Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
Luego se internó en el monasterio, en la tranquilidad de que esa tarde se llevaría todo a lo del obispo, bajo la supervisión de su tío abuelo don Marcio Núñez del Prado.
Había adquirido las Confesiones de San Agustín, de las cuales ya no podía prescindir, pareciéndole que la voz del santo le llegaba abriéndole, de una manera todavía confusa, una puerta hacia la comprensión de sus actos.
Mientras Sebastiana se refugiaba en la meditación y la soledad, enclaustrada en esa especie de gota suspendida del tiempo que abarcaba al monasterio y a sus reclusas, don Marcio tenía entre manos el problema que le había planteado la joven sobre los bienes de don Julián.
Era un desgraciado asunto, sólo comprensible por la personalidad malvada del difunto, por la venalidad de un sacerdote, por la indiferencia de otros a hacer las averiguaciones pertinentes. Se devanaba los sesos pensando en cómo podía despejar la situación de su sobrina nieta, guardándola del mal mayor, revelando lo menos posible, conciliando alianzas para sellar silencios, viendo en qué juez confiar, cómo elegir gente que fuera amigable con su familia o estuviera emparentada con ella.
Le ofuscaba la determinación de Sebastiana, queriendo llevar adelante lo que a él le parecía una especie de suicidio social. Se lo había dicho, y ella contestó:
—¿Me doy yo con alguien? ¿Acaso acudo a saraos? Si mi conciencia me exige este sacrificio, estoy dispuesta a seguir adelante: de esa manera quizás encuentre alivio a mis muchas culpas. Sólo necesito de mi familia, el resto de los ciudadanos hablarán o no según les venga en gana. Y si a mi familia le molesta, pues tendrá que resignarse: es parte del pecado común. Yo era una criatura y no recibí la protección debida. Así que es llegada la hora de hacer justicia y de sufrir consecuencias. Además —citó—, «¿para qué afanarse en el sigilo, si toda honra está a merced de cualquier lengua malvada?».
—Pero te lastimas tú, lastimarás tu honra.
—Mi honra no. La de mis padres, la de la Iglesia, la del obispo, la de algunos de mis familiares. Yo considero más deshonroso que me hayan casado con esa fiera de don Julián, que se haya permitido que matase a mi hijo y que nadie haya levantado un dedo para ponerlo en evidencia. Incluyéndome a mí.
Y haciendo una pausa, Sebastiana le volvió la espalda.
—Me absuelvo en parte porque era muy joven, estaba aturdida y tenía miedo… aunque reconozco que no me quedé propiamente cruzada de brazos después.
Don Marcio se estremeció y, como procurador ducho, prefirió no preguntar, no saber más de lo que sabía.
Sentándose frente al escritorio, la joven levantó la mirada hacia él, que se paseaba con parsimonia, rascándose la barba.
—Así que, tío, sigamos adelante; la luz debe limpiar las habitaciones en tinieblas. Es la única forma de volver a habitarlas.
—Tu padre sufrirá.
—Ya lo consolaré yo.
—Y Esteban… todos tenemos la ilusión…
—Esteban es quien menos debe reprocharme.
No hubo forma de disuadirla. Con enormes dudas, don Marcio decidió consultarlo con Cupertina.
—Haz lo que te pide. Toda la situación es una úlcera podrida que hay que sanear. Lo demás, ¿qué puede importarnos? El que esté exento de culpa que arroje la primera piedra, y el que tenga tejado de vidrio mejor se abstenga, porque se le devolverán las pedradas.
Quedó fijado entonces el curso de las cosas.
A la mañana siguiente, don Marcio presentó ante la Ley un recurso en favor de Eleuteria y los hijos de don Julián por la parte que podía tocarles de sus bienes, a unísono con lo que heredaba Aquino Ordóñez, hijo bastardo, reconocido como medio hermano del muerto, con derecho a usar aquel apellido por manda testamentaria de su padre natural.
Estaba Sebastiana internada en su retiro, cuando le llegaron los rumores de que el obispo, a pesar de la complejidad de sus relaciones con ambos conventos de monjas, había obtenido, solicitado —o expoliado, según sus enemigos— del capital de ambas órdenes religiosas la cantidad de 30.000 pesos, la cual guardaba en sus arcas «a usura pupilar», como hacían notar sus adeptos, clarificando la actitud de Su Ilustrísima.
Las murmuraciones corrían como con alas en los pies, y era prácticamente imposible, para los ciudadanos que no eran ni adeptos ni enemigos del obispo, reconocer la verdad. Entre otras dudosas virtudes, el cordobés tenía la habilidad de hablar con tal convencimiento, en tono mesurado y doctoral, que había que ser muy agudo para distinguir la paja del trigo en sus intenciones.
Sebastiana pensó que al menos por un tiempo, mientras se defendía a mandobles verbales de sus detractores, fray Manuel se olvidaría de acorralarla por las promesas hechas por otros sobre los bienes de ella.
