Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
Y con una reverencia cortés, no esperó a ver si su tío la seguía ni si alguna esclava le abría la puerta.
Mientras recorría la galería, la siguieron las exclamaciones de: «¡Excomulgada, estáis excomulgada!». Vio aparecer la cabeza de Novillo Mercadillo por la puerta vecina al salón donde se había llevado a cabo la entrevista y al pasar a su lado, siseó: «Señor don Novillo, ¿siempre de orejero?».
Don Marcio, alegando ofuscaciones de reciente viudez, la siguió abajo, alcanzándola en la vereda.
—No debiste perder la paciencia.
—No puede hacer nada. Incluso gran parte de los administrativos del Cabildo están molestos con él.
—Puede excomulgarte.
—Hay cosas peores. Dios no es necio…
—¡Sebastiana!
—No puedo creer que me mande al Infierno porque un codicioso se haya empeñado en quedarse con mis bienes…
—Parte de tus bienes. En comparación a lo que tienes y heredarás, bien podrías finiquitar el pleito…
—Jamás. Él falló contra las monjas, que me querían amparar…
—Pero a favor de tu padre, que no movió…
Ella se detuvo hecha una furia. Roja y violenta, le levantó la voz:
—¡Deje en paz a mi padre, que bastante tiene con sus tormentos!
Y mientras don Marcio se detenía, turbado, y varias personas miraban con curiosidad, la joven se levantó las faldas y dejándolo atrás sin saber qué hacer, caminó rápidamente hacia su casa.
Al día siguiente comenzó el juicio sucesorio de los bienes de don Julián Ordóñez. El funcionario de turno, que seguía las perennes fórmulas del papeleo de rigor mientras tomaba un jarro de chocolate, se quemó los labios y la boca ante lo que leyó: el alegato al derecho de la india Eleuteria Chancaní y sus hijos a heredar de los bienes de don Julián Ordóñez.
—Pero entonces…
Don Dalmacio de Baracaldo, que husmeaba con sus modales discretos en silencioso ir y venir, pasando como al descuido por las espaldas de los ministriles, echó el ojo sobre el documento y perdiendo la reserva salió a grandes trancos hacia el palacio del obispo.
Unas horas después, don Esteban y doña Saturnina recibían la perturbadora noticia de que Sebastiana había sido, en realidad, la concubina de don Julián: la verdadera esposa era Eleuteria, y sus hijos no eran reconocidos, eran legítimos. La misma Sebastiana presentaba recurso para ayudar a esta mujer: «Porque así me lo demanda la conciencia, que aun ignorante, le traje dolores y ofensas».
El resto de los bienes que había dejado don Jerónimo para Aquino —los cuales nunca habían sido tocados— fueron ahora traspasados, por orden del beneficiario, a Nuestra Señora de la Merced, como dote y cesión.
Una mañana, los que dependían del consejo del padre Cándido quedaron huérfanos y anonadados ante su ausencia: el prior de la Merced lo había despachado al convento de La Quiaca.
En casa de los Zúñiga, don Gualterio continuó ignorando lo que se comentaba en la ciudad sobre su hija porque todos, ante la tenuidad de su salud, callaron lo que pudiera enfermarlo.
El obispo comprendió que al complicarse la situación legal de doña Sebastiana, podrían sus enemigos echarle algunos textos a la cara, así que decidió salir a recorrer los curatos, siempre acompañado por la bella mulata que se encargaba de su bienestar.
Cuando regresó, todo estaba más tranquilo y al parecer sintió que le escocía el deseo de continuar con sus pleitos.
Arremetió nuevamente contra la Universidad jesuítica, se metió con las limosnas de los mendicantes franciscanos, mandó voltear las nuevas ramadas que había levantado la gente simple a la orilla de los caminos, deseando dar cobijo a Jesús Sacramentado durante la misa de campaña, y volvió, cansado, los ojos hacia Sebastiana. Había tenido una misteriosa visita unos días antes de partir. Ya de regreso, una tarde en que su espíritu halló cierta paz en su pecho, sacó unos papeles de una gaveta guardada bajo tres llaves y releyó con satisfacción lo allí escrito. Si aquel papel no hacía que Sebastiana le entregara lo pedido, él se comería sus zapatos.
Fue la vieja Dídima, la mensajera de los dioses, quien pasó el recado a Rafaela, que lo llevó a Sebastiana: era del obispo y el tal mensaje había andado dando vueltas desde el mediodía, marcado de grasa y la tinta corrida por unas manchas sospechadas de vino.
