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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (25 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—¿Diez años? —se burló el estudiante—. Señores, hoy por hoy, la Corona apoya a los comerciantes y a los terratenientes. No quieren saber nada con los aventureros.

—¿Te olvidas de los curas?

—Oh, no hay cuidado; los hábitos y las tonsuras perdurarán mientras haya un Estado que sostener.

—Ese Estado necesita ejércitos —replicó Soto.

—Según y cómo varía la demanda. Ahora andan en meter en cintura las espadas —se burló Maderos, haciéndoles ver—: Es mala señal cuando los que pagan cumplidos tributos comienzan a mirarnos de reojo. Los que abultan las arcas del monarca están calzados en un engranaje que no debe detenerse, y que ahora necesita colonizadores y no conquistadores. Sólo si las armas sirven para defensa de la propiedad de esas buenas gentes serán aceptadas. Por no entenderlo cayeron los Pizarro, los Almagro, los Lope de Aguirre. Hemos entrado en el mediodía de los que producen alimentos, acuñan riquezas y comercian contratos.

Una oscura angustia advirtió a Soto que el muchacho tenía razón. Al salir del agua se dijo que, de todo lo que había visto desde que había desembarcado en Vera Cruz, apenas despuntándole el bozo, Santa Olalla era, ya que no el más bello, sí el más grato lugar que le había tocado pisar.

Se dejó envolver en el lienzo por Maderos y se tumbó en el pasto amarillento a causa de la sequía. Aun siendo una tarde fresca, propia de la primavera de aquellas latitudes, el alivio de sacarse de encima la acritud del primer espasmo ante el ataque sorpresivo de los pampas, y del último, el que sobreviene del hartazgo de matar, cuando las glándulas protestaban de fatiga y ardor, hacía que el frío fuera una bendición y la desnudez un remedio. Sólo así podía despejarse de las leguas galopadas por el desierto, de la comida agusanada, de la sed y de esa especie de vacío que se abría ante él, ya sin el señuelo de la gloria y la riqueza para espolearlo.

Al pensar en doña Sebastiana, en el perfume a flores que la envolvía, al recordar sus manos, que habían abandonado con desgano el libro de rezos, se le hizo un nudo en las entrañas. Pocas veces había sido tocado por manos como aquéllas. Desde México hasta Chile, sólo contaban para «aplacar a Eros» con las manos ásperas y calientes de las indias o las inmundas de las prostitutas llegadas de casi todos los países del mundo. De vez en cuando —como con la mujer de Zúñiga— conseguían una española que tenía más fuego en el cuerpo que el que su marido podía consumir.

Recordó las palabras despectivas de Becerra y se volvió boca abajo. Nunca pensó seriamente en matar a don Gualterio, pero comprendía que doña Alda hubiera terminado por empujarlo al crimen. No había sido sólo cuestión de lascivia, sino todo lo que significaba ella: el prestigio, la riqueza, la posibilidad de acceder a algún título; podían volver a España, le había susurrado Alda, al muy amado señorío de Álava, y allí hacer valer su matrimonio con él. Ya le compraría ancestros y limpieza de sangre, le había prometido, de ser necesario. Ella se encargaría de conseguir lo que ambos ambicionaban. «Si me convierto en viuda, paso a ser dueña de mi destino, de mi dote y de una herencia. Ni mi padre ni mis hermanos podrán conmigo», le había asegurado.

Todo se había esfumado con la muerte súbita de ella, que lo dejó —ya que no conocía la palabra desolación aplicada a sus sentimientos— como si le hubieran vaciado la cabeza y practicado un agujero en las vísceras.

La hija era de otra índole; bien tratada, podía ser una esposa dócil. ¿Qué tal sería convertirse en señor sedentario, capitán de hacienda menuda, guardabosque de aquel vergel, dueño de semejante dueña? Dormir en lecho mullido, entre sábanas perfumadas y mantas limpias. Comer a horario (y pitanza de la buena), oír el balido de las ovejas al amanecer, pidiendo ser liberadas, contar los domingos las piezas en salazón. Y recostarse noche a noche sobre la grupa de esa mujer, cubrirla con su cuerpo y engendrarle hijos: tenía mirada de madre.

Se incorporó, aceptando la ayuda del estudiante para vestirse a tiempo que oían el primer tañido que llamaba a comer.

—¿Llevamos las armas? —preguntó Guerrero.

—¿Has visto algo que te haga recelar? —lo interrogó Soto mientras se acomodaba los puños de la casaca.

—Sí; pocos peones. ¿No estarán apostados?

—¿Para qué? No somos desconocidos.

Maderos también había notado la ausencia de hombres a esa hora, que era la de volver de los campos; pensó que eso lo beneficiaría para entrar en la capilla, hacerse con unas velas y quizá con algo —que no fuera echado de menos de inmediato— que pudiera revender por unos reales.

