas. ¿Una esposa infiel, una de las mujeres que por años vivían separadas de sus maridos? ¿Una viuda que prefería no casarse? Y de ellas, ¿cuántas podían tener motivos para asesinar al bachiller? ¿Cuántas el valor de matar? «Porque —pensó— también se necesita valor para pecar mortalmente».

Quizá Maderos, después de todo, había muerto asfixiado por los gases del carbón.

Se volvió al convento pensando que sólo le quedaba el recurso de atinar con la pregunta que debía hacer a Isaías.

Don Gualterio salió de su biblioteca por unos momentos, y Sebastiana, que iba a controlar los braseros calientapiés, se encontró con Salvador que transcribía unos documentos para su padre.

El joven, después de algunos titubeos, le pidió noticias de Eudora.

—Se ha dedicado a don Esteban, que se está recuperando. En cuanto sea posible, me la llevaré conmigo a Santa Olalla.

Se oyó el raspar de su pluma sobre el papel, el sonido de los tinteros y la queja de la silla al removerse el joven, inquieto.

—¿Y vuestros estudios? —le preguntó ella.

—Debería haber recibido mi título, pero ahí quedó, por las disposiciones del señor obispo, que no se toma el trabajo de obedecer siquiera al rey —contestó él—. Su Majestad ha reconocido los derechos de la Universidad de la Compañía, pero el doctor Mercadillo ha mandado nuevas y mal llamadas súplicas. Escudándose en la lerdura de la correspondencia, sigue haciendo lo que le da en gana.

—Todo se arreglará.

Cuando iba a retirarse, Salvador se puso de pie y se dirigió a la puerta, como dispuesto a abrírsela y, aunque puso la mano en el picaporte, no lo hizo.

—Necesito hablar con usted —dijo, en cambio, muy nervioso.

—¿Ahora? —se sorprendió ella.

—Cuanto antes mejor. Pero desearía que no nos interrumpieran.

Reconociendo la urgencia en sus ademanes, le dijo: «Venga», y lo guió hacia su propia salita. Le indicó que cerrara la puerta y lo invitó a sentarse frente a ella. Él lo hizo en la punta del sillón, con una pierna flexionada, la rodilla casi tocando el suelo.

—¿Y bien? —lo alentó Sebastiana, pues él permanecía mudo y alterado.

Salvador dijo de pronto en voz tan baja que ella dudó de haber oído bien:

—Quiero pedir a usted consejo, quiero que… ¿Cree que yo podría aspirar a la mano de la señorita Eudora?

Lo que Sebastiana sintió estaba entre el alivio, la alegría y cierta satisfacción: no se había equivocado, Salvador quería a su prima, y ella languidecía por faltarle la compañía del joven, al cual se había apegado.

—¿Se cree usted un santo, para sacrificarse de tal manera? —lo provocó.

—Nada más lejos; no me interesa ser santo —se impacientó el joven—; querría, en cambio, que usted me considerara digno de pretender a su prima. Deseo lo mejor para ella. Es una joven buena e inocente; Roque abusó de sus sentimientos… —y sacudiendo la cabeza, cayó de rodillas frente a Sebastiana—: Tengo la certeza de que amaré a su hijo, por amor a ella, y por amor a él, que fue para mí un buen amigo.

—¿Entiende que quizá deban enfrentar comentarios desagradables?

—No me importa. Ella es una joven valiente, y con el apoyo de usted…

Sebastiana se puso de pie y dejó pesar la mano sobre el hombro de él.

—Me hace feliz su decisión, especialmente porque ese niño crecerá con un padre a su lado, un buen padre, que lo amará. Usted, Salvador, es… —y conteniendo el llanto, concluyó—: una persona excepcional. Hablaré con Eudora, y después con mis tías. Creo… haré todo lo posible…

Y salió apresuradamente de la habitación, porque el recuerdo de lo que le había sucedido a ella y a su hijo la había trastornado.

Cuando llegó Eudora, cerca de la hora del almuerzo, le dijo de sopetón:

—Salvador Villalba quiere casarse contigo.

Antes de que la jovencita contestara, ella vio pintados en su rostro la esperanza y el asentimiento.

—¿Tú se lo pediste? —preguntó, sin embargo.

—No. Él vino a mí y me lo dijo de golpe, como si no pudiera esperar más.

—¿Y qué le contestaste?

