Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
Muchos pensaron que los versos se debían a don Esteban, hábil rimador y todavía enemistado con el obispo; otros, que eran de uno de los Bustamante, gentilhombre discreto pero que, como a muchos caballeros cordobeses, se le maliciaba una veta de humor irreverente.
Mientras tanto, todas las clases sociales se dedicaban a excesos y atrevimientos que los pocos cuerdos no podían impedir.
La víspera del miércoles de Ceniza, Becerra volvía de la ranchería de Santo Domingo, donde ni las exhortaciones ni las prédicas de los frailes habían podido contener a los africanos, decididos a olvidar, en unos días de licencia, la esclavitud de todo el año.
Venía contento, cansado, empapado y con la conciencia incómoda. Aunque era tarde, seguía el tumulto, pues las pandillas de máscaras atravesaban las calles al galope y dando alaridos. Así, irreconocibles, aprovechaban para ofender y hasta injuriar a algún enemigo, de preferencia altos funcionarios, no dejando de lado ni los edificios públicos. Sólo los templos y los hombres de hábito se salvaban, y las iglesias permanecían abiertas día y noche para facilitar arrepentimientos o para refugio de los que debían salir obligadamente a la calle.
Becerra, algo mareado, se detuvo en una esquina; un poco de contrición, pensó, no le vendría mal. Entró en Santo Domingo, donde la lámpara votiva, en la oscuridad, parecía indicar la soledad de Dios aquellos días.
Creyó oír pasos, haber visto una sombra, pero no le prestó atención: salvo una daga para defensa, y la ropa vieja y embarrada, no llevaba nada que pudiera tentar al asalto.
Al hacer la genuflexión, recordó lo que le había dicho su abuelo: que los predicadores tenían atrapado, en sus túneles, a un demonio espantoso a quien mantenían colgando de un tobillo para que no saliera a hacer maldades. Por lo que veía afuera y por su propio comportamiento, se preguntó si aquel diablo, capturado por Santo Domingo de Guzmán y convertido en tizón, no habría escapado de su cautiverio, pues muchos hombres temperantes como él habían caído en la lujuria y en la bebida.
Se arrodilló, arrimando la sien a la pared para no caer, pues se sentía atontado. Quiso rezar, pero no recordaba el Pésame; lo iniciaba por tercera vez cuando una especie de soplo hizo temblar las velas encendidas ante la Virgen, erizándole la nuca. Se tiró de costado y alcanzó a ver el brillo del acero que cerraba en un semicírculo el envión del ataque.
El comprender que terminaría asesinado si no reaccionaba lo llevó a eliminar del cuerpo el cansancio y la beodez. Rodó sobre sí dos veces mientras palpaba por su daga, y con ella en la mano, se puso de pie con torpeza. Una sombra encapuchada se lanzó contra él y nuevamente el reflejo de la hoja buscó herirlo. Comprendió que tenía a su favor la poca ropa y el desembarazo de telas. El otro estaba disfrazado y el atavío le entorpecía los movimientos; cuando la embestida de Becerra lo obligó a retroceder, trastabilló al pisarse el manto que lo cubría hasta los pies.
En uno de aquellos movimientos de atacar y retroceder, el brazo de Becerra rozó un blandón y con la fuerza del que está en peligro, lo arrancó de la pared y golpeó al otro con fuerza. Lo oyó gemir y encogerse: no había visto venir el golpe porque el objeto era opaco en la oscuridad.
Tomándose el brazo, el agresor retrocedió hacia la salida, pero Becerra, furioso, manoteó en la oscuridad.
—¡Hijo de… no huyas! —gritó, olvidando que estaba en el templo.
Le contestó un rezongo furioso, pues había conseguido atrapar la punta de la capa, haciendo vacilar al atacante.
—¡Cobarde, muestra la cara! —lo provocó, tirándole otro puntazo—. ¡O habré de matarte para saber quién eres!
El otro se volvió con la agilidad de un espadachín.
—Ande, hombre —siseó, la voz falseada por el embozo que le cubría la boca. La luna que hendía el atrio hizo relampaguear nuevamente el arma que empuñaba—. Ande —repitió—, que el acero me quema y quiere sangre.
La punta del arma rasguñó el justillo de Becerra, dejándole un estremecimiento en el pecho.
Se oyeron voces y dos religiosos aparecieron por la capilla doméstica con teas encendidas.
—¡Deténganse, por Nuestra Señora del Rosario! —clamó uno, echándose sobre ellos y levantando el hachón como arma mientras el otro preguntaba, ofuscado:
—¿Qué sucede aquí, qué sucede?
—¡Respeten la casa de Dios!
—¡Salgan del templo; vayan a matarse a la calle! Los gritos y las llamas oscilantes pusieron más confusión en el vientre de la nave. Otros frailes aparecieron y uno sospechó: «¡Han venido por los objetos sagrados!».
El enmascarado aprovechó para huir, librándose de la capa y dejando a don Esteban con ella en una mano y la daga en la otra.