—¿Qué te dice?
Sebastiana guardó la nota dentro de su pecho.
—Quiere verme.
Los dedos le temblaban, quizá por el nerviosismo de comenzar de nuevo a litigar con él, quizá porque estaba cansada, quizá porque tuvo la sensación de haber vivido ya aquello al recibir las primeras esquelas de Maderos.
Decidió no jugar con su suerte y presentarse en cuanto le fuera posible —sin que pareciera que agachaba la cerviz— en el obispado.
Atenta a su experiencia, se hizo acompañar con Porita, ya que Rafaela llamaría demasiado la atención. No avisó a sus parientes, por no darles cabida en lo que, por presentimiento, imaginaba un motivo secreto de presión.
Estaba haciendo antesala cuando oyó unos gritos destemplados en la sala de respeto, y esta vez no eran de Su Ilustrísima. Poco después salió un joven con las marcas de la ira en el rostro. Iba vestido con dignidad, pero pobremente, y desde la puerta le gritó:
—¡Veremos quién se sale con la suya, que no he de permitir que vuesa merced me robe los dineros de la bolsa ni la comida de la boca, pues un día antes de su fallecimiento, mi tía me aseguró cuánto de su patrimonio pasaría a nuestras manos!
—Recaudos de vieja, para que la cuidaran, pues a la hora de la muerte decidió entregarlos de viva voz a fray Guzmán, para mermar su purgatorio —respondió el doctor Mercadillo y Sebastiana imaginó su sonrisa contenida.
El joven, fuera de sí, pretendió echarse sobre el prelado, pero sus hermanos, que lo esperaban en el corredor, lo tomaron de los brazos y lo arrastraron hacia la salida. Cuando pasaban frente a Sebastiana, el joven había recuperado la calma.
—Dejadme; os seguiré en paz.
Mientras éste se acomodaba la ropa, el menor de los hermanos dijo con convicción: «No te preocupes; el Auto Acordado prohíbe que se hagan mandas al confesor…».
El tercero de los hermanos, más callado e impávido que los otros, les dijo al ponerse en marcha: «Ya pensaré yo en el remedio para contener al tirano».
Pensaba Sebastiana en ello cuando don Dalmacio de Baracaldo entró en la sala con unos documentos enrollados en las manos. Poco después salía y hacía pasar a la joven: ya no quedaba nadie en los corredores, salvo las morenas que bailoteaban alrededor del brocal del pozo entre risas y saltos.
El doctor Mercadillo le ofreció asiento; ella aceptó y se quitó los guantes. Como él la miraba fijamente, Sebastiana dijo con tranquilidad:
—Vuestra señoría es quien ha pedido hablar conmigo. ¿Qué de nuevo tiene que aducir a nuestros desentendimientos?
El obispo lanzó una sonrisa aguda mientras iba y venía por la habitación como si estuviera por impartirle una corrección; finalmente fue hasta una gaveta y tomó un cofre, de ése otro y finalmente otro. Sacó con gran parsimonia unos papeles que Sebastiana creyó reconocer vagamente. Los desplegó y comenzó a leerlos en voz alta.
A medida que las palabras puntualizaban lo que decía el documento, Sebastiana sufrió una transformación. Primero palideció, resbaló en el alto espaldar de la silla, hasta quedar recogida en el asiento. Sus dedos se aferraron a los brazos del sillón y sus ojos se convirtieron en dos brasas heladas. Cuando fray Manuel terminó la lectura, se cubrió los ojos con la mano y respiró con fuerza para no perder el conocimiento.
Su Ilustrísima se sentó frente a ella, se mordió el labio inferior como quien piensa y luego le preguntó con voz suave:
—¿Qué decís a esto?
Ella se quitó la mano de los párpados y lo miró largamente, como reflexionando.
—¿Tendré yo mis mandas finalmente? —insistió él.
—¿Se me entregarán esos papeles?
—En cuanto llegue a mis arcas lo prometido. Sin embargo, como ofrenda a nuestra futura amistad, no sería mal recibido algún pequeño donativo… El seminario insume mucho dinero.
Ella asintió con un suspiro.
—Iré a mi casa y veré cómo solucionar todo a vuestro gusto, pero es usted iluso si piensa que puede haber una futura amistad entre nosotros. Estos arreglos se han hecho contra mi voluntad —y se puso de pie mientras murmuraba—: Mejor me retiro ahora.
