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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (29 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Cuando funden la Universidad de la ignorancia, a usted la han de nombrar rectora —se burlaba Becerra, a quien placía que Sebastiana leyera. El trato que le daba el padre Thomas le demostraba cuánto respeto sentía el médico por la inteligencia de la joven…

Estaba Becerra en esas reflexiones cuando un servidor entró con los lienzos para secarlo. Se puso de pie y mientras lo envolvía en la tela, se preguntó si lo que había oído Maderos podía o no perjudicar sus planes con Sebastiana.

22. Del sueño de Medusa

«Un insondable dolor, una pena inocente y monstruosa atormenta desde siempre a Medusa. En torno a su belleza, su horror, su exilio y su poder se tejen las leyendas. No podemos vivir sin Medusa: ella habita desde hace muchos siglos nuestros sueños, nuestros días nocturnos, las noches lunares».

Giorgio Manganelli

Perseo enamorado de Medusa

Córdoba del Tucumán

Después de Epifanía

Verano de 1703

La habitación a la que lo habían hecho pasar era angosta, alta y profunda. Afuera, la noche navegaba sin luna, pero en la casa de maese Gabriel Sá de Souza las sombras se deshacían, espabiladas por infinitas luces de vela. El portugués era prestamista pero no avaro, y la sala rezumaba un lujo oriental que contrastaba con la sobriedad de la arquitectura del país.

—¿Dos mil pesos de adelanto? —dijo bajando la voz, como si temiera que alguien escuchara detrás de los cortinados color vino. De hecho, su joven esposa (la portuguesa, la que cada tanto era encarcelada «en casa honesta» porque se negaba a sostener trato marital) era particularmente tenaz en espiar sus operaciones—. No sé —dudó, observando el idolillo de oro, una pieza que se mostró excelente después que maese Gabriel la examinara con los dientes, el cristal de aumento y el ácido.

—¿No cree que los valga? —preguntó Soto, sabiendo que con sólo abrir la boca el cambista, caería en la más inmunda celda de España con la muerte, que venía escamoteando de milagro, mordiéndole el pescuezo.

Se había visto en la necesidad de exponerse cuando Maderos le advirtió que Becerra deseaba casarse con Sebastiana y que el padre Thomas, a quien ella mostraba tanto respeto, abogaría por el hacendado.

Necesitaba rápidamente metálico para convencerla de su buen pasar, pues no conocía heredera que no fuera recelosa. Por eso mismo, adeudaba cifras considerables al sastre —que no era otro que el señor Bienvenido López—, pues necesario era lucir rico en prendas para cada ocasión.

—En rigor de verdad —reconoció el portugués—, esta pieza es valiosa, pero deshacerse de ella implica grandes riesgos. ¿Cómo explicaría yo al Santo Oficio la posesión de una pieza sustraída, evidentemente, a la parte del rey?

Aunque hacía años que se había establecido en América, Sá de Souza no se había desprendido del acento lusitano, que aderezaba con giros de varios países.

Su pelo gris, bien peinado, descansaba sobre los hombros de la suntuosa vestimenta; llevaba la chupa de seda abierta hasta la cintura para lucir la gruesa cadena de oro con la imagen esmaltada de Santa Isabel de Hungría. Sus anillos eran ostentosos y un brazalete trenzado en oro y plata le ceñía la muñeca.

Cuando se dirigió a él, le sostuvo la mirada no como un vil prestamista, sino como un comerciante adinerado.

—¿Cuánto, entonces? —preguntó Soto.

Maese Gabriel se echó atrás en el sillón.

—Quinientos, y otro tanto cuando me deshaga de él.

—Mejor sería fundirlo —se alarmó el militar.

—Perdería mucho de su valor —sonrió el otro.

—Ya estáis pagando bien poco para esperar enriqueceros más.

—Yo y un empleado de confianza tendremos que atravesar el país sin ser robados, ni muertos, ni apresados ni examinados. Debemos evitar las aduanas de dos puertos y sufrir las consecuencias si nos detienen, amén de soportar el mal tiempo y las enfermedades que conlleva la travesía. ¿Cuánto cree que se puede ganar en una expedición que durará más de un año?

—No sé —gruñó Soto—, pero se ve que a vos ciertamente os reditúa.

—Porque lo adjunto a otras mercaderías, que si no serían demasiadas pérdidas para cuando deba digerir gastos y trastornos.

—Voto a Cristo, no perdamos más tiempo —juró el español.

Maese Gabriel fue hasta el bargueño, sacó una arquilla de marfil y ébano y unos papeles.

Con tinta negra, escribió algo con una letra hermosa y elegante y se lo pasó, cambiando de pluma.

—¿Qué es esto?

—El recibo.

—¿No confiáis en mí?

—Digamos que desconfío del Destino y de sus hijas, las Desgraciadas Casualidades —se sonrió el portugués ofreciéndole tinta roja para la firma.

—Escribo mal.

—Pues de alguna manera rubricáis vuestros partes…

Soto arrancó la pluma de la mano tendida, salpicando una gota lagrimal, encarnada, sobre el documento; estampó su nombre con mano insegura y la arrojó sobre la mesa.

