Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
El hermano Hansen había abierto el maletín, desplegándolo sobre el escritorio, y el padre Thomas pasó revista a los medicamentos que en él llevaba. Esperaba que la botica de la Compañía, saqueada por la peste (pues no alcanzaban a reponer algunas sustancias que debían ser traídas de lejos), tuviera lo necesario.
—¿Quién se encarga de ordenar las comidas?
—Belarmina.
—Hablaré después con ella; hay que administrarle una dieta muy tonificante, aunque gradualmente. Tienen que prepararle una sopa de alas de gallina, hervidas hasta que el líquido se vuelva gelatinoso. Se le deben agregar hojas frescas de lechuga, tallos de apio, trozos de calabaza y cebolla: es necesario que vuestro padre expulse del cuerpo el agua que ha acumulado; trataremos de que los riñones se presten a hacerlo con esa dieta. Sería bueno que lo trasladarais a su dormitorio, pero sin violentar su voluntad, que no quiero trastornarlo. En caso contrario, hay que acercarlo a alguna ventana interior y, si le dan ahogos, abrirla para que tome aire fresco. El hermano Hansen vendrá más tarde con un estimulante, por si se le declara una crisis cardíaca.
Y mientras salían de la habitación, caminando lado a lado, él encorvado por el cansancio, ella con las manos unidas sobre la falda, la cabeza gacha, le fue aconsejando la dieta que se le podía administrar:
—Por ahora, nada de verduras o frutas frescas. Como seguramente tendrá dificultades para tragar, haced que le preparen de inmediato un jarabe con cinco partes de miel y una de vino, disueltas en agua caliente. Si se consigue un borreguito mamón, o un pollo, que se hierva la carne más blanca en vino, y tentarlo a que ensope el jugo con el pan, que mejor si es de varios días. Después de las comidas, que se le den higos o ciruelas desecados, que estimulan la digestión. En los cocidos, usad la nuez moscada y la pimienta blanca. En las tisanas, la miel.
El hermano Hansen y el mercedario quedaron tratando de convencer a don Gualterio de que se dejase bañar por dos esclavos de los mercedarios, a los que mandarían presentarse en el solar, ya que el único criado del señor era bastante viejo.
Luego de conseguir una aproximación al «sí» del caballero, el joven se retiró dejándolo en compañía del confesor, encontrándose con el padre Thomas, que observaba la calle desde la vereda: no lo habían notado al llegar, pero alguien había mandado tapizar el suelo con una capa de alfalfa para amortiguar el paso de carros y jinetes que podían molestar al doliente.
Silenciosos, cansados, se dirigieron hacia el convento, el joven Hansen un poco atrás del maestro, ni demasiado lejos, puesto que no era sirviente, ni tampoco a su lado, pues las jerarquías y las edades tenían sus reglas.
—Esa mujer huele a hechicera —dijo el joven con la voz tomada; con un escalofrío, el padre Thomas creyó que se refería a doña Sebastiana, hasta que el muchacho aclaró—: El Santo Oficio debería indagar sus actividades. Cada vez que la vemos, sugiere cosas de ocultismo o de ciencias oscuras.
—No invitemos al inquisidor a este banquete —lo contuvo el médico—; es huésped impredecible: se sabe por cuál plato comienza, pero jamás en cuál termina.
Lo tranquilizó comprender que el joven hablaba de Rafaela.
Adentrándose en las sombras, presintieron a la peste que dormía, encogida, sobre la ciudad, y cuando la gramilla que se abría paso entre las piedras de las veredas ahogaba las pisadas de los dos samaritanos, podían escuchar los ayes apagados que se filtraban por alguna ventana, ayes no desesperados, sino resistentes, monocordes como los de los niños que ya no recuerdan por qué lloran. A veces, un grito rompía el vidrio ahumado de la noche, y ellos, con un estremecimiento, con un frío sobre el estómago, se santiguaban, volvían atrás y tocaban a una puerta, conscientes de que el sonido ominoso del llamado sonaba como si el Destino mismo se presentara a recoger al que acababa de expirar.
