Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
—He mandado por tía Saturnina, para que los malintencionados no hablen de nosotras, ya que su esposo y padre mío está ausente —y desvió los ojos de la mirada furibunda, dirigiéndose al maestre de campo—: ¿Estará un tiempo en la ciudad, señor?
El hombre no pudo contestar porque en aquel momento se oyó la silla de manos de los Becerra deteniéndose en la puerta, además del revuelo que solía armarse cuando había que sacar a doña Saturnina de su interior. Un minuto después la señora entraba en la sala con su corpulencia no exenta de agilidad y el respirar asmático que le entrecortaba el vozarrón.
—Ahí llega Esteban —les advirtió, mirando con enojo a Lope de Soto— pastoreando a las niñas.
—¿Tendremos el honor de otras presencias? —preguntó doña Alda, burlona.
—Mariquena y Marcio con el padre Cándido. A ésos los encontré en la calle; venían de los corrales de Cardoso, porque se les antojó un vaso de leche fresca.
Soto se puso de pie, recogiendo el sombrero, y comenzaba a despedirse cuando se oyó en el zaguán el tropel de las jovencitas.
Había llegado el maestre de campo a la puerta de la sala cuando Sebastiana se adelantó a recibir a sus primas, pero el movimiento impetuoso que había hecho al levantarse la dejó sin aliento y se sostuvo del cortinado para no caer. Al ver que se desvanecía, el maestre de campo alcanzó a sostenerla.
Don Esteban, que venía detrás de las jóvenes, las manos a la espalda y la expresión sombría, levantó la cabeza al oír las exclamaciones de las mujeres y quedó demudado al ver a Sebastiana, como muerta, en brazos del maestre de campo. Sus ojos buscaron los de doña Alda, que con furia manifiesta se clavaba las uñas en las manos. Se desentendió de ella diciendo secamente a Soto:
—Recuéstela en el sillón.
Doña Mariquena mandó por el hermano Montenegro, pero para cuando llegó, la joven había reaccionado. De la palidez pasó al rubor, y un cierto desorden en la ropa, algún rizo fuera de lugar, la flojedad que parecía haberle tomado el cuerpo le daban, pensó don Esteban, un no sabía qué de seducción; hasta el maestre, antes de ser despedido, parecía afectado.
Cuando Becerra le acercó una copa de cordial, Sebastiana la rechazó volviendo el rostro; contestó con un hilo de voz al hermano coadjutor, quien diagnosticó «decaimiento del flujo sanguíneo».
Ella se negó a explicar qué sentía, y mientras se retiraba sostenida por Rafaela, doña Saturnina echó en cara a doña Alda que, por recibir a Soto en ausencia de su marido, había obligado a la hija a levantarse cuando su salud aún no respondía.
—No he sido yo quien se lo pidió —protestó la interpelada.
—Peor entonces: por atrevida, la has obligado a cubrir tu desvergüenza.
La respuesta de la madre se perdió para los oídos de Sebastiana pues Rafaela le advertía al oído:
—No juegues con ese hombre. Me espeluzna hasta el aire que lo rodea. Tiene muchos difuntos encima.
La joven bebió el caldo que mandó su tía y se durmió antes de que la nodriza terminara las extrañas invocaciones de la noche.
A veces pensaba que la mujer no descansaba, y para confirmar esa idea, salió de la profundidad del sueño al ser sacudida con insistencia.
Abrió los ojos y tuvo que cerrarlos, cegada por la vela que Rafaela mantenía en alto.
—Anda, anda —y tomándola de un brazo la obligó a incorporarse.
—¿Qué pasa ahora? —gimió, sin entender nada.
La nodriza dejó la palmatoria en el suelo y le calzó las medias; tomó después un pañuelo negro, un amplio manto, y la cubrió hasta los pies. «Así no te verán en la oscuridad», cuchicheó.
—¿Qué es todo esto? —reaccionó la joven, obligada a ponerse de pie.
La mujer la silenció con un dedo y sopló la vela.
—Ven, ven.
«¡Ah, Dios del Cielo! ¿Será que me lleva a un aquelarre? ¡Y yo todavía sangrando!», se irritó pero no fue capaz de negarse, y la siguió bajo los arbustos del patio que filtraban el espejismo de la luna. Con los sentidos aguzados, oyó voces que venían del dormitorio de su madre y cuando se acercaron, el resquicio del postigo mal ajustado se ensanchó ante su mirada. Sin una palabra, Rafaela le hizo señas para que observara a través de él.
Varias horas antes, aquietada la casa, doña Alda salió silenciosamente a la calle y se dirigió al baldío contiguo, donde unas ruinas blanqueaban en la noche.
—Dídima —siseó. De la oscuridad se materializó una vieja harapienta que avanzó palpando el tapial—. Toma —y le alcanzó una botella que escondía entre las ropas. La mendiga la apretó contra su pecho mientras chasqueaba los labios—. Lleva esta carta al maestre de campo; no la entregues a nadie, sólo a él o al estudiante, ¿entiendes? Si llegas a equivocarte, te acordarás de mí —la amenazó, y volvió rápidamente al zaguán, cerrando la puerta sin un chirrido.