—Los buenos modales no os restarán ganancia —dijo el portugués, divertido.

—Tampoco la engordarán.

El hombre se quitó una llavecita del cuello, abrió el arca y entregó uno a uno los dineros pactados.

Maese Lope los tomó a puñados, como si fueran canicas, y se cargó con ellos los bolsillos.

Pensaba reunirse con los suyos en lo de unas mujeres galantes, pero antes pasaría por su vivienda para dejar el oro a resguardo.

El recuerdo de la gota de tinta roja sobre el pliego le despertó en el estómago el frío de una premonición. «Moriré por la sangre», se estremeció.

Don Esteban y don Gualterio, que habían retomado después de cenar la partida de damas, observaron el desasosiego de Sebastiana.

Por un momento Becerra y la joven se habían mirado, y él notó una expresión desconcertante en ella, como si quisiera pedirle ayuda y no se atreviese.

Hasta don Gualterio terminó dándose cuenta, y la interrogó.

—Nada; es sólo una jaqueca —se quejó Sebastiana.

—Es malsano este calor; deberías reposar…

Impulsivamente, ella se inclinó por detrás de la silla de él, rodeó los hombros de su padre y lo besó en la coronilla.

La expresión de Becerra, llena de interrogantes, pareció instarla a decir algo; ella dudó, pero cuando salía se dirigió a él:

—Tía Saturnina quiere ver la estancia que ha levantado en sus campos. Es una vergüenza que no nos haya invitado.

Él, aturdido y feliz, se volvió hacia el anciano:

—Bien, primo. ¿Esta vez nos acompañarás a San Esteban del Alto?

—Será como diga mi hija —murmuró don Gualterio mientras se tironeaba la barba.

Becerra no se hubiera sentido tan feliz de haber sabido que, cuando su padre, la casa y la misma ciudad dormían, Sebastiana, envuelta en un manto con capucha, salía para la vivienda del maestre de campo.

—¿Y si fuese una celada y maese Lope es quien me aguarda? —preguntó a Rafaela en la oscuridad.

—No será; el negro Isaías me aseguró que está de juerga. —Y comentó—: Maese Lope estuvo con el judío pidiendo un préstamo; Isaías vio cómo se palpaba la cintura al salir.

—Pensará cancelarlo con mis dineros —repuso Sebastiana.

Siguiendo las instrucciones de Maderos, entraron por el portón de carga; no se veían soldados ni caballos, y varias teas encendidas marcaban el sendero hasta una pieza abierta a un costado del corredor.

Los teros trinaron asustados, y el estudiante salió a recibirlas; se había acicalado como para una cita de amor y exudaba perfume. Sebastiana sintió que la saliva se le volvía amarga, y apretó el estilete que, calzado en el cinto, sujetaba con el puño.

Sin detenerse pasó junto a él, internándose en la pieza. Rafaela quiso seguirla, pero Maderos cerró la puerta, dejándola afuera.

El calor no había decrecido a pesar de la hora y él extendió la mano para tomar la capa de la joven, que se negó a quitársela y aun a sentarse.

—Me alegra que por fin haya venido. Permítame servirle una copa de Málaga…

Sebastiana la rechazó con un movimiento de cabeza, volcando la capucha sobre la espalda. El volvió a pensar en las Gorgonas, con sus cabelleras de serpientes, de batracios, de grifos de afilados colmillos. Sacudiéndose el repeluzno, se dijo que era improbable que la joven pudiera hacerle daño: demasiado frágil, no contaba con la fuerza ni el peso para dominarlo.

—Vine porque su nota despertó mi curiosidad —aclaró ella, rompiendo la fascinación de él con la suavidad de su voz.

Mientras hablaba, se preguntaba a sí misma: «Pero ¿qué puede saber? Está alardeando, está arrojando piedras a la oscuridad… ¡No debí caer en la trampa y ceder a su capricho!».

Si pretendía seducirla, lo mataría. «O diré a su amo que intentó injuriarme en el cuerpo. Él sí que le hará pagar el atrevimiento».

—¿Cree que la estoy engañando? —preguntó Maderos, encendiendo una pipa fina, del gentilhombre.

—Sí —la joven simuló indiferencia—, aunque me intrigan sus propósitos.

—Pero algo la impulsó a obedecerme…

—Soy curiosa; la vida me enseñó a ser aprensiva.

—¿Qué diría Su Gracia… —y, burlón, Maderos le dio la espalda, paseándose con el puño a la cadera—: si yo le asegurara que usted va a casarse con mi amo?

Ella sonrió con altivez.

—¿Piensa que ésa es mi aspiración? ¿Espera que lo recompense?

—No, bien sé que usted no desea casarse con él, aunque maese Lope no lo entienda; es común en los hombres ignorantes, fuertes y hermosos, que tienen éxito con las hembras hermosas e ignorantes, que no comprendan que hay otro tipo de mujeres a las cuales su atractivo animal no hace mella.

—Y usted, que no es apuesto pero es inteligente, lo ha entendido así —siguió ella, burlona.

