El jardín de los venenos (50 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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El obispo entró con todo el boato que ameritaba que él oficiara la misa, y su perfil agudo, sus hombros algo cargados, su calva circundada por el cabello agrisado, indicaron que había distinguido a Sebastiana frente al púlpito, rodeada de la teatral presencia de su familia.

La misa se desarrolló normalmente, aunque con un inusitado movimiento de los feligreses, que tosían, hacían crujir su calzado al trasladar el peso de un pie al otro y miraban, como quien no quiere, hacia donde estaba la joven.

Ni Lope de Soto ni sus oficiales, ya en libertad, habían acudido, no se sabía si advertidos de lo que iba a decir el obispo o porque el maestre de campo, aconsejado, no quería dar pie a más provocaciones.

Llegó el momento en que el doctor Mercadillo se dirigió a dar su alocución, y hubo quien quiso ver, en sus ademanes enfáticos, en el puño que se llevó a la boca para contener el carraspeo, la satisfacción que le producía el encarar aquel tema.

Sebastiana, el rosario de aguamarinas en la mano, lo miraba con la boca entreabierta, casi la estampa de una santa, según unos.

La voz tonante del prelado se dejó oír desde la plataforma, y luego de muy pocos floreos, cayó sobre el tema, zahiriendo a las doncellas frívolas e inconstantes que precipitaban a los hombres honrados por los despeñaderos de la pasión con promesas que jamás pensaron cumplir. «Pero una promesa es una promesa, tiene casi el valor de un juramento y es ley de Dios y del hombre que sea cumplida», era el dictamen, entre líneas, de su razonamiento.

En el mismo momento en que quedó claro de quién hablaba, doña Saturnina se puso de pie, pidió el brazo a don Marcio e inició el éxodo, seguida por Sebastiana, tomada del brazo de su padre.

A pesar de las imprecaciones de Su Ilustrísima, del color amoratado de su rostro y de los ademanes expresivos, a pesar de que se oyeron amenazas de excomuniones, los conjurados salieron del templo con la suficiencia de los que más de una vez se habían enfrentado, por sus fueros, con los hombres de la Iglesia.

Detrás del tabique que separaba a las monjas de los fieles, se oyeron exclamaciones de sorpresa y disgusto que hicieron temblar de indignación al obispo: la congregación apreciaba a Sebastiana, conocían su historia y le debían favores y donativos.

Los pocos vecinos que habían quedado en su casa, a la expectativa de las primeras noticias, vieron a la familia dirigirse en derechura a la iglesia de San Francisco: los seráficos, advertidos desde la tarde anterior, se habían dado maña para atrasar el comienzo del servicio divino, de manera que éste coincidió con la entrada de los rebeldes a la nave central.

Los religiosos eran hombres de Dios, pero también de carne y hueso. Disfrutaron de aquella victoria sobre el obispo, con el que estaban resentidos por haberles impedido la procesión de Semana Santa, porque había mandado destruir las ramadas donde daban misa en campo abierto y, siendo ellos mendicantes, les había recortado el derecho a pedir limosnas.

En Santa Catalina, la misa terminó con los sacristanes aturdidos, los monaguillos tropezando con las faldas del obispo y el coro de monjas desafinando de congoja.

Aquella tarde, las aguas de la ciudad se dividieron en «sebastianos y mercaderes».

El gobernador Barahona dejó en claro de parte de quién estaba: invitó a las familias rebeldes —además de otros vecinos de su entorno— al sarao que se daría para el santo de su esposa. Acudirían a él nada menos que el maestrescuela Salguero de Cabrera, el arcediano Gabriel Ponce de León, el padre Lauro Núñez, provincial de la Compañía, y el superior de San Francisco.

37. De deudas enfadosas

«Hago lo posible por que me odien, y yo mismo pongo en movimiento esa máquina de odio. Has de saber, sobrino, que estás hablando con un hombre que vive siempre entre amenazas, y cree que eso es lo que le permite vivir».

Henry de Montherlant

El Cardenal de España

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Invierno de 1703

Esteban, en su inconsciencia, sentía que las horas, los días indefinidos, eran como un lento deslizarse hacia la muerte. Los versos de Jorge Manrique se entremezclaban con imágenes que le traían el recuerdo de cosas que nunca llegaron a suceder. La fiebre lo tomaba a veces, lo exaltaba para luego dejarlo caer en el agotamiento de la calentura. Sentía como si cada uno de sus nervios, de sus venas, de sus fluidos corporales, se fuera secando mientras decidían fenecer; sólo lo mantenía respirando el deseo de ver a Sebastiana una vez más: cuando despertaba y preguntaba por ella, le decían que acababa de irse, o que vendría más tarde, y él entonces atesoraba recuerdos de encuentros olvidados.

A veces conseguía decir dos o tres palabras al padre Thomas, pero en su corazón, habían hablado de reflexiones supremas, de ideas tan enormes que no cabían en la mente de un hombre.

