Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
—Veamos a su hija.
Afuera los esperaba el hermano Hansen con el cofre de instrumentos y, seguidos por él, atravesaron en diagonal el patio y se dirigieron al otro corredor. Una esclava que guardaba la puerta los hizo pasar a la habitación donde persistía el frío de la oscuridad, pues sólo un candelabro con una vela escuálida iluminaba la penumbra. El aroma acre de pétalos secos se mezclaba con un olor insidioso: el del miedo que traspasa la barrera de la carne, bien lo había olido en galeras, cuando fue capturado por piratas, cuando todavía era protestante.
Molesto por el recuerdo, frunció el entrecejo ante los postigos que daban a la galería, cerrados a macha martillo. La cama, con los cortinados a medio correr, estaba armada sobre un estrado y en ella entrevió a la joven; la tenían atada de pies y manos a las cuatro columnas y jadeaba, empapada y desgreñada, entre las sábanas que olían a orina. Se revolvía con sonidos animales —estaba amordazada—, expulsando por la nariz un líquido sanguinolento que nadie había limpiado, y hacía movimientos involuntariamente obscenos al tratar de desasirse; las muñecas y los tobillos mostraban las primeras llagas. Al ver a los religiosos, la expresión de la jovencita adquirió inteligencia y en sus ojos desorbitados hubo un parpadeo de esperanza. Luego, avergonzada de su condición, se volvió de perfil y cerró los ojos.
Derrumbada al pie de la cabecera, la negra Belarmina, que era su guardiana, sollozaba apagadamente y el hermano Joseph, anonadado, dio la espalda a la escena y buscó un mueble donde abrir la caja de instrumentos.
Lo primero que pensó el médico fue que debían airear la habitación y que alguien con menos prejuicios y más caridad debía asearla. Por último, estimó que el estado de frenesí correspondía al miedo (¿a su madre, a la situación en que se veía?), sumado a la desesperación de verse amarrada y amordazada tan ceñidamente que apenas podía respirar.
Del fondo de la habitación surgió el padre Cándido, mercedario y confesor de la familia, y el jesuita respiró aliviado, ya que un hombre de hábito, y de otra orden, atestiguaría sus procederes.
Don Gualterio se dejó caer sobre un sillón, el puño sosteniendo la fláccida mejilla donde una barba mezquina, de viejo, le daba un aire faunesco.
—¿Qué ha sucedido, padre? —inquirió el médico, y el mercedario susurró:
—Está encinta; la madre lo descubrió y milagro es que no la haya matado. Pero nadie se ha atrevido a decírselo al padre. Sospecho que lo barrunta, pero no soy capaz de…
—¿Tiene prometido doña Sebastiana?
El padre Cándido no alcanzó a contestar, pues fueron interrumpidos por la entrada de doña Alda. Deteniéndose un instante en la puerta, la señora derramó en una mirada el veneno casi palpable de su furia. Se hizo el silencio —hasta la joven intentó apagar el jadeo con que respiraba— ante aquella mujer hermosa, de porte soberbio y sospechada de cruel, que avanzó haciendo sonar el llavero que cerraba puertas, alacenas, aparadores, bocas y miradas, y que sólo dejaba en paz cuando salía de conventos.
Iba de azul de Prusia, esta vez con un peto de Alençon que se elevaba sobre sus senos puntiagudos como colinas. Una redecilla plateada recogía la cabellera negrísima y sus ojos encendidos, bajo cejas tupidas, morigeraron la expresión al descansar sobre el médico de la Compañía, único al que su presencia no había intimidado. Altanera, parecía una flor forjada en hierro, espigada como una lanza, tensa como la cuerda de un arco, segura en su malevolencia como un puñal en su funda. Después de saludar a desgano al padre Thomas, dijo con voz fría y clara:
—¡Que tengamos que soportar semejante mácula por una criatura que ha preferido abandonarse a la lujuria en vez de refugiarse en la virtud! —y con brusquedad, tomó a la esclava de la mota, sacudiéndola con violencia—. Nada hubiera sucedido si esta hija de Satanás hubiese cumplido con su deber de guardiana —y ante el azoro de los hombres, los llantos lastimeros de la negra y la aflicción de la jovencita, doña Alda se volvió a espetar a su esposo—: ¿Qué entraña es la suya, señor, que no le ordena acudir a limpiar la honra de nuestra casa? ¿Es que vale así de poco su linaje? Pues sepa que el mío vale tanto, que si no reacciona, yo misma cogeré un arma y mataré al tonto que osó fornicar con esta descarriada. ¿Es que no comprende, señor don Gualterio, que esta desvergonzada está encinta, y sin saberse de quién?