—¿Puedo confiar en que se me contentará pronto?
—¿Qué día es hoy?
—Es 13 de julio, día de San Enrique emperador.
—Mañana tendrá todo lo que desea, y más de lo que supone… Ella caminó hasta la puerta y desde allí se volvió a mirarlo.
—¿Estoy excomulgada? —preguntó con una sonrisa sesgada.
—No; os aprecio demasiado para excomulgaros, especialmente cuando veo que habéis entrado en razón.
—Vendré mañana. Ya avisaré a vuestra merced a qué hora.
Ella hizo una reverencia, abrió por su mano la puerta y, sin detenerse a decir una palabra a Porita, caminó hasta la sala vecina y la abrió. No había nadie, nadie había escuchado lo hablado.
Cuando llegaron a la plaza, se dirigió a la fuente y en el agua terrosa de la pila de piedra blanca, mojó el pañuelo y se lo pasó por la frente y las manos mientras Porita le quitaba la mantilla. Al elevar la cara, dirigió los ojos hacia el oratorio y distinguió la sombra del obispo contemplándola desde allí.
En su casa, se encerró en el dormitorio, pensando desesperadamente en cómo salir de aquello.
Rafaela le acercó una tisana y ella preguntó a borbotones:
—¿Sabes dónde vive Marina? Sé que don Marcio le compró una casa…
—Cerca de la acequia antigua, la que corre a San Francisco.
—Tendré que pagarle al obispo. Creo que ella me sustrajo unos papeles de mi madre.
Rafaela vaciló.
—¿Un testamento?
—Algo así. —Y mientras bebía la tisana, sentada en la cama con los pies colgando, comentó—: Seguramente los robó para usarlos de pabilo; ella no sabe leer, así que no entiendo cómo se dio cuenta del valor que podían tener.
Sopló sobre el líquido oloroso y murmuró, ceñuda:
—Menos entiendo cómo el obispo llegó a saber que ella los conservaba.
—¿Con eso te está molestando?
—Qué importa ya. Cuando venga Dídima, mándala a la tienda de la Compañía. Que me traiga varios pliegos de papel del bueno, que tengo que hacer unos documentos.
Al terminar la bebida, se echó en la cama boca arriba. Con los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho, murmuró:
—Dormiré un rato.
Sin embargo, una vez sola, acercó el candelabro y abrió las Confesiones. Leyó: «Llevaba a cuestas, rota y sangrante, a mi alma, que no soportaba ser llevada por mí, y no hallaba yo dónde ponerla…».
—Yo: tierra y ceniza —le susurró a su corazón.
Rafaela iba a lo de Isaías en la tarde helada y ventosa, que alborotaba el polvo de los guadales, cuando vio venir hacia ella una figura embozada, con la capa fustigando el aire: era uno de los sobrinos de aquella viuda que decían había dejado su fortuna a los dominicos después de habérsela prometido a sus deudos, que estaban en la pobreza. Se rumoreaba que el obispo se había negado a considerar aquello y que los tres jóvenes, funcionarios menores del Cabildo, estaban furiosos y desesperados.
Se cruzaron sin mirarse. Rafaela no pudo contener una sonrisa. ¡Si le habría preparado filtros de amor, para que una de sus primas, mayor y adinerada, aceptara casarse con él! Las cosas habían salido bien, salvo por que el padre de ella, que agonizaba desde hacía años, les había hecho jurar que no presentarían las amonestaciones hasta después que hubiera muerto, y, así, mientras el viejo resistía, la mujer languidecía de amor y el joven de pobreza.
Se encontró con Isaías, pero no bajaron al foso de las hierbas —nunca lo hacían de día—, y después de conversar y tomar unas cañas, el hombre le entregó la tinta y otros encargos.
Al salir de allí, Rafaela dudó en volver al centro de inmediato, porque desde el día anterior le rondaba en la cabeza el nombre de Marina, la esclava favorita de doña Alda. Llevada por una especie de instinto, se dirigió, dando un rodeo para evitar el centro, hacia la vivienda de la felona.
Distraída, recordó unas cuartetas que rodaban por la ciudad y se adjudicaban a los herederos burlados, pues las primeras estrofas motejaban a Mercadillo de «gran amigo de lo ajeno, / comerciante de indulgencias», y a continuación de «cazador de gente honrada, / de viudas adineradas…». Las últimas sonaban casi amenazantes:
«…Pero ha de llegarte el día
en que el Demonio te llame,
por tu maldad te reclame
y te toquen a agonía.