Pasó una semana, cuidado por Rosario y Eudora, vigilado por doña Saturnina, oyendo a veces a sus primos, a su tío, creyendo distinguir la voz de Sebastiana, llantos acallados con un chistido; asistido por el médico jesuita y por un ser extraño que le recordó los dibujos de un libro que su padre no le permitía mirar, aquel que hablaba «de Monstruos y Prodigios» que solía hojear a escondidas, siendo chico.

Cupertina trajo unas reliquias de los dominicos, el padre Cándido, de los mercedarios, lo bañaron en agua de San Ignacio. Ninguno de estos contactos sobre la herida al descubierto produjo el milagro.

El padre Thomas se estremecía cada vez que llegaba y lo encontraba con algún escapulario roñoso sobre la piel tumefacta, pensando con cuántas enfermedades contagiosas, con cuántas cepas de podredumbre humana podían haber estado en contacto antes de llegar al herido. Había, además de la fe, un cierto grado de superstición en ellos —y estaba seguro de que en el mismo paciente—, y eso fue lo que lo instó a pedir el auxilio de Isaías.

El médico de la Compañía había usado cuanto químico había encontrado en la botica, auxiliado por los libros de texto. Isaías, en cambio, llegó con sus humos, sus menjunjes olorosos, sus polvos de ignorados orígenes. Trajo la contrayerba para hacerlo sudar, la calanchagua para purificarle la sangre, el llantén, que es buen vulnerario para heridas graves. La infusión de la corteza de sauce como sucedáneo de la sacrosanta quina, que los jesuitas habían impuesto en todo el mundo conocido. Y la yerba del sapo, que hacía que la supuración se abriera paso hacia el exterior aun en heridas que se consideraban cerradas y equívocamente curadas.

Tanta magia motivó, bien lo notó el padre Thomas, renovadas esperanzas en los parientes y en el herido, que comenzó a recuperar el conocimiento por lapsos cada vez más largos.

Y en ese estado de semivigilia, una noche —al menos Becerra creyó que era de noche—, cuando la casa parecía dormida, se despertó al escuchar el crujido de un paso sobre el estrado en que se elevaba la cama. Captó el aliento de una presencia humana, de un contacto que, empezando desde sus tobillos, delicado y elusivo, fue subiendo hasta llegar a su frente. Notó un perfume tenue, a hierbas más que a flores, y la suavidad de unos dedos sobre sus sienes, un roce sobre los labios agrietados y una lágrima cayendo sobre sus párpados.

Supo que era Sebastiana, intentó tocarla, pero ella le murmuró algo inentendible en el oído, se echó atrás, capturó su mano y abriéndole la palma, lo dejó con un beso húmedo, agradablemente fresco, y cerró los dedos inertes de él, que no se resistieron, como si quisiera resguardar aquella caricia. Luego, desapareció como una visión.

De pronto, Esteban sintió que el cuerpo no le pesaba. Una ligereza sutil le quitó materialidad a los huesos, le acomodó las entrañas, le devolvió alguna forma distorsionada de conciencia.

Sebastiana había llegado en la noche, como una amante con urgencia de amar, de ver al otro, de saber que la amaban, exigente y al mismo tiempo sumisa con los hados que regían los destinos de ambos… Entrando furtivamente, a través de la huerta, como el Alma que busca al Amado en las palabras de San Juan de la Cruz…

«¡…Oh noche amable más que el alborada.

Oh noche, que juntaste.

Amado con amada.

Amada en el Amado transformada».

repitió con la lengua pegajosa de fluidos, hinchada en su garganta. Se dijo con serenidad: «Moriré en paz», porque aquellas palabras lo sumían como en un estado de oración.

Pero muy dentro de sí supo que viviría porque Sebastiana todavía lo necesitaba.

El maestre de campo había hecho intentos discretos de ser recibido en casa de los Zúñiga, aunque no lo había logrado.

Tenía al peoncito de los caballos vigilando la casa de don Esteban, dispuesto a armar querella, pues se consideraba, ahora, comprometido con la joven: Guerrero y un soldado eran testigos de las palabras de ella cuando le pidió que se retirara de su casa. El mismísimo obispo había dado públicamente el espaldarazo a su situación.

Ella, contra lo que él esperaba, no se había presentado en la casa de los Celis de Burgos, aunque las criadas iban y venían en un constante llevar y traer notas, según le manifestaba el muchacho, a quien relevaba de su espionaje todas las noches, pues no había mujer honrada en Córdoba que saliera después de la hora nona.

Un día, sorprendido, recibió recado de Sebastiana, que lo invitaba a verla.

Lo recibió en la sala, acompañada por Eudora, que rápidamente iba perdiendo la transparente mirada del candor. Sebastiana no le permitió que se acercara y le negó la mano al beso de cortesía; Eudora ni siquiera hizo el intento de saludarlo.

Tranquilizado con el juramento que Sebastiana le había hecho la noche del duelo, lo soportó: sabía que cumpliría su palabra.