Se pusieron en marcha, taciturnos. El anochecer, hora esperada por el labriego, no era buena para el soldado, que sentía entonces la falta de hogar, de regresar a las cosas familiares, al afecto de alguien, el disfrutar de la holganza entre paredes seguras, libre de enemigos…

La casa se veía mal iluminada; muchos faroles estaban apagados y Dolores los guió hasta un salón donde nadie los esperaba, salvo un candelabro de tres velas. «En ostentación de tacañería andamos», se dijo el estudiante y en seguida notó que faltaba la platería. ¿Habría tenido que entregarla para cubrir las deudas del marido?

Se escucharon voces y apareció Aquino con un indio joven que llevaba una tea; los guiaron hasta el comedor, mejor iluminado, donde la larga mesa había hecho pensar a Soto, en su anterior visita, que don Gualterio —o quizás Ordóñez— había tenido ambiciosas aspiraciones de descendencia.

Doña Sebastiana, sentada a la cabecera, les indicó sus lugares y Maderos se encontró de pie y sin asiento, pues ni su desparpajo le permitía ocupar la otra punta de la mesa, donde la ausencia de vajilla advertía que, aunque difunto, el lugar del consorte no podía ocuparse.

—Pensé que vuestro ayudante comería con los soldados, señor Lope de Soto —le hizo ver ella.

El maestre de campo vaciló, pero esta mujer que había revivido en él aspiraciones que creía desvanecidas lo obligó a aceptar la situación y hacer un gesto vago hacia el estudiante.

Maderos enrojeció, incapaz de reaccionar. Ante el desinterés de todos, dio media vuelta y siguió a Rosendo con un nudo en la garganta, prometiéndose que llegaría el día en que aquella gata relamida pagaría por sus desaires.

19. Del pájaro-alma

«El primero de los testigos dice «que conoce a la India Pasquala de quien sabe que es hechicera y que con su pacto con el Diablo y encantos que forma se dice que a muerto a muchos…». En esta declaración se ve cómo el fenómeno alucinatorio puede dar origen a que no sólo la víctima, sino también los circunstantes den carácter real a las imágenes que lo forman.

Julio López Mañán

Prueba testimonial en la superchería. Justicia Criminal Tucumana del siglo XVIII

Santa Olalla

Octava de todos los Santos

Primavera de 1702

Durante la comida, Iriarte, que tenía cierta cultura, interrogó a la propietaria sobre los lienzos que había visto en la primera sala.

Soto, con el plato lleno, miraba a hurtadillas a la dueña. ¡Vaya si era angélica, con esos huesos finos y esa piel de leche y durazno! El cabello rojizo le enmarcaba el rostro de ángulos suaves y las cejas parecían estirarse sobre los ojos profundos y esquivos. Tomaba la comida con delicadeza; la copa no parecía pesar en su mano, los alimentos desaparecían en su boca sin mancharle los labios. Él, a quien el estudiante reprendía por sus descuidados modales, lamentó no haberlo escuchado.

Tenía la dama, además, un cuello grácil, y ahora que había recuperado salud, los hombros y el pecho se redondeaban agradablemente bajo la tela. Su cintura y su espalda eran irreprochables, y la vez que la había escoltado hasta la ciudad le había mirado los pies: eran pequeños, y el tobillo, fino.

Se le nubló la vista de deseo. Podía tomarla por la fuerza, sus hombres y él bastaban para doblegar a los rústicos. Si había indios, la experiencia le decía que huirían antes que enfrentarlos, ¿qué podrían hacer, si hasta las armas les estaban negadas?

Por un instante se recreó en la idea, pero la cordura se impuso y le tomó una suerte de malestar. No había dónde esconderse; el brazo del rey era largo y la maquinaria de su justicia pesada, pero de fina molienda. En caso de no ser detenidos, les aguardaban años de vivir proscriptos y sólo la horca en el horizonte.

La avidez se atemperó. Ya desvanecidos los sueños de conquista para un rey la mayor parte de las veces injusto y siempre olvidadizo y mal aconsejado cuando de recompensar a sus capitanes se trataba, lo que tenía a la vista —la joven, la finca, el ganado— lo tentaba como el más rico tesoro.

Entró en estado de bienaventuranza al notar que a la carne estofada le habían agregado legumbres, al probar el vino espeso y rojo, al sentir el pan tierno oliendo a levadura fresca y el agua, dulce al paladar.

—¿Le gusta Góngora, señora? —oyó decir a Iriarte.

—Prefiero la meditación a la poesía. San Ignacio y San Jerónimo son mis preferidos —y volviéndose a Soto, la joven preguntó—: ¿Y cuál es su gusto, señor maestre de campo?

Con la cuchara en suspenso, Soto vaciló.

—No sé de qué hablan —se sinceró sin avergonzarse de su ignorancia; era un militar y lo que de él se esperaba que supiera, lo sabía. Guerrero, el alférez, rió.

—Al maestre de campo sólo le interesan ordenanzas y partes de batalla.

—Que maldito si sé por qué nos obligan a escribirlos —gruñó el aludido—, pues si la batalla se ganó, no importa cómo, y si se perdió, menos aún.

El postre, trozos de sandía en almíbar acompañados con los famosos quesillos, les supo a manjar.