—¿Se mofa de mí? —el joven movió la cabeza, pesaroso—. Creí que podríamos ser amigos. Ambos nos parecemos: vemos y sabemos cosas que los demás no ven ni intuyen. Ambos somos tenidos por débiles, siendo que ni vuesa merced ni yo hemos sido doblegados por los que han creído enseñorearse sobre nosotros.

Sebastiana lo miraba con interés.

—¿Qué quiere de mí? —lo interrumpió.

—Quiero que se case con maese Soto.

—Jamás con el amante de mi madre, y menos aún con el que tramaba asesinar a mi padre —dijo ella y, recogiéndose las faldas, intentó salir de la pieza.

—¿No se ha preguntado con qué podría yo obligarla a casarse? —se interpuso él.

—¿Obligarme? —El estupor se pintó en el rostro de la joven—. Con dos palabras mías su miserable persona irá a prisión.

—Y con otras tantas mías, será usted acusada y ahorcada por la muerte de su esposo.

Sebastiana dominó la expresión antes de enfrentarlo.

—¿Se ha vuelto loco? Todo el mundo sabe que mi marido murió por su propio descuido.

—La llave estaba por fuera; usted cerró la puerta y la arrojó adentro. Como rebotó a sus pies, la empujó con el machete que llevaba en la mano. En ese momento yo tropecé; usted debió oír algo, porque huyó hacia el piso alto. Me acerqué a ver qué pasaba en la bodega, y comprendí que en un rato aquello ardería como Cartago. Don Julián estaba tan ebrio que no hubiera encontrado la llave ni en un millón de años. —Y cruzándose de brazos, preguntó—: ¿Qué dirán los jueces a ese testimonio?

Sebastiana pensó con rapidez. Al terror de haber estado de pie ante un tembladeral, se impuso la sangre fría.

—Si el maestre de campo ya se había retirado, ¿qué hacía usted en Santa Olalla?

—¿Importa, acaso? —Pero como ella lo miraba casi apreciativamente, no pudo dejar de ufanarse—: Volví con la excusa de que había olvidado una faja de mi amo; quería tomar unas cuantas velas, porque él me las mezquina.

—¿Regresó sólo para robar unas velas? —preguntó Sebastiana, perpleja.

Él se enderezó, encocorado.

—A usted le parece broma, ya que puede mantener encendidos cien lucernarios. Yo tengo que estudiar y siempre ando escaso de velas. Esa noche intenté tomarlas de la capilla, pero uno de sus indios me entregó al mayordomo, así que pretexté un olvido y regresé por ellas.

—¿Y en qué lo beneficia a usted este casamiento?

—Maese Lope cree que por mi intervención conseguirá su mano, y me otorgará ciertos beneficios a cambio. —Se distanció unos pasos, señalándola—: Y usted tendrá a bien mantenerme para que pueda estudiar y vivir con decencia.

—No comprendo para qué necesitamos de maese Lope…

—La única forma de dominar al tigre es cabalgando sobre él; además, mientras yo esté a su servicio, nadie se atreverá a tocarme… ni siquiera usted.

—¿Y qué podría hacerle yo? —rió Sebastiana.

—Podría convencerlo de que me mate —repuso el joven a regañadientes.

—Estando casada, será más fácil —le hizo ver ella.

—He tomado disposiciones. Un letrado tiene una carta donde detallo lo sucedido la noche del incendio… Y mis sospechas sobre la muerte de su madre.

—Eso se verá como si fuéramos cómplices.

—¿Qué importa?, ya estaré muerto. Es más, será mi muerte la que convalide la denuncia.

Sebastiana reflexionó y, cubriéndose la cabeza, le dijo que de todos modos tenía que pensarlo.

—Sólo unos días. Pronto se abrirán los cursos y necesito tramitar mi limpieza de sangre. Mi amo me ayudará cuando sepa que por mis recomendaciones usted le dará palabra de matrimonio. Le diré que descuente de mi salario el costo del expediente, pero usted me lo pagará. Como parece usted ducha en embustes, encontrará la forma de dotarme sin ponerse en evidencia. Y pasado mañana, como prueba de voluntad, recibirá a mi señor, que irá de visita. Ah, y todas las semanas ha de mandarme una gruesa de velas… de mediana calidad. Ya ve, no soy codicioso.

—Las dejaré pagadas en las Teresas, pero usted debe decirle a Dídima que las recoja —fue la tajante respuesta de la joven.

Él se adelantó a abrir la puerta e intentó besarle la mano; impulsivamente, Sebastiana le arañó el rostro.

Maderos soltó una exclamación y se llevó la palma a la mejilla, enderezándose. Los ojos de ella, fijos en los suyos, tenían el color del oro cuando se torna verdoso: era la mirada de Medusa, la mirada que petrificaba…

—Quizá pueda obligarme a algunas cosas, pero jamás debe tocarme —le advirtió y se marchó custodiada por Rafaela.

Maderos se miró los dedos manchados de rojo. La maldijo repitiéndose, furioso: «¿Que no la toque, que jamás debo tocarla? ¡Pues no únicamente se casará con mi amo, tendrá que acostarse conmigo!».

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