Armado de paciencia, como si obedeciera a Maderos, quedó de pie, a cierta distancia, esperando que ella le comunicara por qué lo había hecho llamar. La pierna tarasconeada por el mastín le molestaba, pero se negaba a usar bastón.

—Hice una promesa, y si bien estoy dispuesta a cumplirla, sepa que pediré amparo a la Iglesia y a la Ley para librarme de ella si don Esteban muere. Incluso el doctor Mercadillo tendrá que excusarme, y si no, lo harán en Charcas o en la misma Roma, si a ella tengo que acudir: nadie puede obligarme a convivir con el hombre que mató a alguien de mi sangre. No soy la doña Jimena del Cid. Los vascos imponemos costumbres más rigurosas que las de Castilla. —Y después de una pausa, levantó los ojos claros en el rostro inexpresivo y le sostuvo la mirada—. Así que, señor Lope de Soto, si quiere casarse conmigo, vaya a prender cirios, pague misas, use cilicio, recorra los templos de rodillas para que mi tío sobreviva a vuestra estocada. No pondré fecha a las nupcias hasta que él no esté a salvo de sus dolores.

Lope de Soto se quedó donde estaba, la mano sobre el puñal de la cintura, los ojos negros, retintos, romanos, ardiendo por ella, pero ya decidido a no perder el control.

El silencio pesó, pero la joven no pareció incomodarse. Su rostro no se avivó con ninguna emoción, su mirada se sostuvo con la firmeza de los justos.

—Me amará usted —dijo él, con la voz enronquecida, quebrada por el sentimiento que lo obligaba a tomar con fuerza el mango del cuchillo para que no se notara su temblor—. Sé que puedo hacer que me ame.

Después de una pausa, ella sonrió apenas.

—Quizá no os alcancen los días de la vida para intentarlo —se burló.

—Pondré todo mi empeño…

—No es necesario que yo ponga el mío en resistirme —lo interrumpió Sebastiana—. Nuestros intereses y naturalezas son tan opuestos que es como pensar que la corza pueda enamorarse del tigre: sus instintos siempre serán más fuertes que sus delirios.

Y volviendo a tomar la labor que descansaba al lado del sillón, lo despidió sin mirarlo.

—Pero, entonces, ¿para cuándo…?

—El día que el padre Thomas anuncie que don Esteban está lo bastante a salvo para no temer recaídas. No intento dilatar más esta cuestión. Ha llegado el tiempo en que sólo deseo acabar con este conflicto.

—¿Así considera nuestra relación, como un conflicto? —protestó él endureciendo la mandíbula.

—Quizá cambie con el tiempo. ¿No era que confiaba en enamorarme?

No distinguió de momento —tan deseoso estaba de que ella le concediera un poco de atención— la ironía y hasta el desprecio que había en su voz.

Desconcertado, sentía en su pecho una opresión indefinida, una congoja que dolía físicamente. Algunos rostros de muchachas —la vaquerilla de Valladolid, que había abandonado al saber que estaba preñada, la mestiza del cántaro verde, que golpeó en Veracruz porque no se avino a satisfacer sus caprichos, la niña india que había violado cuando salía de Lima— se le aparecieron con nitidez. ¡Años hacía que había olvidado sus caras, sus historias! ¿Por qué aparecían como invocadas por esta joven que había conseguido eludirlo por mucho más tiempo que todas las mujeres que había deseado en su vida?

Y, supersticioso, sintió un escalofrío, como si tan viejas injurias estuvieran dispuestas a reclamar, a través de aquella joven menuda y sin posibilidades de defenderse —salvo a través de sus parientes—, deudas tan enfadosas.

Se despidió con una profunda reverencia y salió de la casa con rapidez. Don Gualterio no se veía por ningún lado. O guardaba cama, o estaba en lo de los Celis de Burgos. Seguramente Sebastiana lo había hecho llamar debido a que el padre estaba ausente.

«Mejor así», murmuró. Hubiera sido incómodo encontrarse con Zúñiga. Dudaba de que el hidalgo lo hubiese perdonado, y sabía que su hija sólo deseaba evitar al anciano cualquier mal rato, cualquier indignidad.

Pasaría a ver al obispo; antes de salir para La Rioja, Sá de Souza le había entregado 700 pesos y quería dejárselos en guarda. Más tarde encargaría misas y encendería cirios, como le había impuesto su prometida. Mientras tanto, maldecía su mala sangre, que lo había llevado a herir a don Esteban tan intempestivamente. En fin; peor hubiera sido matarlo…

Al pasar frente a la puerta del prestamista, tropezó con Baracaldo —consejero y factótum del obispo para acciones que debían disponerse en la penumbra— que salía de la casa del portugués. Él lo miró, socarrón, pues se rumoreaba que andaba en amores con la mujer de Sá de Souza; el otro titubeó, incómodo. Se detuvieron, no obstante, y don Dalmacio se lamentó de que hubiera muerto Maderos, tan práctico que era «para escrituras lucidas».

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