Su tío le había mandado una nota comunicándole que el dinero con el que pensaban pagar las deudas de Lope de Soto era prácticamente irrecuperable: entre otros papeles —que no especificó— existía un acuerdo del maestre de campo con el obispo de donar, en caso de que lo sorprendiera la muerte antes de que él retirara los efectivos, aquel capital para las obras del seminario, que el doctor Mercadillo estaba empeñado en sacar adelante.
Sebastiana ordenó entonces que de su propio dinero se pagaran los famosos compromisos de maese Lope «ya que este marido fue elegido libremente por mí, a la creencia general, y me adeudo, en esto, el respeto debido a mi fenecido esposo».
El verano y la Natividad la encontraron entrando y saliendo del convento, refugiándose en Santa Olalla, retornando a la ciudad por pocos días, de manera que nadie sabía con seguridad su paradero, y mucho menos el obispo.
En uno de sus regresos, le contó a su padre que Aquino había decidido regresar a la Orden de la Merced, y que había entrado en reclusión para preparar su ánima en aquel tránsito.
—Por el momento, he puesto a Rosendo al frente de Santa Olalla, pero tendré que encontrar quien se haga cargo de la propiedad. Rosendo es bueno, pero no puede suplantar en todo a Aquino.
—Esteban se ocupará de eso —dijo don Gualterio—; ¿quién, si no?
Sebastiana calló; su relación con Becerra era bastante extraña: se veían poco, casi siempre en compañía de la familia, y la joven se mantenía distanciada de él.
A veces, cuando la visitaba en compañía de Eudora y Salvador, ella y su prima se sentaban cerca de la ventana, a bordar y coser el ajuar del niño que pronto llegaría. Esteban, aparte, conversaba con su padre, con Salvador, quien se veía aplomado y satisfecho: trabajaba con don Marcio y, por afecto, seguía haciendo de ayudante de don Gualterio.
Sebastiana miraba a Becerra de reojo, furtivamente, y algo en el pecho le despertaba una congoja enorme, dolorosa. Era como decirse: «Esto podría haber sido, pero no será jamás». Como jamás sería lo de Aquino.
Como otras veces, pensó: «Con él sería más fácil todo». Pero la relación de ambos estaba fuera de toda posibilidad.
A veces, de noche, recordaba a su perrito, el que había matado Soto, que solía dormir a sus pies. Se sentía desesperantemente sola, le parecía que no soportaba ya más los oscuros secretos que guardaba en su conciencia. Quería confesarse y temía hacerlo. Y un presentimiento desazonador le impedía quemar el libro de los venenos, aunque una parte de ella deseaba no verlo más.
Las Confesiones de San Agustín eran su único consuelo, y de alguna manera torcida, confusa, encontraba en él la justificación de sus actos pasados.
A veces, mirando la tierra resquebrajada de la huerta de hierbas, por donde se había paseado, hablado, recibido lecciones y trabajado con la hermana Sofronia, se preguntaba si no estaría loca.
«Si tú piensas que estás loca, es porque tienes discernimiento; quien tiene discernimiento, no está loco», habría sido la respuesta de su maestra.
Pero debía haber un borde muy sutil, quizás abstracto, que separaba la cordura de la demencia. ¿Cómo saber si no se había puesto un pie del otro lado de la línea?
«Esto motivó la preocupación por parte de las autoridades, tanto civiles como eclesiásticas, sobre el papel que jugaban los sacerdotes en la cabecera de los moribundos y se encargó especialmente que no hicieran inclinar la voluntad del testador hacia sus órdenes o hacia ellos mismos, porque eso constituía una falta grave… De todos modos, muchos cordobeses confiaban en clérigos y religiosos, a quienes dejaban como fideicomisos, además de encargarles que cumplieran su voluntad a través de comunicados secretos».
Ana María Martínez
Vida y «buena muerte» en Córdoba durante la segunda mitad del siglo XVIII
Santa Olalla y Córdoba del Tucumán
Después de Pentecostés
Invierno de 1704
Por más que, estando en Anisacate, Becerra se preocupaba de atender la finca de su sobrina, comprendió que había que dejar a alguien permanentemente en ella. Nunca había simpatizado con Aquino, aunque le reconocía los méritos, pero escuchó a éste cuando le aconsejó que dejara a Rosendo de mayordomo.
—Sabe tanto como yo, es persona honesta y sin vicios, y en Alta Gracia le han enseñado a leer y a escribir: no puede dirigir un notariado, pero sí llevar cuentas sencillas sin que tenga que traer a otro que embrolle las cosas. Ponga a su madre, a Dolores, a ayudarlo, y no necesitará a nadie más. Rosendo visita a una chica de Pozo de Tala; ayúdelos a casarse, deles, como se acostumbra, un campito. Ella es una buena muchacha y él se aferrará a la tierra. Si usted lo trata con justicia y hace que se lo respete fuera de Santa Olalla, todo irá bien.