Lope de Soto quedó pensando en aquel idolillo de oro —escamoteado en secreto a la parte del rey— bautizado por los curas como «El Señor de la Mazorca». Suficiente para tramitar alguna cesión de tierras, la probanza de sangre, asegurar el desposorio con una mujer como aquélla… siempre que diera con un cambista que quisiera correr el riesgo de reducirlo.

Si doña Sebastiana no aceptaba casarse con él, le quedaba el recurso de raptarla —sin que hubiera ofensa física— y cuando se armara la de San Quintín, proponer a la Iglesia y a las autoridades salvar el agravio remediándolo en matrimonio.

Por más que jurara que le había guardado respeto, imposibilitaba la certeza la falta de virginidad de ella. Lo sabía porque Maderos había averiguado que, en caso de rapto, debido al dilema que podía plantearse si la mujer era casada o viuda, la ley aclaraba que sólo correspondía prisión «al que forzare o robare mujer virgen o religiosa de monasterio». Ignoraba qué sucedía en los otros casos.

La Iglesia no podía obligarla, pero sí presionarla o convencerla de que salvara la situación mediante decorosas nupcias, pues eran las mujeres las instigadoras de la pasión en los hombres que, siendo débiles, se comportaban salvajemente, tentados más por la seducción femenina que por su mala naturaleza…

Mientras él rumiaba todo aquello, concluyó la cena. Doña Sebastiana mandó por Aquino para que les indicara dónde pasarían la noche y desapareció antes de que ellos terminaran de limpiar y enfundar los puñales. Cuando salieron, ya no se distinguía la luz que la guiaba, y tuvieron que seguir al candil con capucha que alzaba Aquino.

Olvidados de Maderos, los militares desembocaron en un zaguán de bóveda y bajaron tres escalones hasta una arcada de puertas dobles. Al cruzarlas, entraron en un patio mediano donde varios cuartos hacían esquina con los altos muros de cal y canto que lo limitaban; por las estrechas ventanas distinguieron la claridad de candiles encendidos.

Aquino señaló un portalón que se abría en el muro:

—Por ahí salen a descampado.

—¿Y mi ayudante? —inquirió Soto—. Necesito de sus servicios, así que búsquelo.

El otro le concedió una sonrisa socarrona.

—Mande a sus hombres —sugirió.

Pero no hizo falta que los oficiales se aviniesen a aquel servilismo, pues en ese momento llegó el estudiante con el morro fruncido y escoltado por el indio que ya habían visto.

—¿Qué pasa, Rosendo?

—Trató de meterse en el oratorio.

—Muchos funcionarios no verían con buena disposición este abuso, señor capitán —le advirtió Aquino—. En algunos casos, las leyes consideran al amo tan culpable como al sirviente, especialmente si el amo fue instruido sobre la posición legal de las mujeres solas o viudas —y propinó un empujón al muchacho, arrojándolo sobre Soto, que, haciéndole a un lado, desenvainó el puñal. Iriarte se interpuso levantando las manos.

—Señor —terció—, reconozca que Maderos es bastante descarado, y no espere que los demás le aguanten lo que usted suele permitirle. La hospitalidad que nos han brindado merece el mayor respeto. Mayordomo, olvidemos el caso.

Aquino hizo un gesto a Rosendo y se retiraron cerrando las puertas tras ellos.

Iriarte y Guerrero se acomodaron en la primera pieza y Soto y el estudiante tomaron el dormitorio, que parecía la celda de un monje.

—Ni que fuera cartujo —masculló el maestre de campo, comprendiendo que era el de Aquino. Sobre la sencillísima cama, se veía una cruz de ramas con una corona de espinas naturales; al lado del lecho, un cajón con libros muy manoseados: los Evangelios, las vidas de San Francisco de Asís y San Isidro Labrador, los escritos de Santo Tomás de Aquino, el Diálogo de la Lengua de Valdés y los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.

Maderos intentó abrir un arcón, pero estaba con candado.

—Deja —se impacientó su patrón—. ¿Qué pasó que te cogieron como a cortabolsas?

—Quise subir a la torre para ver si habían apostado hombres —mintió—. Creo que el indio estaba de guardia.

—¿Y qué? Ya ves, podrías haber sido un ladrón detrás de los candelabros. ¿O debería decir de los cirios? —se burló.

El estudiante intentó justificarse, pero el otro lo cortó con un:

—Acaba con eso. Prepara donde echarnos.

Maderos obedeció y después, aún resentido, salió a aliviar la vejiga. Cuando regresó, les advirtió:

—La puerta por donde entramos ha sido trancada desde el otro lado.

—¿Nos han encerrado? —se enderezó Guerrero.

—No, puesto que podemos salir por los portones del muro. Ya lo comprobé.

—Sólo se han mostrado cuidadosos. La ley suele ser rigurosa con las mujeres cuando no hay hombres de la familia en la casa —los tranquilizó Iriarte.

Soto terminó por echarse en la cama, saboreando un cigarro de hoja que le había armado Maderos. La severidad de la conducta de doña Sebastiana le encendía el deseo casi tanto como la voluptuosidad de doña Alda. Volvió a pensar, a través del humo, en la estatuilla de oro y sus posibilidades.

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