—Que hablaría contigo, con tu madre…

Eudora se sentó, igual que él, en la punta del sillón, las manos apretadas sobre el borde de las rodillas.

—Ni mamá ni tía Saturnina lo consentirán.

—Déjalo por mi cuenta.

—¿No irás a decirles…?

—Nada, nada; me limitaré a convencerlas. Sé que en cuanto lo vean se darán cuenta de que es una buena persona, honesta e ilustrada. Y estoy segura de que mi padre o Esteban harán algo más por él que darle un puesto de escribiente. Quizá tío Marcio lo prepare con la intención de dejarle su clientela…

Con gesto de ganada seguridad, Eudora se arregló los rizos detrás de las orejas.

—Eso me gustaría mucho.

Después de mandarla a su pieza, y decirle que no apareciera hasta que se lo pidiese, quedó en espera de Rosario, que había prometido visita para llevarle las últimas noticias sobre la salud de Esteban.

Ella y doña Saturnina entraron seguidas por varias esclavas que traían una fuente con dulce de lima en casco, que los Salvatierra les habían mandado de Tucumán, y una botella de licor de limón hecho por Elvira.

Sebastiana las dejó hablar de todos los chismes de la ciudad, hasta llegar al último y más sabroso: el obispo había vuelto a mostrarse públicamente con cierta viuda rica, con la cual habían estado distanciados por las denuncias que había hecho al rey el ex gobernador Zamudio sobre aquella relación.

—… se refirió a su conducta como «el vicio opuesto a la castidad».

—Seguramente que en la misma bolsa entraba la chiquilla que se asiló en su casa, la que se ha negado a entregar a la justicia. Menudo lío tienen los César ahora: el juez ordena recluirla en casa honesta, y ella se les escapa diciendo que la han maltratado. Bien mentirosilla ha de ser…

—Gracias a la denuncia, don Manuel se llamó a discreción el último año, pero ahora ha vuelto con la viuda esa, con la que se permitía tantas demostraciones en público.

—Seguro que sacará tajada de sus bienes…

—¿Cómo dice la copla, la de la viuda?

«¿Quién con canónico celo

brinda amparo a las mulatas

y se procura horas gratas

prometiéndoles consuelo?

¿Quién caza viudas al vuelo

y las confiesa en su altillo?

Mercadillo».

—Recitó Sebastiana, y se echaron a reír.

Creyendo el momento oportuno, y aprovechando que las negras estaban en los fogones, con las de la casa, Sebastiana comenzó la conversación sobre Salvador.

—Qué —se encrespó Rosario—, ¿acaso Eudora viene tanto porque le has permitido verse con ese tinterillo?

—No es un tinterillo —la corrigió ella—. Es un joven criado con esmerada educación, que podría llegar a procurador en cuanto se lo proponga o le den una oportunidad.

Rosario, molesta, se volvió a mirar a doña Saturnina esperando que se uniera a ella en las críticas. La señora, no obstante, permanecía muda, lo que alentó a Sebastiana.

—Y desciende de dos viejas familias de Córdoba —arguyó, sabiendo por dónde venía el tema con Rosario.

—¿Me dirás ahora que Bienvenido López llegó con el fundador?

—No, pero él sólo es el tío político. Bien sabes de quién desciende Salvador. —Molesta, agregó—: No voy a leerte su linaje, porque eso, para mí, es irrelevante. Me basta con reconocer que es una persona digna, un joven con estudios y de sanas costumbres, bien educado y… y su latín es impecable.

—No sé qué tiene que ver el latín en esto.

Buscando amparo en su tía, Rosario se dirigió a doña Saturnina, que continuaba muda.

—¿No va a decir nada, tía? ¿Será que le da lo mismo que la casemos con cualquiera? Yo tenía mejores expectativas. Con Elvirita habíamos pensado en el hijo menor de los Salguero y Figueroa…

—Es un pedante. Yo no lo soportaría por sobrino. Dudo que Eudorita tenga carácter para soportarlo como marido. Porque hay que tener mucha formación para aguantar la vida entera al lado de un hombre que no elegiste tú, sino tus padres.

La extemporánea salida de la señora dejó sorprendidas tanto a Rosario como a Sebastiana, aunque por distintos motivos.

—Me gustaría hablar con mi sobrina nieta, que sospecho anda cerca —dictaminó doña Saturnina.

