El jardín de los venenos (46 page)

Read El jardín de los venenos Online

Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
4.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No, pero solíamos consultarlos. Estaban en la cripta, en un cofre.

—¿Y los necesita usted ahora?

—No…; sí, me urge encontrarlos. ¿No los habrá tenido sor Sofronia con sus cosas, entre los herbarios, en su baúl?

—Cuando murió, repartimos sus prendas a conveniencia. No encontramos más libros que los de devoción…

Estaba poniendo nerviosa a la priora, y él ya estaba inquieto; vio la mirada reprobatoria del hermano Hansen, pero esquivó sus ojos. La desaparición de los libros lo desazonaba, porque eran peligrosos… y porque una vez más había un indicio, aunque sumamente frágil, que señalaba a Sebastiana: siendo la mano derecha de la religiosa, era muy probable que hubiera dado con ellos por casualidad. ¡Si al menos él recordara cuándo fue la última vez que los vio!

Encargó a la madre Gertrudis investigar entre las reclusas sobre cualquier libro de plantas y medicinas que anduviera por ahí, y salió del monasterio irritado. El hermano Hansen tuvo que apurar el paso para alcanzarlo.

—¿Qué libros son?

Él dudó; y aunque no mintió, tampoco dijo la exacta verdad:

—Unos tomos de Anazarbeo que aún tienen cosas muy aplicables.

Su discípulo calló, pero la incredulidad le volvió zorruna la expresión.

Pasaban frente a lo de don Gualterio cuando vieron entrar a la vieja Dídima en una ruina pegada a la casa.

—¿Qué hace esa mujer ahí? —preguntó el padre Thomas como si despertara de un sueño inquietante.

—Vive en ese sitio. Doña Sebastiana la protege por caridad.

Después de un esfuerzo interno para controlar el tono, el médico preguntó secamente:

—¿Cómo subsiste?

—Los Zúñiga la emplean para pequeños encargos, lo mismo que media Córdoba —apuntó el joven, cada vez más sorprendido con el comportamiento de su maestro. Y como el padre Thomas pareciera clavado en la piedra, le advirtió—: Llegaremos tarde a la comida.

Aquello lo puso en marcha, pero el hermano Hansen, asombrado, vio a su superior caminar torpemente, como hombre molesto consigo mismo por algo que había hecho o había dejado de hacer.

Entraban en el convento cuando el padre Temple se volvió a decirle:

—Joseph, busque esta tarde a esa mujer y tráigala a la botica, que necesito hablar con ella.

A sus espaldas, el discípulo levantó los ojos al cielo como pidiendo resignación.

34. De la voz del obispo en los tejados

Hay formas de «hacer justicia» fuera de los cauces de la justicia formal. Con estas prácticas se satisfacen agravios recibidos que la acción de la justicia formal no puede o no ha alcanzado a castigar por falta de pruebas fehacientes.

Academia Nacional de la Historia

Nueva Historia de la Nación Argentina - Tomo 2

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Invierno de 1703

Lope de Soto, de pie ante don Alonso Salinas, alcalde ordinario, escuchaba las reconvenciones que éste le hacía por asediar a una joven viuda, que había sido denunciado el día anterior. Con mirada sombría y una presencia física que apabullaba un tanto el empaque del caballero, ya de cierta edad y más bien menudo, el señalado escuchó en silencio las quejas planteadas contra él. Iba acompañado de Iriarte, que intentaba sacarlo bien librado del lío.

—¿La dama ha hecho la denuncia?

—No.

—¿Quién, entonces?

—Un familiar. Y en esta etapa del asunto, no diré más —aclaró Salinas con determinación.

Después de un largo silencio, en que Lope de Soto pareció perdido en algún estuario secreto de su mente, dio un paso, apoyó el puño en la mesa e inclinándose hacia el funcionario, aclaró, sorprendiendo a Iriarte y al otro:

—Mí comportamiento tiene una justificación: dicha dama aceptó mi protección aún en vida de su marido, como todo el mundo sabe, porque no hizo misterio de llegar del campo escoltada por mí, ni de partir nuevamente bajo mi protección, rechazando el ofrecimiento de don Esteban Becerra, su tío. Volvía yo de una incursión a los campos del sur, cuando me enteré de que su marido había muerto y pasé a ofrecerle nuevamente mis servicios. Ella nos recibió, nos sentó a su mesa y esa noche tuvimos dormida bajo su techo…

—En realidad —se apresuró a intervenir Iriarte—, fue en unas dependencias separadas del cuerpo principal…

Lope de Soto se irguió en toda su estatura y miró despectivamente al alcalde.

—He sido recibido en su casa, aquí en la ciudad, en presencia de su familia y en el horario de las devociones, a las que me he plegado. Si hay alguien que pueda quejarse, soy yo, que he sido engañado por ella, que siempre pareció aceptar con gusto mi presencia. ¿Qué hombre no se llamaría a confusión con su comportamiento, que alentaba mis aspiraciones? Pese usted en la balanza la queja que hay contra mí y la turbación en que me hallo ante un proceder que parecía poner puentes de plata a mi acercamiento…

Luego, con una rígida reverencia, salió, furioso, a la calle.

