Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
En la posición en que descansaba, las lágrimas le anegaron los párpados y fue tal la presión que sintió en la garganta, que cruzó los brazos y se llevó las manos al cuello, abarcándolo con las palmas para aliviarla. Sobre ella y a través de las ramas, vio una nube perdida pasar lentamente por un cielo que parecía de mirra y fango.
Alguien la llamó. Era Esteban. Respiró hondo, dejó caer los brazos a los costados y después de unos segundos se enderezó.
En un supremo esfuerzo, tendió la mano hacia el hombre que se había detenido a una distancia prudente. Permitió que la ayudara a incorporarse y agradeció en silencio que la soltara de inmediato. También agradeció que no dijera nada, que fuera capaz de guardarse las preguntas y que, después que ella se despojara de las flores y se recogiera el pelo, caminara a su lado sin rozarla. En un gesto infantil, del cual no fue consciente, se limpió el rostro con el puño del vestido.
Aquel ademán y el suspiro con que alivió el dolor que le apretaba el pecho consiguieron que a Becerra se le empañaran los ojos. Mientras iban hacia la casa, cada cual en su tormento, éste pensó: «Si, como dice Juan del Encina, la llave de mi vida se ha perdido, sólo yo tengo la culpa. Ahora me resulta imposible comprender mi indiferencia ante su destino, y deberé pagarla con una existencia miserable».
No se atrevió a ofrecerle la mano para subir los escalones y, cerrado el puño, acomodó el antebrazo sobre los riñones. Más allá de toda congoja, le impresionaba la imagen de ella extendida sobre la tierra, con flores en la cabeza y sobre el cuerpo, como la muerta aún fresca, pero ya inaccesible, de aquel dibujo a pluma que lo fascinaba en las Historias trágicas de Saxo el Gramático: la joven que amaba a Amleth, el que después fue rey de Dinamarca, y que murió ahogada mientras recogía flores.
A medida que pasaban los días, Sebastiana comenzó a mostrar un carácter más distendido. Sus primas, de quienes nunca se había notado que era un poco mayor, parecían ahora chiquillas enredadas en juegos y disputas que ella no compartía. Separada por algo intangible de éstas, prefería pasar horas encerrada en su dormitorio, no atreviéndose los otros a interrogarla.
Diez días después, cuando todos la hacían recluida, la vieron aparecer por el camino real, a caballo y en compañía de Rosendo y una de las esclavas. Doña Saturnina pretendió interrogarla, pero ella la esquivó, huraña; se arrodilló ante su padre a pedir la bendición, y pasó a encerrarse nuevamente, sin que valieran ruegos y tentaciones expuestas a través de la puerta.
La señora hizo llamar a la negra y le preguntó, suspicaz, adónde habían ido.
—A Santa Olalla, pues. Por el angelito —respondió la muchacha.
—¿El angelito?
—Sebastián Mártir, el hijito de la niña. Hoy se cumplió el año de difunto y quería rezar por su almita.
La señora la despidió, cubriéndose los ojos con la mano. ¡Qué poco sabían de los dolores y las tristezas de aquella jovencita! ¡Cuántas cosas habían dejado que le sucedieran, respetuosos de la autoridad de la madre, del esposo impuesto, del parecer del obispo, de las convenciones sociales! ¿Cómo podían haber olvidado la desgracia que la había golpeado un año antes?
Pero Sebastiana nunca hizo alusión a su pérdida, limitándose a contestar brevemente a las preguntas —escasas por lo dolorosas— que se le hicieron. Aunque mantenía vivo el recuerdo del niño, era como si deseara que nadie más evocase lo que le había sucedido.
Transcurrió un mes antes de que la joven mostrara nuevamente deseos de volver a Santa Olalla.
—Si ese Aquino es tan buen capataz como dices —se impacientó doña Saturnina—, puedes confiar en él para que lleve las cosas a buen término sin que tengas que sacrificarte. Ya va siendo hora de regresar a la ciudad.
Sebastiana, acodada en el alféizar de la ventana barroca, dejó que la mirada se le perdiera hacia sus tierras.
—Quiero ver a mis dependientes.
Doña Saturnina, resignada, decidió seguirla. Quería echar una ojeada al mayordomo y sacar sus propias conclusiones. Becerra, esperanzado en que Sebastiana quisiera regresar con ellos al Alto, aceptó acompañarlas.
Al entrar en los terrenos de Santa Olalla, observó, que pese a la seca, el lugar lucía cuidado y como a la espera de la lluvia. Apartándose del coche, trotó hasta el tajamar.
Recordó la última vez que había visto a Julián. Fue en los terrenos de los Ordóñez y estaba acompañado de Eleuteria y sus hijos. ¿Los habría reconocido legalmente? ¿Tendría Sebastiana problema con ellos por la parte que hipotéticamente pudiera tocarles de los bienes? «¿Qué bienes? Todo es un yermo sin labrar, sin ganado, sin provisión de agua ni puestos de crianza…». Pero ¿para qué preocuparse? Eleuteria y sus criaturas habían desaparecido de la región.