Becerra tuvo la fuerte tentación de preguntarle qué había pasado, por qué dejaba la quinta tan de improviso, pero un prurito de señor de campo y hacienda le impidió allanarse a pedir o recibir una confidencia de una persona que estaba un paso debajo de él.
Eso, o el desagrado de pensar que aquel hombre pudiera haber estado enamorado de Sebastiana y al comprender que ella se casaría con cualquiera, menos con él, había optado por resucitar su vocación.
De todas maneras, como estaba encargándose nuevamente de San Esteban, no le costaba nada galopar hasta la quinta de los Zúñiga. Le llenaba de satisfacción cuidar de las propiedades de ella como si fuera el primer lazo que ayudaría a unirlos.
Un día se enteró de que el padre Thomas estaba en Alta Gracia y fue a saludarlo.
Lo encontró al lado del tajamar, envuelto en un poncho y enfrascado en las páginas de «La vanidad del mundo», de fray Diego de Estella, que había encontrado arrumbado, detrás de los tomos rústicamente encuadernados en que se llevaba la crónica de la estancia.
Caminaron juntos alrededor del lago, al que se mantenía más o menos con agua mediante una red de acequias —ayudadas por los conocimientos de física que tenía el hermano ingeniero—, que se nutrían de algunas fuentes ocultas.
—Sí, me enteré; extraña muerte la del maestre de campo —reconoció el sacerdote a una frase de él.
—No puedo decir que lo lamente —reconoció Becerra—. Hubiera terminado por hacerla casi tan infeliz como don Julián, aunque sé que Soto amaba a mi sobrina.
—Por un tiempo me pregunté si ella también lo amaba.
Captando la consternación de don Esteban, el sacerdote metió las manos, para abrigarlas, dentro de las mangas de su hábito.
—Doña Sebastiana es una mujer de misterios —dijo como si pensara en voz alta—. Todo lo que la rodea es paradójico.
Y como Becerra no encontraba qué responder a eso, el médico preguntó:
—¿Cómo murió exactamente el maestre de campo?
Esteban le contó lo que sabía por sus tías y lo que había averiguado por el juez.
—¿Y se encontró el perro?
—Han cazado a varios, pero ninguno tan grande como el que vieron.
—No hay dudas de que fue un perro, ¿verdad?
—No, no las hay. ¿Por qué lo pregunta?
—No recuerdo otro caso como éste.
—Bueno, el padre Balboa, de la capilla de los Ordóñez, encontró a un paisano muerto varios días atrás; lo habían comenzado a comer las bestias, y no se pudo saber si era un perro o un puma. A lo mejor es un cimarrón que se ha cebado con la carne humana…
—Verdad. No sería común por estos lados, pero tampoco imposible.
—Si están hambrientos, los perros salvajes atacan al hombre.
—Siempre que anden en jaurías. Lo que me extraña es que este animal cazara solo.
—A lo mejor estaba perdido. Quizá vino detrás de una perra en celo…
—Seguramente, seguramente… Vamos a calentarnos al lado del fuego y veré cómo anda esa herida. ¿Le supura aún?
—No, pero a veces me tironea.
Volvieron conversando en voz queda, como propiciaba el crepúsculo.
La estancia de Alta Gracia, con algunas ventanas iluminadas, parecía un navío flotando en un mar de polvo. Las obras de la iglesia perfilaban una airosa construcción.
Terminaba el otoño frío y destemplado cuando Sebastiana, harta de los reclamos del obispo, decidió presentarse a hablar con él.
Fue acompañada con don Marcio y mientras ella permanecía en silencio, sentada frente a don Manuel Mercadillo, el letrado discutió las exigencias, tan apegado a sus razones que fray Manuel enrojecía y empalidecía a un tiempo.
En el momento en que se hizo un silencio, Sebastiana intervino, poniéndose de pie.
—Señor don Marcio, creo que todo está dicho. La Ley se fundamenta en que mi esposo podía heredarme si yo moría primero, pero creo que ni un obispo puede decretar que el difunto herede a la viva, aunque sea para pasar esa herencia a un mitrado.
Mientras hablaba, observaba síntomas alarmantes en el rostro del obispo: con su carácter indomeñable, con su pasión reconcentrada, con su sangre espesa y los humores de su cuerpo en discordia, comprendió que, si seguía sin aplicar mesura y discreción a sus desbordes, se podía decir que el doctor Mercadillo tenía los días contados.
Se le atragantaron las frases al prelado, don Marcio quiso poner apósitos sobre la ofensa, pero la joven, perdida la tolerancia, aunque no las maneras, aclaró con voz firme y educada:
—Si mi madre prometió algo, no lo dejó asentado en ningún testamento. No seré yo más papista que el Papa. Si mi marido firmó papeles, sólo podía responder con lo que buenamente le tocara o heredara. Murió harto pronto: ni consiguió tener lo suyo, ni heredó de lo mío. Para mí, la cuestión está zanjada. Que Vuestra Ilustrísima quede en su paz, que yo me voy a la mía.