Mientras se encaminaba hacia la iglesia de la Merced, a buscar apoyo en el padre Cándido, ordenó a Iriarte:

—Quiero que encuentres a Becerra y le digas que si no es un cobarde, lo espero esta noche por el Pucará. Y que vaya armado, que no lo invito a jugar al truque.

—Lo siento, pero no apoyo un duelo sin pies ni cabeza: si doña Sebastiana no quiere nada con usted, pues habrá de conformarse. No ha estado bien lo que usted ha dicho al alcalde: nunca noté que ella lo alentara —y deteniéndose, obligó con esto a que Soto se volviera a mirarlo—. Sería mejor que busque a Guerrero para esa comisión. Va más de acuerdo con su naturaleza.

Y dándole la espalda, lo dejó en medio de la calle.

Si no fuera que todavía le quedaba un resto de razón, la rabia hubiera impulsado a Soto a atravesarlo con la espada; maldijo en voz alta y cuando llegó a los corrales, llamó a uno de los peones de cuadra y lo puso a vigilar el negocio de Valladares. Más temprano que tarde daría con su rival en la taberna.

Unas horas después, Becerra fue llamado al Cabildo.

—No puedo hacer nada —le dijo don Alonso Salinas—. Él se escuda en que ella le dio esperanzas aún en vida de su marido.

—¿Le crees más a ese matarife que a mí? —se molestó don Esteban.

—No me eches tus cóleras encima —le advirtió el otro, molesto—. Bien sé que las mujeres a veces no son conscientes de sus seducciones, y también sé que buenos hombres se ven perdidos por esas actitudes. Y hay muchas jóvenes que no tuvieron la debida educación en su casa (y perdóname, todos sabíamos que doña Alda no era la mejor de las madres), y se divierten enfrentando a los hombres. Lo que el maestre de campo dice es cierto: toda la ciudad sabe que más de una vez tu sobrina aceptó su protección, que lo ha recibido en su casa y que él le manda esquelas con el padre Cándido, que es el confesor de ambos, lo que demuestra la seriedad de sus intenciones.

—El padre Cándido no es su confesor. Lo es el padre Thomas —puntualizó Becerra.

El alcalde, al notar su asombro —al parecer ignoraba lo de las cartas—, arguyó, conciliador:

—Vamos; las cosas no han pasado a mayores. Un hombre no es un hombre si de vez en cuando no pierde los estribos por una mujer. Ya se conformará y buscará a otra. No es mal partido.

Becerra lo miró, pálido, comprendiendo que de alguna manera Lope de Soto había revertido la situación, haciendo quedar mal a Sebastiana con mentiras que eran mitad verdades.

—Ya veo; no hay remedio —murmuró, y dejó al otro incómodo, pensando que, desde Eva, las mujeres traían más problemas a los hombres que los servicios que les prestaban.

Becerra, con la cabeza echada hacia adelante, pensaba: «Lo mataré, esta vez lo mataré…», cuando oyó los cascos de un caballo y que alguien gritaba su nombre: detrás de él venía al trote su primo Bernardo Osorio, con todas las trazas de regresar de los campos del sur. Lo acompañaban varios peones, todos españoles. Decían que a causa de un mal suceso, en el que estaba involucrada una de sus antepasadas y un indio imaginero, no había indígenas ni mestizos entre su gente.

—¿Qué? —le soltó—. ¿A qué viene ese mal gesto?

—Estoy pensando en matar a alguien.

Bernardo se sonrió.

—Te acompaño —dijo, y después de palmear el cogote de su caballo, saltó de la montura y llevándolo de la brida caminó al lado de Becerra—. Veamos, ¿a quién quieres matar y por qué?

—A Lope de Soto. —Don Esteban sacudió la cabeza para despejarla del ofuscamiento—. Ha estado hablando de Sebastiana.

La expresión del otro se endureció.

—¿Cosas deshonrosas?

—No; sólo improcedentes. El mayor problema es que no la deja en paz. Se ha propuesto casarse con ella.

Bernardo sacudió la cabeza: su pelo rubio y enredado necesitaba un corte después de varios meses en Los Algarrobos.

—¿Estás seguro de que ella no…?

Su primo se volvió hacia él y lo enfrentó con la mirada.

—Bien, bien; admito tu dictamen —se sonrió el otro, pensando que tampoco a él le gustaba que un aventurero como el maestre de campo se llevara a una mujer de su familia.

—Le mandaré un aviso…

—No, que no sea evidente, o los ujieres no podrán pasar por alto la Ley. Que parezca una riña de taberna. Esta noche iremos a los portales de Valladares; suele amanecerse allí.

Los probos ciudadanos se habían acostado ya cuando el muchacho que Soto había puesto a vigilar el negocio de Valladares le tocó la ventana para avisarle que Becerra acababa de entrar en la taberna, cerrada para otros que no fueran los parroquianos de mayor confianza.

Iriarte, que se veía venir la tempestad, se había alejado de él desde temprano, declarándose visita, por la tarde, en lo de una señorita a la que pretendía con maneras comedidas, y a la noche en casa de unas mujeres galantes. No quería enredarse en la locura de su jefe.