Desmontó al borde de la laguna; en el fondo, una pasta barrosa y maloliente se resquebrajaba al sol.
«Otro año miserable», se amargó. Por el momento, la extensa familia de don Esteban subsistía decorosamente, pues en Córdoba, donde la dignidad se emparentaba con la moderación, podían desenvolverse con muy poco. Don Gualterio no tenía problemas, debido a los recursos que, por herencia materna, le llegaban de Navarra. Más de una vez, en los trances difíciles, había acudido en auxilio de los otros con su capital.
Oyó pasos detrás: era Aquino. No llevaba sombrero y al no hacer el gesto —obligado por años de bastardía— de sacárselo ante él, les dio una estatura social semejante, incomodándolo.
—¿Cómo se las arreglan sin agua? —le preguntó a modo de saludo.
—Hice cavar surgentes; las napas no se han agotado. Además —señaló los corrales—, lo nuestro es hacienda chica, más fácil de mantener. Las reses y los caballos son pocos. Resistiremos otra temporada.
Sin más palabras, caminaron hacia la casa. Cuando entraron en el predio, frente al oratorio, vieron a los criados —la mayoría mestizos y unos pocos indios— que se habían presentado a saludar a la señora. Todos iban pulcramente vestidos, sin la expresión hosca de la gente que habían cruzado en el camino.
—No se los ve desmoralizados —se sorprendió Becerra.
—No lo permita la Fe —y Aquino agregó—: Aunque el obispo pretenda dejarnos sin auxilios espirituales, no borrará con un auto la obra de franciscanos y jesuitas.
—Pues mándeme algún páter al Alto —dijo él con ironía.
—No se queje; todavía tiene uno de los pocos ríos con caudal dentro de la zona.
Callaron y cuando la gente comenzó a dispersarse, Aquino se acercó a Sebastiana.
Doña Saturnina, apantallada por dos chiquillas que movían unas hojas de palma ante su cara, no descubrió ningún sonrojo, ninguna familiaridad, ninguna mirada maliciosa. Sebastiana lo saludó cordialmente, se interiorizó de lo urgente y lo invitó a comer con ellos. Aquino aceptó.
El rosario de la tarde tuvo un viso de celebración. Repicó la campana y se encendieron cirios en el oratorio aunque estaba sin el Santísimo; Carmela y otros niños lo adornaron con ramas de vides que comenzaban a enrojecer, de manzanos que amarilleaban y varas de achiras silvestres, púrpuras y puntiagudas.
Sebastiana había ordenado asar dos corderos y subir el vino que quedaba en los sótanos mientras el olor santo del pan recién horneado inundaba el aire. Era como el último goce antes de la Cuaresma.
Esa noche, Sebastiana aguardó que la casa quedara en silencio para recuperar los libros que había escondido en el cofre del carruaje. Oyó a Becerra salir varias veces al corredor de la planta baja; una vez a carraspear; otra, por una ranura, distinguió el chispazo del yesquero y el humo del cigarro deshaciéndose como un ánima en el aire. Su tía, en susurros, lo conminaba a acostarse, desconfiando de sus correrías en la oscuridad, con tanta india y negra sueltas y enfiestadas.
Por fin, descalza para no producir ni un roce en la piedra y guiándose por la luna, bajó sigilosamente.
El carruaje estaba estacionado entre el oratorio y las ruinas de la bodega, un sitio que le producía espanto. Esa tarde, mientras rezaba ante la tumba de su hijo, tuvo la certeza de que escuchaba pasos en el oratorio, pasos ligeros, pasos leves, como de niño, pasitos que quizás un día decidieran ir por ella. Eso no la afligía, a veces hasta lo deseaba. Con el último Gloria, los pasos cesaron. «No vendrán hoy por mí», se había resignado mientras oía que abrían la capilla para el rosario.
Su hijo no iría por ella ese día, pensó mientras tanteaba los muros, adentrándose en las sombras, pero quizá sí don Julián. La jornada del hombre había concluido, dando paso a la vida fantástica de diablos y almas en pena…
Sacó el talego con libros, cerró sin un sonido la baulera, y dio media vuelta para iniciar el regreso. Estaba en la sombra, pero el camino, ante ella, se mostraba luminoso. Levantó los ojos al cielo y se sintió marcada de constelaciones, inmersa en el latir del Universo. Cerró los párpados e imaginó cometas y esas figuras incógnitas que los griegos creyeron ver recorriendo el pavimento de las estrellas. Su padre se las había señalado en un mapa celeste: Orión, las Osas, Casiopea, Tauro con Aldebarán… Entre ellas descansaba, como en cuna gigantesca, mullida, brillante y para siempre protegido, Sebastián Mártir.
Al abrir los ojos, vio salir a alguien de las ruinas de la bodega. ¿Sería Rosendo? Una rama, como un ala pesada y enorme, se movió y dejó ver la figura de un hombre; los cabellos le colgaban, largos y enmarañados en torno al rostro, y el ojo visible centelleó como el azogue, dándole una expresión sobrenatural.