Temo que no ha de ser justa
la pena de tu castigo.
¡Pongo al Cielo de testigo
de esta duda que me asusta!
Y es que jamás será eterno,
el castigo del que te hablo,
pues no ha de aguantar el Diablo
tu presencia en el Infierno…».
Una carcajada le gorgoteó en el pecho. Casi con seguridad, las estrofas ya habrían llegado a manos del obispo.
… Debo explicar lo de Eleuteria, de quien algunos me creyeron verduga.
En alguna medida fui su guardiana, quien la aconsejó, por medio de Dolores, para que se refugiara con su gente por si el obispo ordenaba encarcelar a don Julián. ¡Qué gracia hubiera tenido que fray Manuel mandara los corchetes para que lo prendieran y se hiciera público que era yo la concubina y ella la maridada! Hubiera disfrutado del escándalo, especialmente si mi madre hubiese estado viva para entonces.
Pero no; seguramente don Julián mantendría la boca cerrada, porque era menor el castigo por amistad ilícita que por bigamia.
De todos modos, no había que sumar mucho para comprender que cuando el obispo entrara en actos, Eleuteria quedaría a merced de fuerzas imponderables. Yo ignoraba lo que prescribía la Ley, pero sabía que no es fácil lidiar con la Ley cuando se es pobre y sin instrucción. Temí que una vez en marcha la molienda de la justicia, se tragara a Eleuteria y a sus hijos sin que yo pudiera evitarlo: raro se vería si intentaba auxiliarla, pues se esperaba de mí resentimiento y desprecio hacia ellos, no benevolencia.
Envié a Dolores a lo de la curandera que vive en tierras de don Julián, con la excusa de que se nos había acabado el azufre. Ella la convenció de que vendrían a destituir a varios funcionarios amancebados y a llevarse a don Julián.
La curandera vino a verme contando que Eleuteria estaba como alma que lleva pena, pues había soñado que el ánima de don Julián volaba encendida en llamas y que ella no podía ayudarla, y por eso había preferido irse. «Algo me deberá de por vida esa india —dijo para mi entendimiento la curandera—, siendo que la aconsejé que obedeciera los agüeros, porque es sabido que el cristiano, asonsado por lo que quiere, no escucha lo que los ángeles le dicen en el sueño».
Me cuidé de recompensarla, pues dar recompensa es como poner pregón a lo que ocultamos.
¿Cómo supe que ella era la verdadera esposa de don Julián? La curandera aquella que iba y venía entre los campos de los Ordóñez y Santa Olalla se lo confió a Dolores, que se lo confió a Rafaela, que me lo confió a mí. Mandé a Aquino engañado, como si quisiera que averiguara si los hijos de don Julián estaban reconocidos, y el padre Balboa dijo a Rosendo y a Aquino que la verdadera esposa era Eleuteria. Aquino no lo terminó de creer, esperó que el pobre durmiera su borrachera, arrancó las hojas del registro que atestiguaban la infamia y las ocultó, negándome los hechos. Al morir don Julián, Rosendo, con quien jugábamos siendo niños, creyó que debía enterarme.
Pasó el tiempo, pero nunca dejé de pensar en la injusticia cometida contra ella; traté de moderar sus sufrimientos y encargué a Rafaela que Isaías encontrara la forma de hacerle llegar algo de dinero y más provisiones, que en medio de la sierra el dinero poco compra. Como temía que alguien pudiera hacerse con la tierra de los Ordóñez, mandé por Eleuteria con la intención de que se le entregara legalmente lo que por derecho les pertenecía a ella y a los hijos que tuvo con don Julián.
Le guste a don Jerónimo o no, esté en el Cielo o en el Infierno, los hijos de su hijo mayor, aunque sean mestizos, heredaron la tierra y de estos Ordóñez será mientras puedan conservarla.
Todavía me pregunto por qué confiamos una en la otra. Aunque sólo nos hemos conocido hace breve tiempo, en algún momento nos encontramos en una región que sólo existe para los que sufren.
Dice San Agustín: «Y somos empujados a hacer el bien una vez que nuestro corazón concibió de tu Espíritu; mientras que anteriormente éramos empujados a hacer el mal…».