El jardín de los venenos (53 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Doña Saturnina, tanto como había aprobado el matrimonio de Eudora, rechazó el de su otra sobrina nieta.

Sebastiana, que deseaba la colaboración de la matrona, fue a verla. Se encerraron a solas y ella, sin muchas vueltas, le planteó los motivos.

—Ese hombre ha jurado matar a Esteban si yo no consiento en casarme con él, y sé que lo hará. Ya intentó matarlo por la espalda y embozado para carnaval, lo he sabido hace poco; los esclavos de los dominicos lo cuentan en las rancherías. Y luego, esto. Por lo que me ha contado Bernardo, fue a traición. Es de mala entraña.

—Pero vamos, que no sacrificarás tu existencia…

—Si es necesario, sí —respondió ella con determinación—. Quiero que cesen tantos líos y escándalos. Y tío Esteban es una persona muy preciada para mí.

—Sufrirá al saberte casada con su enemigo. No sé qué pensará de ti…

—¿Qué puede importarme lo que piense? ¿Puedo evitarlo? ¿No he cometido demasiados errores para que alguien pueda pensar bien de mí?

—¡No digas eso, que me rompes el corazón! ¡Nadie mejor que yo sabe lo buena que eres! ¡Si pecaste, fue por aturdimiento, porque tu madre no te guió nunca, no por malicia! ¡Ah, las jóvenes siempre hemos sido atolondradas! ¿Y no lo son también los hombres? ¿Por qué sólo nosotras tenemos que llevarlo a cuestas?

Sebastiana se acercó y la abrazó. Luego se retiró y preguntó, angustiada:

—¿Conoce usted otra manera de salvar a mi tío? —con un suspiro, volvió a sentarse al lado de la anciana—. Sucede que desde que me di cuenta de que Esteban estaba interesado en mí, tomé la decisión de que nunca me casaría con él, aun cuando no lo hiciera con maese Lope.

—Pero ¿por qué, qué tienes que echarte en culpa?

—Ah, ¡tantas cosas! Pero es inútil hablar de eso —le palmeó la mano—. Así que, tía, debe ayudarme en esta empresa. Necesito que hable con el padre Thomas, para que aconseje que tío Esteban sea mandado al campo a reponerse. Que el matrimonio de Eudora se celebre en Anisacate y una vez fuera de la ciudad todos, ya me las arreglaré para llevar adelante mis esponsales.

—¿Sabes lo que es estar casada con quien no amas?

—¿A mí me lo pregunta?

—¡Será un martirio; no sé si…!

—Oh, tía; Dios me dará fuerza. Este hombre es más fácil de llevar que don Julián, porque está encaprichado conmigo. Además, mire usted lo que le pasó a mi primer esposo. Y maese Lope está más expuesto; es probable que desaparezca en esos esteros de Diablo cualquier día, mientras persigue infieles.

La señora, limpiándose los ojos, pareció pensarlo.

—Y en el sur oí decir que los ranqueles tienen muy buen golpe con las matracas.

Rieron sin ganas y doña Saturnina le alcanzó una copita de licor de naranja, que esperaba, servido.

—Tendré que quedarme dos o tres meses por Anisacate. Si Esteban cree que tú has aceptado libremente a ese hombre, terminará resignándose, aunque le duela.

—Mejor eso que perder la vida.

—¿Y la justicia? ¿No pensaste en…?

—¿Qué más que lo sucedido tiene que pasar para que lo cuelguen? Sólo que mi tío muera. Y si muere, ¿qué me importa si mandan al maestre de campo a la horca? El patíbulo no nos devolverá a Esteban.

—Pero tu vida…

—Hace años que mi vida no vale nada —contestó la joven con impaciencia.

Así se las ingeniaron entre las dos para allanar el camino al casamiento con Lope de Soto.

Las amonestaciones de su prima y de Salvador Villalba se habían clavado en las puertas de las iglesias. Don Esteban, aún en cama, aprobó —sin saber en las dificultades en que se hallaba Eudora— el matrimonio. El padre Thomas, que inútilmente había intentado hablar con Sebastiana a solas, discutió el tema con doña Saturnina y se plegó a la idea de que el herido fuera a recuperarse al campo.

No se sentía tranquilo. El comportamiento de doña Sebastiana le parecía extraño, pero no estaba seguro de los motivos que la impulsaban. ¿O estaría desquiciada y no se le notaba? «Con todo lo que ha sufrido, bien podría ser». A veces, mientras traducía el libro de Sydenham, se preguntaba si la joven se confesaba, y con quién. «Me sentiré más tranquilo cuando lo sepa».

Creía que el padre Cándido era su confesor. Pero ¿era natural, era sano espiritualmente que ella aceptara consejos y confiara sus pecados a un hombre que tanto tuvo que ver con sus desgracias, aunque fuera sin mala intención?

De cualquier modo, no podía hacer aquella pregunta al mercedario. Tendría que resignarse a pensar que ella, de alguna manera oscura, como a veces aman las mujeres, elegía por voluntad propia a Lope de Soto. En demasiadas ocasiones había observado que una explosión de violencia, a veces sanguinaria, del varón, predisponía a la mujer a dejarse seducir.