—La haré buscar —se puso de pie la joven. Al pasar al lado de Rosario, su tía le dijo:

—Ésta no te la perdonaré, Sebastiana.

Eudora se presentó de inmediato. Se la veía un poco pálida, pero, como hubiera dicho Lope de Soto, «con ojos de emperrada».

Mientras su madre le echaba en cara haber sostenido una amistad a sus espaldas y Sebastiana la defendía y defendía a Salvador, doña Saturnina callaba como juez que se reserva el veredicto.

Cuando el tono de Rosario se volvió desapacible, la señora se limitó a decir:

—Esteban tiene razón; no sabes llevar una discusión si no es echando voces a los vientos. Veamos, Eudorita, ¿qué tienes que decirnos?

Alentada por el diminutivo, la joven se acercó a Sebastiana, que le pasó un brazo por la espalda.

—Quiero casarme con él.

Ante una nueva andanada de reproches de su madre, Eudora insistió:

—Quiero casarme con él. Me siento honrada que una persona de su valer me haya elegido. Soy bastante tonta y cabeza hueca, y él…

—Bueno, no es para tanto —reconoció su madre—; has ayudado con tu tío como si tuvieras más fuerzas y edad de las que tienes. Pero qué te diré, es humillante para nosotros como familia, que de alguna manera emparentaremos con esos López… Su oficio…

Levantando la cabeza, Eudora dijo abruptamente:

—Estoy esperando un hijo; no es de Salvador, y él lo sabe.

—No digas más. Que no sepan de quién es —susurró Sebastiana al oído de su prima, y se adelantó a recibir en brazos a Rosario, que cayó hacia adelante como tocada por un rayo.

Se oyó la voz de doña Saturnina.

—Ya me barruntaba algo —y con un suspiro, dio el visto bueno—: A mí me gusta el pretendiente, tiene una hermosa voz; me emociona cuando canta el Salve, Regina en el templo.

Dirigiéndose a su sobrina, que reaccionaba del desmayo:

—Ahí tienes para qué sirve el latín: para adorar a Dios y a su Santa Madre.

Así quedó sellado el consentimiento para el compromiso. Se fijó fecha para la visita en casa de los Celis de Burgos. Sebastiana, decidida a apadrinar a Salvador, dijo que ella y su padre presentarían al joven a la familia.

Por más que Eudora quería pasar la noche en lo de los Zúñiga, su madre se la llevó de un brazo. Obedeciendo a Sebastiana, la jovencita no volvió a abrir la boca.

Había puesto empeño y decisión en solucionar el caso de Eudora, se dijo esa noche Sebastiana, mientras se trenzaba el cabello, pero ¿cómo solucionaría su problema?

Si dejaba pasar el tiempo y Esteban recuperaba fuerzas, no podría evitar que volvieran a enfrentarse. Sabía ahora que el maestre de campo no lo haría —estaba bien aconsejado, o por sus propios intereses o por el obispo—, pero sospechaba que el ofendido —Esteban— no aceptaría olvidar los agravios, especialmente si oía hablar del compromiso de su enemigo con ella.

Pensó acudir al padre Thomas, pero seguramente él trataría de disuadirla del casamiento. No era tonto, sabía que ella no era tonta; la conversación no soportaría tres preguntas: el sacerdote, en la seguridad de que no existía entre ella y Soto amor o entendimiento, querría que le diese el verdadero motivo para comprometerse en un vínculo casi tan desagradable como el que había tenido que soportar con don Julián.

El día que don Marcio y Cupertina le dijeron que Esteban se recuperaba rápidamente, comprendió que no podía dilatar más la situación, así que llamó al maestre de campo y le dijo que de alguna manera consiguiera que el obispo acortara el tiempo de las amonestaciones.

No deseaba otra cosa aquél, así que después de ciertas transacciones —escritas sobre papel, aludiendo a futuros donativos— el doctor Mercadillo consintió, y como era autocrático, todo se hizo a su exigencia.

Sebastiana quería una boda sencilla, casi secreta, cosa que decepcionó al maestre de campo, que unía a la pasión por ella la apetencia social.

Finalmente, la joven, sin que él entendiera el motivo, cedió, aunque con reservas.

A Lope de Soto le pareció que don Manuel Mercadillo estaba desilusionado, como si hubiera deseado disputar aunque fuera por un ínfimo motivo con Sebastiana.

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