Lope de Soto hizo avisar a Guerrero mientras se vestía, molesto por la falta de Maderos, a quien extrañaba en todo.

Mientras se ajustaba la espada a la izquierda, oyó a Guerrero atravesar el patio. Cuando éste tocó con los nudillos la puerta, acababa de colocar el puñal en su funda, a la derecha. Sonriendo, recordó una vieja canción de guerra: era noche de matar.

Salieron juntos, después de discutir si iban a caballo o no. Prefirieron llevarlos, para molestia de algún corchete advertido que pretendiera seguirlos: tal vez pudieran perder al fisgón.

Cuando el maestre de campo tocó en la puerta de atrás de los portales, identificándose, el dueño le abrió con renuencia, pues no veía ya con buenos ojos, especialmente a aquella hora, la presencia de un hombre pendenciero: sus clientes de trasnoche solían ser señores tranquilos que, por aburrimiento o como excusa para encontrarse con alguna mujer, jugaban un par de manos de naipes y luego desaparecían. También algunos disolutos de buen carácter tenían el paso franco.

Si Lope de Soto hubiera ido con Iriarte, no hubiese dudado en abrirle, pues éste era hombre serio que raras veces bebía de más y aun más raras provocaba incidentes. La presencia de Guerrero no era ninguna garantía, pues tenía un carácter díscolo, acorde con el del maestre de campo.

Una vez dentro, los militares distinguieron a Becerra y dos de sus primos entretenidos en la mesa de truque.

Soto, deteniéndose a distancia, por si tenía que sacar la espada, se dirigió a don Esteban:

—Se lo diré de una vez: no interfiera en mis asuntos, porque tendrá que lamentarlo. No soy de aguantar estorbos.

El rostro de Guerrero, a su lado, mostraba una expresión extraña, cambiante a cada movimiento de la lumbre.

Becerra, que daba tiza a la punta del taco, respondió sin mirarlo:

—¿Valía la pena molestarse para decirme lo que sé?

Y mientras se acomodaba para efectuar otro tiro, sus dos primos —Germán Bustamante y Bernardo Osorio— se acercaron hasta quedar a cada lado de él.

Soto retrocedió y se apoyó en la puerta, el puño sobre la cintura.

—Veo que no considera mi pedido.

—Así es; no lo considero en absoluto.

El maestre de campo hizo una mueca que, inconscientemente, mostró los colmillos a tiempo que daba un paso.

—¿Seguirá simulando que no me escucha? —lo increpó.

—Domine su carácter —dijo Becerra sin mirarlo—; pierde con facilidad la sangre fría, y eso, que es malo para cualquier hombre, es pésimo en un militar.

—Me siento satisfecho de mi carácter.

—Yo opino que es una desgracia para usted y para los otros que no sea capaz de meter en cintura tanta pasión.

Soto avanzó otro paso, pero ni Becerra ni sus primos retrocedieron. Guerrero comenzaba a comprender que estaban metidos en un buen lío y no sería fácil salir de él sin que hubiera heridos; había que considerar que no era lo mismo acuchillar a un peón o un negro en las rancherías que meterse con uno de los hombres más conocidos y apreciados de la ciudad.

—Escuche —se dirigió entonces a don Esteban—; estoy aquí con la intención de que las cosas no pasen a mayores…

—¿Y cuál es su beneficio? —replicó Bernardo Osorio.

—Ninguno, salvo la integridad de mi superior —respondió Guerrero, cada vez más exasperado y preguntándose por qué no entraba alguien de mayor jerarquía que ellos y acababa con la situación.

Lope de Soto intentó disuadirlo del discurso, pero Guerrero continuó.

—Si cesáis vuestras oficiosidades con la dama y dejáis en paz a mi maestre…

No se había pronunciado el nombre de Sebastiana, pero la mirada de los que acompañaban a Becerra mostró una decidida advertencia.

—¿Nada más? —dijo Becerra, esta vez empuñando el taco.

—Vuestro proceder es un ultraje para él.

—¿El gato le comió la lengua al señor Lope de Soto? —deslizó Bernardo Osorio—. ¿O será que de donde viene sólo saben rebuznar?

Aquello hizo subir la sangre a la cara del maestre de campo.

—¿Qué… qué dice…?

—¿Hace falta explicarlo? —dijo Germán Bustamante con el ceceo que le daba en las situaciones de peligro.

—¿Se refiere a mi origen? ¿Qué tiene que decir de mi origen? —vociferó Soto, cruzando el brazo derecho para alcanzar la espada. Sentía como un tóxico en el cuerpo que no se calmaría hasta que consiguiera dar unas estocadas y ver sangre.

—Ignoramos todo sobre vuestro origen —dijo Becerra pausadamente, y se llevó la mano a los riñones pues, prevenido, había salido con el cuchillo a la espalda.

Other books

A Time for Change by Marquaylla Lorette
High Treason by John Gilstrap
A Chosen Life by K.A. Parkinson
When Winter Come by Frank X. Walker
My Husband's Wife by Jane Corry
TakeMeHard by Zenina Masters
A Small Death in lisbon by Robert Wilson