Pensó en el horóscopo de la joven y se preguntó cuánto de cierto podía haber en la lectura de las estrellas. Luego, su memoria dio un salto hacia San Agustín: recordó que el célebre médico Vindiciano había tratado de apartarlo de la astrología hablando del azar, y no de la ciencia de los genethliaci, los que basaban sus estudios en la fecha del nacimiento.

También recordó que San Agustín, aquella vez, no pudo ser convencido: dijo que no había encontrado aún la prueba irrecusable que le hiciese ver sin ambigüedad que los aciertos que lograban al ser consultados eran obra del azar —como decía el viejo médico— y no del arte de observar los astros.

39. Del vino del desposorio

«HYOSCYAMUS NIGER
(Beleño Negro). Familia: Solanáceas. Propiedades: calmantes, alucinógenas, balsámicas, vomitivas, sedantes, venenosas. Una sobredosis de esta hierba provoca fuertes vómitos, espasmos y mareo, pudiendo incluso causar la muerte».

Edmund Chessi

El mundo de las plantas peligrosas

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Primavera de 1703

En medio de la fiesta, bastante ruidosa, pues Lope de Soto no había sido muy selectivo a la hora de invitar, Sebastiana mantenía una singular serenidad, como si estuviera a la sombra del aburrimiento, como si se preguntara qué hacía en ese festín.

Soto, por su parte, deseaba que ella entendiese que podía muy bien pasarse sin todos aquéllos, pero la joven lo había provocado no invitando a nadie de las familias destacadas. Y las que él invitó se dispensaron de asistir alegando malestares propios o ajenos.

Unos cuantos comerciantes, los oficiales y algunos soldados de más rango conformaban la mayoría de los convidados, sumados a varios administrativos, además del padre Cándido.

La luz de la media tarde apareció por la ventana del cuarto de oración de don Gualterio, y Soto, pensando en la alcoba preparada, comenzó a desear que los invitados se fueran, que no lo obligaran, con tanto brindis, a beber más.

Observó la tristeza de don Gualterio y, si sintió algo de pena por el anciano que debió tragarse su disgusto, una parte de él, la parte cruel, se sintió satisfecha al saber que le había quitado primero la mujer y luego la hija, y en ambos casos, con el consentimiento de ellas.

Ahora podría, con el capital de los Zúñiga, iniciar su negocio de esclavos, hacer dinero, ganar importancia y dejar el maldito oficio de las armas. Ya tenía tierra, pues Santa Olalla, aunque indirectamente, le pertenecería. Y más adelante, podría retirarse a sus campos, señor sobre el cuerpo de aquella mujer a la que deseaba casi enfermizamente, amo sobre las tierras de ella.

Y con Sebastiana a su lado, que era respetada, seria y religiosa, encargándose de llevar la casa, y con Aquino de mayordomo, podría…

Recordar a Aquino lo llevó a pensar, un tanto borrosamente, en lo dicho por Maderos: había que deshacerse de él; tenía demasiada ascendencia sobre los trabajadores, demasiado respeto despertaba en el ama.

No sería fácil llevarlo a cabo pues era de esos hombres que no demuestran lo que sienten y se reservan tácticas que les envidiaría un soldado.

Volvió a mirar a su esposa. No parecía particularmente contenta. ¿No decían que todas las mujeres prefieren casarse a quedar solteras o viudas? ¿Era ella víctima del egoísmo de su padre, o estaba feliz de cuidar de él con tanta dedicación? ¿Acaso no se consideraba que una mujer, aun mal casada, estaba en un estado de privilegio sobre las que quedaban solas?

La miró atentamente, y una especie de enervamiento, de preocupación de no estar a la altura de esa criatura tan llena de silencios, tan madura de ánimo, tan sufrida, hizo que dejara la copa a medio terminar.

Al pasear la vista alrededor de la mesa, vio a Iriarte que, sobrio, no perdía la compostura y observaba con una expresión indefinible a la joven. ¿Era de atracción, de amor, de curiosidad? Se le despertaron los celos y reflexionó: «¿Se preguntará por qué ha accedido a casarse conmigo? ¿Se maldecirá, pensando que él, si hubiera puesto un poco de empeño, con mejores maneras, y más conocidos apellidos, pudiera haberla obtenido?».

Ya se encargaría más adelante de los celos que, incipientes, comenzaban a corroerle el ánimo. O de su subordinado, si era necesario.

Impaciente, no sabía cómo hacer para que los invitados se retiraran. Estiró la mano nuevamente hacia la copa, pero una mirada a Sebastiana lo detuvo. «Bueno, si no está contenta, al menos está conforme —pensó—. Ya le sacaré tanta indiferencia del alma. La haré gritar como una gata», se prometió.

Alguien habló de retirarse en el instante en que apareció Rafaela llevando en una bandeja dos grandes copas de vino con especias que ofreció a los esposos.

Guerrero, sentado a la izquierda de su jefe, se inclinó hacia Soto y le murmuró como quien aconseja:

—No es bueno que el novio pierda sus fuerzas en la primera noche, vuesa merced. En esta mesa se ha trasegado demasiado vino.