Como gato que ve en la oscuridad, descalza y con el largo cabello trenzado, se dirigió a su alcoba. Brutus, el perro de don Gualterio, la sobresaltó, pero ella lo palmeó y, hablándole suavemente, lo tomó del collar y después de tirarle un trozo de carne para que entrara en el dormitorio de su esposo, lo encerró allí.
Ambos cuartos, además de las puertas que abrían al corredor, tenían otras que daban a un cuarto intermedio. Lo atravesó para entrar en el suyo, cerró las hojas y prendió un pebetero con esencia de ámbar; buscó el llavero del arcón que estaba a los pies de la cama y sacó de él dos botellas; una contenía el licor de los dominicos que acostumbraba beber todas las noches. La otra era de vino, de las cepas de Jesús María que proveían a la bodega real.
Mirándose en el espejo, se perfumó con esencia de nardo y se tiró sobre la cama, levantándose la ropa sobre los muslos, esperando a su amante. La puerta de calle estaba sin trabas, el mastín encerrado y el marido ausente. Las advertencias de Sebastiana, la reprimenda de doña Saturnina, los mohines de Mariquena Núñez y la silenciosa desaprobación de Esteban —agregándole el desmayo de su hija en brazos del maestre de campo— la habían enardecido, llevándola a transgredir todas sus normas, citando allí, en su propio hogar, a Lope de Soto.
En anteriores encuentros, él le había asegurado que nada tenía que ver con el embarazo de Sebastiana, y su instinto le había indicado que no le estaba mintiendo, lo que la hizo sonreír. Cien vírgenes podían caer en brazos de aquel hombre, pero él siempre volvería a ella, atado por la lujuria que le exacerbaba en cada encuentro.
Sebastiana, aturdida aún por el sueño, no imaginaba para qué la había arrastrado Rafaela con tanta teatralidad; pero al ver a su madre sobre la alta cama de cortinados recogidos, la infinidad de velas encendidas, el denso perfume a esencias que se filtraba por la reja, el escote que dejaba al descubierto un seno arábigo, se sintió sacudida y la indignación la despertó del todo. Sostenía doña Alda una copa en la mano y sonreía a través de la maraña de pelo que le cubría parte de la desnudez como una telaraña. La expresión de su rostro, entre recién satisfecha y casi hambrienta de nuevo, le prestaba un atractivo pagano. El maestre de campo, sólo cubierto con las bragas, se había recostado a sus pies, de espaldas a la ventana. Apoyado en un codo, también él bebía; entre ambos había un cuenco con frutas secas.
Atontada ante la audacia de doña Alda, lo primero que pensó Sebastiana fue: «Está bebiendo el licor que toma a escondidas». Luego, descompuesta de rabia, se echó sobre la pared conteniendo el deseo de golpearse la cabeza contra ella. Rafaela, como Caronte, la tomó de la mano y la introdujo en la habitación intermedia. A la derecha, en el dormitorio de su padre, Sebastiana oyó una especie de gemido y el arañar del mastín que doña Alda había encerrado, escudada en que, como no podía ladrar, no despertaría a nadie.
Rafaela le hizo señas de que pegara el oído a la puerta y ella, sintiendo náuseas, obedeció. La voz del maestre de campo tenía una cualidad que la hacía fácil de ser escuchada.
—¿Dejaréis así las cosas? ¿No tomaréis medidas?
La voz de doña Alda resultó más apagada:
—Ella no lo ha culpado; todo lo sé por una de las negras.
—Y de qué ha de acusarlo la infeliz, sabiendo que todo será inútil. Si yo fuera de su familia, ya habría desmembrado al tal Ordóñez y alimentado a mis perros con sus criadillas.
—Veo que te has convertido en defensor de doncellas, como Esteban, que se quedó una hora sólo para interrogarme sobre lo sucedido.
—¿Y qué hará Becerra?
—Nada, porque nada le dije. Le contesté con evasivas y le sugerí que hablara con ella. Se fue furioso.
Después de un silencio, el maestre de campo preguntó con curiosidad:
—¿No sientes pena por lo que ha pasado?
Doña Alda no contestó de inmediato. Medio minuto después le echó en cara:
—¿No será que te hubiese gustado casarte con ella?
—¿Por qué no? Me habría resultado conveniente, y yo la habría tratado mejor que ese cerdo. Tu hija tiene una forma de ser que… podrás decir lo que quieras, pero es una criatura dulce. Quién sabe; quizá termine desposándola.
—Está casada, ¿lo olvidas?
—Como dice Maderos, todo estado es susceptible de mudanza, y el de casada puede remediarse en viudez.
La mano de ella voló con la intención de golpear, pero él, igualmente veloz, la apresó en su puño.
—No pensaba en el estado de tu hija —rió, atrayéndola hacia él—. Había pensado en mudar tu estado.
Se hizo nuevamente el silencio y la voz de doña Alda, cauta y al mismo tiempo anhelante, preguntó:
—¿Crees… crees que podría hacerse sin que nos descubran?