Fray Valentín Ladrón de Guevara se acercó rápidamente al rezagado, que examinaba la prenda intentando adivinar la identidad del enemigo.
—¡Don Esteban Becerra y Celis de Burgos! —tronó el fraile—. ¡De dónde venís vos, en ese estado, a ofender a Nuestra Señora en reyertas por mujerzuelas!
—Señores, juro que nada tenían que ver las mujeres en esto, y mucho menos estoy dedicado a robar el oro. No sé por qué me atacó ese hombre. Por favor, denme luz.
Tranquilizados, pues era un vecino conocido, le acercaron las teas y tantearon la prenda.
—Es de buen paño.
—Buena hechura también, y de precio.
—No era un cualquiera el que os atacó, don Esteban.
—Se parece a las capas que fabrican los López, los funebreros.
—¿No sospecháis…?
—En verdad, no; entré en el templo llevado por el arrepentimiento y mi Señor Jesús debió intervenir, pues el asesino no ha podido herirme.
—Envainad el arma.
Don Esteban obedeció.
—¿Estáis arrepentido de vuestros actos licenciosos?
—Sí, fray Valentín.
—Entonces, al confesionario.
No tuvo más remedio que confesarse y hacer propósito de enmienda. Después de interrogarlo sobre la situación en las distintas parroquias, le impusieron la penitencia de pasar el miércoles de Ceniza en oración y ayuno, además de dar unas limosnas para los leprosos.
En verdad, el carnaval había terminado para él con más excitación de la que deseaba.
Volvió a su casa acompañado de dos novicios, pues los dominicos temían que fuera emboscado nuevamente. En la callejuela que mediaba entre el Cabildo y la inconclusa Catedral, Becerra creyó ver a don Marcio abrazado a una máscara baja y rechoncha; miró para otro lado y supersticiosamente se tocó el rasgón del justillo. El puñal no había llegado al músculo porque lo había detenido el grosor del escapulario de la cofradía del Santísimo Sacramento, de la Compañía de Jesús, a la que él pertenecía.
A la mañana siguiente se enteró de que unas máscaras habían asaltado la casa de los Zúñiga, persiguiendo a las mujeres hasta que don Gualterio, despertado de la siesta, atinó a liberar al mastín que, azuzado por los ladridos del perrito y los gritos de las jóvenes, persiguió a los intrusos hasta las tapias, alcanzándoles a morder las pantorrillas en un caso, los talones en el otro.
Tampoco ellos podían decir quiénes los habían asaltado.
…Yo había recibido una carta del estudiante donde me decía que, por mi bien, acudiera a una cita con él. Obscuramente, deslizaba amenazas y sugería represalias. Como lo sabía villano pero no tonto, algo de su atrevimiento me advirtió peligro, y en ello meditaba cuando llegó la segunda nota, más incisiva.
Aún hoy recuerdo el sudor helado que me mojó el cuerpo pero ¿qué podía saber él de mis pecados? No estaba en la ciudad cuando mi madre murió, no estaba en Santa Olalla cuando el incendio, y por más que sospechara, no había quién pudiera endilgarme la muerte de Eleuteria y de sus hijos.
Aun así, entre la curiosidad y el temor decidí no arriesgarme. Me presentaría en su casa.
Horas antes del encuentro, pensé decírselo a don Esteban, pero decidí callar: si solicitaba su ayuda, tenía que sincerarme con él, y no quería hacerlo.
Al hablar con Maderos, comprendí que tenía con qué obligarme pues por ciertas circunstancias era testigo de mi participación en la muerte de don Julián.
No obstante, pude intuir que algo temía de mí, aunque ni él mismo sabía qué era, y seguramente desde hacía meses especulaba con qué artes podía yo atacarlo. Supongo que se inclinó a pensar que mis dotes eran las de seducir a otros para que actuaran por mí, y ése fue su grave error de apreciación.
Escuché sus pretensiones con fingida tranquilidad, crucé algún duelo verbal con él, y luego de enterarme de que se protegía mediante una carta depositada en manos de confianza, regresé a casa.
La ciudad estaba silenciosa como una sepultura, aunque desde el cordón de menesterosos, indios y negros libertos que la ceñían, llegaba el barullo apagado de las pulperías y casas de pecado donde risas, interjecciones y ladridos de perros nos hablaban de otra vida menos complicada que la que llevábamos nosotros, los que vivimos bajo tejas.
Pedí a Rafaela que nos detuviéramos en la acequia madre para limpiarme los dedos pegoteados de sangre, pues cuando Maderos me tocó no pude contenerme y le arañé el rostro.
Llegada a mi casa, busqué el dormitorio y me eché sobre el colchón, las piernas contra el estómago, la frente sobre las rodillas, y reflexioné.