Sosegadamente, como surgiendo de sótanos y túneles, de criptas donde dormían los sudarios de sus hermanas, respiraban y expiraban las preces de las monjas, que se turnaban para que ni un solo segundo del día dejara de contar con su plegaria.
«Debemos mencionar como hecho curioso que en la imaginería cordobesa se encuentra en manos de un particular un Cristo tallado en madera blanda, que se presume del siglo XVII, llamado del Chavalongo, cuya región abdominal está cubierta por un postigo de cuero que puede ser abierto y alojándose en su cavidad un intestino delgado confeccionado de una fina cuerda».
M. del Carmen Ferreyra
La mortalidad en Córdoba durante el siglo XVII, II Jornadas Argentinas de Estudios de la Población
Córdoba del Tucumán
Después de Pentecostés
Invierno de 1705
Una vez en el convento, el padre Thomas se bañaba y aconsejaba al joven belga que hiciera lo mismo. Ya en la celda, tomaba un cordial, comía con hambre lo que le habían dejado cerca del brasero, y como no caía en el sueño de inmediato, bebía una copa de vino mientras repasaba el libro de Sydenham.
Por entonces estaba releyendo el capítulo «Sobre la constitución epidémica de parte del año 1669 y de los años 1670, 71 y 72, en Londres». La descripción de los males, la continuidad que planteaba —cómo el cólera morbo, las fiebres disentéricas, las viruelas, la escarlatina, se desplazaban unas a otras—, la sensatez de los remedios que propiciaba, resultaban notables por la cuidadosa observación del investigador.
Él, por su parte, guardaba en la memoria las normas de higiene, las composiciones de algunos remedios, apuntando mentalmente: «Pedir nuevamente almendras» —porque el tabardillo se trataba con un remedio sobre la base de éstas—; «¿quedará agua de rosas de Damasco?», que se usaba para dar buen sabor a las medicinas de los niños, o: «¿Y el jarabe de meconio? No recuerdo haber visto ni una botella». La duda sobre estos faltantes podía quitarle horas de sueño de las escasas que dormía.
Un día en que estaba especialmente cansado, antes de apagar la vela y estirarse en la cama, su mirada, que recorría el libro más por costumbre que por interés, cayó sobre una frase que indicaba un tratamiento contra el «mal de piedra», los guijarros renales a veces tan difíciles de expulsar. En un instante, como quien emerge de la niebla de la memoria, recordó haber sido llamado por la esposa de don Marcio Núñez del Prado antes de la epidemia, cuando a veces demoraba ocho horas en volver al convento: fue durante el preludio de la peste, aquellas malas calenturas y la suave disentería que lo llevaban de una casa a otra, de una ranchería a un conventillo, de la cárcel al hospital de Santa Olalla.
Aunque era tarde, al desocuparse se presentó en la casa del procurador y lo encontró mejorado. Se había aliviado, le dijo doña Cupertina, después que su sobrina Sebastiana, ante la ausencia del médico, pasó a interesarse por su salud. Sobre la mesa de arrimo que sostenía un fanal con un Niño Dios dormido entre flores, él alcanzó a ver unas ramas de la yerba «vara dorada». El hermano Adamo, que había pasado por Córdoba antes de partir para las Misiones de Chiquitos, había hecho estudios sobre la planta, la famosa Virga aurea.
En la noche helada, con el brasero ya apagado y el lecho tan frío como el fondo de un pozo, recordó cómo el hermano Adamo había curado varios casos, recomendando aficionarse a ella para evitar las dolorosas formaciones.