El terror le desmadejó las vísceras: era el ánima de don Julián que volvía, impenitente. ¡Tantas misas, tantas novenas, y él todavía vagando por la Tierra! «Sebastiana…», oyó. Soltó el talego y gritó cubriéndose el rostro, apretando entre los dedos la cruz que llevaba al cuello. Cayó desmayada y reaccionó ante el contacto de unas manos, no frías y repulsivas, sino suaves y tibias.
—Sebastiana…
Era Becerra. En llanto angustiado, ella lo abrazó y enterró el rostro en su pecho.
—¡Era él, era él! —sollozó.
—¿Quién?
—¡El, él! —gimió y se mordió los labios para no decir lo que no debía reconocer ni ante sí misma.
—¿Crees en fantasmas?
—¿No existen? —preguntó ella, temblando.
—Sólo si nosotros los aumentamos con nuestros pensamientos —respondió él—. Lamento haberte asustado, pero estaba inquieto y salí a caminar. Te vi cuando retirabas un bulto y quise ayudarte. Vamos, te llevaré a tu pieza. ¿O quieres que mande a una de las criadas a dormir contigo? —Alzó el talego, sopesándolo—. ¿Libros?
Sosteniéndose de él, Sebastiana asintió.
—¿Por qué sales a estas horas a buscarlos?
—No quiero que tía Saturnina se entere; dice que me volveré satírica y sarcástica.
—Dudo que la señora sepa el significado de esos términos —sonrió él.
Subieron la escalera y Becerra abrió la puerta del dormitorio, dejando el talego en el piso, al lado de la cama.
—¿No quieres que avise a Carmela? —insistió.
Ella sacudió la cabeza y preguntó, ansiosa:
—¿Crees que estudiar sea pernicioso para la mujer?
—No más que para el hombre.
Sebastiana dejó pesar un silencio minúsculo y dijo extemporáneamente:
—Las manchas de la mano son quemaduras. En luna llena me dan picazón.
Recién cuando regresó a su cuarto Becerra comprendió que algo semejante a un milagro había sucedido: ella se había abrazado a él, le había permitido sostenerla, había buscado refugio en su pecho. Y por primera vez desde que había quedado embarazada, se dirigió a él con familiaridad, olvidando el desapego del último año. Incluso lo había tuteado.
Quizá Juan del Encina se equivocaba y las llaves de su vida no estuviesen para siempre perdidas, sino sólo caídas en un rincón.
No se detuvieron mucho en Santa Olalla, pues doña Saturnina, intranquila por la cercanía de las carnestolendas, insistió en que debía estar en la ciudad para vigilar a su familia.
—Si no nos apuramos, tu padre y Marcio —que habían quedado en El Alto— partirán con las niñas aunque sea en carreta. No quiero pensar en los desafueros en que pueden caer si no estoy ahí para poner mesura.
—¿Mi padre, en desafueros?
—No, Gualterio no; pero las niñas y sus madres, las criadas y… te reirás, hasta temo por Marcio —confesó ante la mirada risueña de la joven.
Una de las costumbres era que se iniciaran batallas entre las mujeres de una casa y los comparsistas callejeros; después de intercambiar proyectiles, envalentonadas por lo que parecía una victoria, abrían la fortaleza y se lanzaban a la vereda, sólo para ser emboscadas, capturadas, embarradas y toqueteadas mientras Marcio, imaginaba la señora, iba como un fantasmón tras alguna «tapada».
Sebastiana, todavía impresionada por el espectro de don Julián —había encontrado en las ruinas un botijo de chicha vacío—, se avino a partir.
Al llegar a la ciudad, los recibieron con la triste noticia del fallecimiento, poco más de veinte días atrás, del presbítero Ignacio Duarte y Quirós en Caroya.
«La primera alabanza, o una de las primeras de Duarte, es haber fundado este real Colegio de Monserrat. Pero esta alabanza es de tal índole que nadie puede entenderla bastante, si no comprende cuánto se deben estimar los colegios para jóvenes».
José Manuel Peramás, S. J.
Cinco Oraciones Laudatorias en honor del doctor Ignacio Duarte y Quirós
Córdoba del Tucumán
Tiempo de Ceniza
Verano de 1703
La noche del 2 de febrero de 1703, día de la Purificación de María, llegó a la ciudad de Córdoba un mensajero desde Caroya. Decía que a pesar de los cuidados del hermano Peschke, el doctor Ignacio Duarte y Quirós había fallecido serena y silenciosamente.
La mujer que lo atendía encontró un librito caído al lado de la cama con una flor silvestre entre dos páginas; en el margen de una, había escrito con letra temblorosa: «Todo lleva a Dios», abarcando unos versos que decían: «Lo que es y lo que ha sido, y su principio cierto y escondido».
Había pasado sus últimas horas, cuando no rezaba el rosario, leyendo la excelencia de Fray Luis de León, pues la poesía lo llevaba a conservar el vínculo con su Creador.
La criada era analfabeta, pero pensándolo santo, dejó la flor donde estaba y envolvió el pequeño tomo de cantos raídos en su pañuelo, quedándoselo como reliquia.