La indiferencia primero, la fácil soberbia, la sorna y el desdén con que había mirado al estudiante después, la furia que más tarde había despertado en mí, dejaron paso en mi entendimiento al juicio descarnado: desde el primer momento intuí que Maderos era algo más que un simple escribiente. «Mis instintos me lo advirtieron. ¡Por qué no los atendí!», me reproché y días después, al ver al maestre de campo arrodillado y rezando con la diestra en el pecho, me sentí enfurecida. ¡Componer aquella comedia para casarse conmigo y hacerse con algo de tierra y posición! «Si insiste —cavilé—, tendré que librarme de él».
Miré entonces al estudiante y recordé la última vez que estuvo en Santa Olalla, ya acaecida la muerte de don Julián. ¡Aquel día, mientras lo humillaba mandándolo a comer con los soldados, ya sabía él que yo, si no había matado a mi esposo, al menos lo había dejado morir! Y como tenía una mente inquieta, algo sospechaba de la muerte tan súbita de mi madre.
Desde mucho atrás estaría planeando el desquite… ¡y yo, tan en ufana!
Supe que lo tendría sorbiendo mi dinero y mi dignidad hasta que mis huesos se adelgazaran, hasta que uno de los dos feneciera. «Que sea él, entonces —me dije—; y sin él, su amo será como un caballo ciego que salta hacia el abismo». Porque era él, bien lo advertí, quien plantaba ideas en la cabeza de Soto, quien las alimentaba con insinuaciones, quien le daba de beber dosis ínfimas de ambigüedades.
A aquellas disquisiciones debí agregar el hecho de que vi a Maderos observando a Eudora… y mi prima, que es candorosa, le presumía con los ojos. Con meridiana claridad comprendí que ésa sería, más tarde o más temprano, su exigencia: unir la suerte, mediante mi intervención, a la de aquella ingenua, o a la de otra semejante.
Tuve que verlo unas cuantas veces, casi siempre junto con el maestre. Me producía furia y repugnancia la expresión que me dispensaba sobre la cabeza de los demás, esa especie de hermandad que lograba transmitirme; odié su mueca, desagradable como la de algunos perros que imitan el gesto humano de sonreír…
Y aunque el amo y el criado me destemplaban el ánimo, aprendí a mostrarme cuidadosa, a administrar mi resentimiento, pareciendo a veces que les concedía algo, eludiendo otras mis promesas, pero nunca yendo tan lejos que tentara a Maderos a escarmentarme.
Creo ahora que, de alguna manera tenebrosa, disfrutábamos de medir nuestro ingenio en un plano secreto, ignorado por los demás. El que perdiera el juego quizá perdiera la vida…
«Poder económico y cargos públicos son dos aspectos estrechamente vinculados en la sociedad colonial; ambas cualidades se dan en las personas de quienes tienen una participación de importancia en el comercio negrero. El caso de Córdoba así parece demostrarlo».
Félix A. Torres
La historia que escribí - Estudios sobre el pasado cordobés
Córdoba del Tucumán
Tiempo de Cuaresma
Otoño de 1703
El miércoles de Ceniza amaneció con la agonía de los bailes que se habían prolongado toda la noche. No fueron pocos los que, como quien despierta de una borrachera, corrieron a los templos para recibir la «ceniza» y hundirse en la penitencia.
Don Gualterio, que iba al primer oficio, encontró la ciudad abandonada como después de un saqueo: las paredes sucias de lodo y, afeando las calles, vejigas rotas, cáscaras de huevo, bombas de barro destrozadas, frutas que se pudrían al sol. La harina convertida en engrudo volvía resbalosos los caminos de piedra que rodeaban edificios administrativos, templos y casas principales.
Se veían beodos —dormidos o castigados— en los corredores del Cabildo o recostados en los escalones de los templos como apestados que no hubieran alcanzado a entrar en ellos. En los altares laterales algunas máscaras gemían, boca abajo, con los brazos en cruz, mientras otras, confusas, daban vueltas con la ropa en desorden y acartonada de mugre. El aire olía a cuerpo en celo, a sudor y a barro, y los golpes recibidos comenzaban a hinchar y amoratar ojos y músculos.
El jolgorio llegó al último estertor con el entierro del carnaval, al que llamaban «nuestro querido pariente» y otras zafiedades afectuosas. Cuando Zúñiga abandonó la Merced, contempló con repugnancia de hombre sin humor, anciano y enfermo la procesión que transportaba en angarillas un monigote extravagante rodeado por individuos disfrazados de «lloronas» que arrastraban un luto de espantajos mustios y haraposos.
Dio la espalda a aquel cortejo de insomnes que se perdía hacia el río entonando una salmodia atrevida, con reminiscencias gregorianas, y se dirigió a tomar el desayuno con el hermano Montenegro.
Pasado el entierro, comenzaba el jubileo de las cuarenta horas. Introducido por San Carlos Borromeo para desagraviar al Señor por los desórdenes del carnaval, los jesuitas lo propagaron con el rigor de una Semana Santa adelantada.
Duraba tres días, y muy pocos vecinos dejaban de acudir a los sermones.
«El fruto fue grande —consignaron las Cartas Anuas—, confesándose muchos en nuestra casa, y comulgando casi todo el pueblo».