Helada, Sebastiana retrocedió soltando un gemido, pero Rafaela la contuvo tapándole la boca con la mano. La joven se debatió hasta que sintió en los labios el sabor de la sangre. Forcejeaban en silencio, pues ella quería soltar al perro para que atacara a Soto, cuando oyeron decir a un metro de ellas:
—Señoras.
Inmovilizadas, miraron hacia las sombras del corredor, donde se vislumbraba una silueta. Un segundo después, brilló la palmatoria que el intruso traía en la mano. A su luz distinguieron a Maderos, que hacía guardia. Era indudable que había jugado con la ignorancia de ellas, que no imaginaban que hubiera dos extraños en la casa.
Rafaela le soltó una retahíla de maldiciones y esta vez fue Sebastiana quien la contuvo.
—Calla —la instó en vascuence—, no quiero que mi madre sepa que la hemos visto.
Tomó a la mujer de un brazo y al pasar al lado del estudiante, éste le preguntó con descaro:
—¿Debe temer algo mi amo de vos?
Ella le indicó que se alejaran. A salvo del oído de los amantes, contestó:
—Por amor a mi padre y por resguardar su honra, no haré nada. Pero debe saber el maestre de campo que me insultará si vuelve a encontrarse con doña Alda en esta casa. Lo que haga en la suya no es cosa mía. Recuérdele usted que la Fortuna es mudable; no es sabio asentar el porvenir sobre ella.
Dejando al muchacho satisfecho por haberlas sobresaltado, Sebastiana volvió al dormitorio para dar rienda suelta a su furia.
—¡Malditos, malditos! —sollozó mientras aporreaba las almohadas—. ¡Nacer mujer y estar a merced de quien quiera decidir tu destino! ¡Tener que soportar que dos malvados, bajo el techo de mi padre, planeen matarlo! ¡Tener que aguantar que un piojoso estudiante se ría le nosotras, que nos intimide! ¡Y tener que callar la ofensa!
—¡Chist! —la sacudió Rafaela—. Que la venganza grite en silencio. Tu padre está a salvo; ni ese hombre se atrevería a entrar en la Compañía a hacerle daño. Y cuando regrese, yo velaré por él. Pero ni pienses, ¡ni pienses! en denunciarlos, que males peores vendrán dello.
El 20 de febrero de 1702, la ciudad se levantó enfebrecida de entusiasmo: celebraría el advenimiento de la Casa de Borbón al trono de España en la persona de Felipe de Anjou.
Sebastiana y sus primas, que la acompañaban en el exilio social que era el «tiempo de parida», contemplaron desde el techo la ceremonia que quedaría asentada, para memoria de la ciudad, en el Libro de Cabildo.
En la Plaza Mayor se había montado un gran tablado cubierto con suntuosas y espléndidas alfombras. En sus esquinas estaban situados los guardias, trajeados con llamativa elegancia, y después de un conato de disputa entre el obispo Mercadillo y el gobernador Zamudio por el derecho a los sitiales, ante el ademán impertérrito del maestro de ceremonias, los ayudantes exclamaron: «¡Oíd, oíd, oíd!», y luego de una pausa: «¡Sabed, sabed, sabed!» mientras golpeaban las picas contra el suelo.
El alférez real propietario y caballero de la Orden de Santiago, don Enrique de Ceballos Neto y Estrada, exclamó: «¡Castilla, Castilla, Castilla!».
El griterío de la multitud sepultó el consiguiente «¡Córdoba, Córdoba, Córdoba!». Con fuerte acento, Ceballos anunció: «¡Por el rey católico Felipe, quinto de este nombre…» y su «que Dios guarde muchos años!» fue coreado por todos los asistentes con un entusiasta «¡Viva el rey!», mientras él batía con ímpetu, también por tres veces, el estandarte real.
La ciudad entera vibraba al sonar de los clarines y al estruendo de las bombardas, a la voz potente de los funcionarios, los cánticos de los coros, el repicar de las campanas mientras los gallardetes y las oriflamas, al impulso entusiasmado de los brazos, encendían el aire con su colorido temblor.
Eran notorios los diferentes estamentos de la sociedad —blancos privilegiados, indios y mestizos, además de negros y mezclas étnicas consideradas aun más bajas— que colmaban la plaza manteniendo las férreas diferencias de clases y de razas. A pesar de ello, fue una sola voz la que contestó: «¡Viva el rey, nuestro señor!».
Cuando comenzaron las corridas de toros —unos animales mansos y atontados que sólo cumplían con el gusto de las multitudes por la sangre—, las niñas partieron a los juegos de cañas.
Sebastiana se encerró en su pieza, se taponó los oídos y bebió una infusión de adormidera. Se tendió en la cama deseosa de caer en el sueño para no oír los mugidos de agonía de los animales picaneados, los aullidos de los perros ensartados y el relincho de los caballos sacrificados al último ímpetu de un novillo.
Una eternidad atrás, había sido tibiamente compasiva, pero a través del martirio padecido, el dolor —de hombres o de bestias— la descomponía. Ya no le era dado entender por qué se usaban palabras diferentes para el animal al que se inmolaba y el hombre que fenecía: todo era un solo y universal sufrimiento.