Evidentemente, el alcohol estaba haciendo su trabajo en el cerebro del maestre de campo, pues le pareció que Maderos le hablaba desde la tumba, instándolo a no aceptar aquel brindis.

Pero entonces Sebastiana le reclamó:

—Aunque sea por acatar la costumbre, bebamos un sorbo y brindemos, señor Lope de Soto —e inclinándose sobre el plato de él, miró a Guerrero con un suave desafío—… si es que vuestro amigo lo permite.

A continuación, tomó la copa, mojó en el borde de ella los labios y, húmedos y rojos de vino, se los ofreció.

Trastornado, Soto hizo lo mismo y luego la besó con suavidad, respetuosamente. Cuando separaron sus bocas, que apenas se habían rozado, ella le sonrió y bebió con largueza. Ante el ceño de Guerrero, que se vio venir futuros problemas con la esposa de su superior, el maestre de campo vació la copa.

En recompensa, Sebastiana dejó la mano, blanca, tersa, sobre la morena y áspera de su marido, que agradeció aquel gesto, no sólo por el respeto que le brindaba como a su amo y señor, sino porque hizo que hasta los más renuentes comenzaran a despedirse.

Don Gualterio, que no soportaba ver a su hija retirarse con aquel hombre, su enemigo por múltiples razones, aceptó la ayuda de Belarmina y de Porita. El padre Cándido lo siguió para acompañarlo un rato y convencerlo de la suerte que había tenido su hija de quedar al amparo de un hombre cuando a él le ocurriera algo.

En poco tiempo, la sala se despejó y Lope de Soto se puso de pie para seguir a su esposa. Un leve mareo lo obligó a tomarse de una silla. Aceptó el apoyo del peoncito —que siempre lo acompañaba— para ir a orinar, para no hacerlo delante de la joven, consideración que lo sorprendió a él mismo.

Cuando entró en el dormitorio, le pareció demasiado iluminado. Incómodo, se sintió inexperto en el amor cortés, tímido ante aquella mujer superior a él, torpe ante sus requerimientos. Para colmo, una modorra incómoda le aleteaba en los ojos. Guerrero tenía razón: no debió beber la última copa.

Sebastiana estaba parada frente al espejo y lo miraba —esa mirada tan verde, tan extraña de a ratos— a través de la luna. Parecía esperar algo de él. ¿Sería algo específico, como quitarle las cintas, las flores y el encaje que le cubría la cabellera? ¿O descalzar sus pies de los escarpines, abrir la cama…?

Ella se sacó el tocado, las peinetas, y se volvió a observarlo casi como…; sí, pensó él, como con curiosidad. Luego volvió el rostro nuevamente al espejo y él creyó ver, a través de la bruma del azogue, que parecía perder toda ilusión, como si a pesar de su cargo, su mentada virilidad y su madurez, él se comportara como un principiante.

Estiró el brazo para atraerla, para recuperar la estima en su masculinidad, pero la vista le jugó una mala pasada, pareciéndole que manoteaba en el vacío y ella se alejaba de él sin haberse movido. «Cualquier cosa que yo haga, nunca será tan torpe como las que hizo don Julián», se consoló.

Intentó librarse del cinturón. Ella lo ayudó a quitarse la chaqueta, el largo chaleco, el grueso lazo de seda del cuello. Él quiso abrazarla, pero sintió que perdía el dominio de las piernas y cayó sentado sobre el lecho, arrastrando la cortina al prenderse de ella.

Sebastiana oyó, como un lejano recuerdo casi desvanecido, la espectral campanada que había sonado durante su primer matrimonio, sólo que ahora era el reloj de la sala.

Se acercó a la puerta e hizo entrar a una de las criadas, que con él ya en estado de estupor, lo despojó de la ropa, las botas, los anillos y cadenas mientras él veía, a través de una humareda, a su esposa que volvía a recogerse el pelo, tiraba al suelo las flores y las cintas, las aplastaba con el pie y se iba no sabía adónde.

Sebastiana se mojó la cara y las manos en el balde del aljibe y bebió un jarro de leche que le acercó Rafaela.

Luego se dirigió al dormitorio de su padre y entró en puntas de pie. Había un cirio encendido y don Gualterio estaba cubierto de mantas, la coronilla indefensa, acurrucado, achicado por el dolor del agravio.

Ella arrimó una silla y susurró sobre su hombro: «Padre, padre… ¿está despierto?».

Como si hubiera oído un coro de ángeles, el anciano se volvió, los ojos enrojecidos de llorar. Ella se sentó a su lado, tomó sus manos heladas y las besó, echando después aliento sobre ellas para calentárselas.

—Recemos el rosario juntos —le propuso, ayudándolo a incorporarse entre almohadas y cojines, apartando las cortinas del lecho y entreabriendo la ventana para que entrara la última luz de la tarde—. La oscuridad enferma.

—¿Y él?

—Está durmiendo. Tomó mucho vino. —Y peinando los ralos cabellos de él con los dedos, le dijo—: Jamás me convertiré en su esposa; no le haré a usted esa ofensa.

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