¿Cómo conocía la joven tal remedio? ¿Habría conseguido la obra del hermano enfermero? Imposible; no era texto que se vendiera. Cerró el libro y lo apoyó sobre el pecho; muchas veces había sospechado que doña Sebastiana sabía más de lo que su modestia le permitía mostrar. «¿Su modestia o su astucia?», se preguntó, para pensar, en cuanto caía en el primer cabeceo del sueño, que era una pena que fuera mujer.
Sin saber que el obispo Mercadillo había tenido una idea semejante, pensó cuánto hubiera ganado ella si hubiese nacido muchacho: no habría quedado embarazada, no habría tenido que hacer aquel espantoso matrimonio, ni pasar por todo lo que había pasado. Hubiera podido ser su discípulo, su mejor discípulo: intuía que era superior al joven belga, a quien él vivía en el temor de perder, por sus escasos años, por su sentido misional, porque el hermano Hansen mantenía la actitud de los grandes médicos, una especie de indiferencia ante los peligros que arrostraba en su ministerio.
La hermana Sofronia, erudita hermética y retraída, la había elegido como discípula aunque era ajena a la comunidad. Ella también había visto en doña Sebastiana la capacidad latente, y estaba seguro de que, de alguna manera, la religiosa le había transmitido más sabiduría de la que él tenía noticia: bien conocía esa hermandad cerrada de las mujeres, que mantenían cofradías invisibles, sin libros y sin reglas escritas, pero aun así, precisas: era la antigua asociación de los esclavos, de los menos fuertes, de los disidentes en peligro, de los avasallados. Ningún papel denunciaba, porque todo se manejaba en secreto y en susurros: los susurros, al menos en aquel siglo que comenzaba, no eran prueba ante ningún tribunal.
Comprendió, de todos modos, que parte de la inquietud que le producía ignorar cuánto de pócimas y remedios sabía la joven se afianzaba en el rechazo que le producía Rafaela, que desde la muerte de doña Alda parecía pegarse más a doña Sebastiana.
Una paciente de él, viuda hacía poco tiempo, le entregó, en una de sus visitas, un frasco con orines: quería que le confirmara lo que le había dicho Rafaela, que al parecer también leía meados.
Él no mostró entusiasmo, pues nada en la señora ameritaba aquel análisis, y la mujer se había mostrado furiosa, tanto que, no bien dejó él la habitación, oyó cómo estrellaba el frasco contra el suelo.
Intuyendo algo más que lo aparente, en uno de sus viajes a Alta Gracia contó el hecho al hermano Pío.
—¿Viuda, decís? —preguntó el anciano que recorría las sementeras nuevamente sembradas—. Seguramente será el mal de las viudas —rió.
—¿Qué enfermedad es ésa? —se desconcertó el médico.
La mirada socarrona del otro, llena de campesina malicia, le reveló más que cualquier frase. Y enrojeciendo, recordó las miradas fijas que le dedicaba la dama, que él había tomado por temor por su salud, los suspiros que lanzaba cuando se agachaba a auscultarla, un cierto desorden de la ropa que mostraba, al parecer por descuido, más carne de la conveniente. Y el empeño que había puesto a veces en que salieran la sobrina que le hacía compañía y el hermano Hansen de la habitación, aduciendo vergüenzas y melindres.
Por suerte, jamás lo había permitido, pues era ley inquebrantable de la orden que el médico no debía estar a solas cuando examinaba a una mujer.
—¿Por qué yo? —preguntó al vasco—. ¿No hay suficientes hombres dispuestos a consolar viudas con menos impedimentos que un sacerdote?
—¿No os habéis mirado al espejo? Galanura no os falta, y todavía se os ve fuerte —se burló el padre Pío—. Además, doy fe de que para ciertas hembras la carne prohibida es su mayor antojo.
Él no sabía si reír o preocuparse, pero aquello le abrió los ojos para futuras experiencias, volviéndolo más cauto en el trato con las mujeres: no quería caer en uno de esos lastimosos escándalos que cada tanto conmocionaban la ciudad.
Sondeando a las viejas curanderas, a las herbolarias que vivían en la costa del río Suquía, se enteró de que Rafaela aseguraba que por el color y el olor de la orina, el médico podía leer las intenciones amatorias de la mujer, sin que fuera necesario a la dama insinuarse más allá de lo discreto.
Repugnado, pidió de inmediato a su superior que traspasase el cuidado de la señora a otro, recomendando al padre Murillo, muy anciano y de probada castidad.
Después de aquel incidente, el rechazo por la vascona se le intensificó, y cuando le volvían las dudas sobre doña Sebastiana, se decía, atinadamente, que aquella aprendiz de maga, hechicera de hierbas, intérprete de orines, era, seguramente, la responsable de lo que él no se atrevía a analizar en profundidad.
La desaparición de los libros del convento todavía lo inquietaba y tenía la impresión de que había estado a un tris de descubrir algo… Algo detrás de la puerta que guardaba la penumbra.
Al día siguiente, un encarnizamiento de la peste en el convento, que atacó desde la gente de servicio hasta los más altos cargos, le hizo olvidar esta preocupación, pues tuvo que comprometer su esfuerzo en hacer un hospital de la Casa, al mismo tiempo que debía correr por la ciudad junto con un hermano coadjutor, un religioso lego —de los que no tenían opción a las Sagradas Órdenes— llamado Gutiérrez. Era de Castilla la Vieja, experto barbero y excelente cirujano. Tenía una capacidad notable para las hablas africanas, y allí donde los esclavos morían sin poder hacerse entender, él se les acercaba, los lavaba e intentaba una de las lenguas, lo que traía alivio a los infelices, pareciéndole al padre Thomas que algunos sanaban porque, comunicándose con aquel viejo que ya iba por los setenta años, les volvía la esperanza al espíritu y la fuerza al cuerpo. Tanto era su ascendiente, que logró entre ellos buenos enfermeros que lo seguían por los conventillos de los monasterios, donde caían como moscas los africanos.
Una tarde en que el padre Thomas debió regresar a la botica en busca de algunos remedios, se sobresaltó al oír unos secos sollozos en el cuartito de trastos. Al asomarse, descubrió al hermano Hansen arrinconado contra la pared, las piernas contraídas, la cara sobre las rodillas.
Se acercó y le tocó el hombro temiendo lo que vería cuando el joven levantara el rostro, pero éste no mostraba las postemas malignas: era sólo el rostro de un muchacho traspasado por la impotencia.
—Ha muerto el padre Graciano —dijo con voz entrecortada de tal manera, que el sacerdote sintió en su propia garganta el esfuerzo que le costaba hablar.
Se sentó a su lado, mudo de dolor. El padre Graciano, nacido en un pueblo de Nápoles, era poco menor que él —tenía 45 años— y un estudioso aventajado en filosofía, teología y artes. Su mayor deseo había sido el de que se lo destinara a misionero, pero sus superiores opinaron que mejor se aprovecharía su genio instruyendo a los seminaristas. Él siguió postulándose, año a año, para catequizar nativos, siempre rechazado en beneficio de los estudiantes.
Al padre Thomas le gustaba su carácter latino. Los superiores definían su ingenio como «raro y agudo», «liberal y universal». Famoso por la memoria, podía recordar páginas enteras después de leerlas sólo una vez. Por la devoción que sentía a la Virgen María, todos los sábados ayunaba, y echando a los criados de la cocina, se ponía una pañoleta a la cintura y fregaba la vajilla y los pisos, vaciaba los cubos de basura y preparaba la lejía con ceniza de los fogones. En sus horas de descanso, se acomodaba bajo el mirto del patio, llevando con él algún libro. Sus alumnos se acercaban con cuidado: nunca estaban seguros si dormitaba o leía. Él los recibía con alguna broma y se resignaba a escuchar sus debates. Casi siempre salían a relucir las doctrinas del padre Francisco Suárez, que se estudiaban en Córdoba desde hacía casi un siglo.