Ultrajado, el hidalgo se atiesó en el sillón.
—¿Ella, encinta? —exclamó con acento aflautado—. ¿Mi Sebastiana encinta? ¡Miente o se equivoca, señora! —pero en el sollozo que le quebró la voz, se advirtió la desesperada aceptación del hecho. Al fin, don Gualterio gimió—: ¿Qué he de hacer, pues? ¡Ni siquiera tiene prometido, enamorado o aspirante! ¿Debo poner bando para enterarme? ¿O usted, señora, sabe algo que yo ignoro? ¡Señale su dedo a alguien, doña Alda, que yo he de matarlo por mi mano para entregarme luego al verdugo!
Su esposa contestó con un gesto desdeñoso; alzó la mano que surgió entre encajes y, señalando a la negra echada a sus pies, dictaminó:
—Ésta sabe algo y yo he de arrancárselo a azotes, o la tendré en el cepo hasta que se le pudran las rodillas —y aferrándola del cuello del vestido, la arrastró fuera de la pieza, obligándola a avanzar en cuatro patas. Tras el estruendo del portazo, la oyeron clamar por un látigo mientras los lamentos de Belarmina se intensificaban.
Durante unos segundos, los hombres parecieron haber perdido la voz, y el hermano enfermero, con el rostro brillando en la penumbra, miró furtivamente hacia la cama.
—Tome las disposiciones que crea usted necesarias, padre Thomas, ya que el facultativo es usted —dijo el mercedario al ver que el hidalgo se volvía al rincón, tanteándose el pecho en busca del rosario.
La joven se había tranquilizado al alejarse su madre y el médico, quitándole la mordaza, ordenó con autoridad:
—Que aireen la pieza, que desamarren a la enferma, la aseen, le cambien las ropas y así mismo el jergón. Estoy seguro de que doña Sebastiana no dará trabajos —y cruzó una mirada extrañamente comprensiva con ella, que asintió con la cabeza. Las esclavas se avinieron a cumplir las disposiciones del médico con renuencia, haciendo constar que la señora se los había prohibido.
Cuando una correntada de aire fresco barrió con la pesadez de la atmósfera, el padre Thomas reclamó una silla y comenzó a hacer preguntas a la jovencita mientras el hermano Hansen, detrás de él, anotaba las respuestas. En aquellas circunstancias, al médico el interrogatorio y los consejos le sonaron a sarcasmo: ¿dormía bien? ¿Caminaba lo suficiente? ¿Evacuaba en abundancia las aguas menores y mayores? ¿Tenía dolores a cuatro dedos bajo el ombligo, a la izquierda, a la derecha, hacia el centro…? Le aconsejó comer hígado, morcilla, verduras de hoja ancha, cítricos, manzanas, mucha leche, moderar la sal. Luego, apartándose de la cama, preguntó en voz baja al padre Cándido:
—¿Se ha confesado?
—Sí, pero se niega a dar a sus padres el nombre del cómplice.
El médico se volvió hacia el lecho:
—¿No desea santificar su estado? Sabe que entre ambas órdenes podríamos persuadir al imprudente para que acceda a casarse…
La mirada de ella se volvió inexpresiva y, por un instante, los frailes temieron que fuera a denunciar a un hombre casado o de hábito. Sin mirarse, respiraron cuando ella dijo en un murmullo:
—No está en Córdoba.
—¿Dices verdad?
—¿…no será él casado?
—¿…o tendrá otros impedimentos?
Ella negó con la cabeza: fue cuanto pudieron arrancarle, pero el jesuita, con la suspicacia de la experiencia, esperó que no se diera la tercera posibilidad, la más espantable para la clase social de los hidalgos: que el niño descendiera de alguna raza oscura. No era caso común, pero alguno se había dado. Indudablemente, el padre Cándido hacía honor a su nombre, pues aquello no se le había ocurrido.
Mientras las criadas se preparaban para higienizarla, ellos le hablaron con suavidad, deseando el jesuita —y pareciéndole inconveniente hacerlo— limpiar el rostro pegajoso de sudor, lágrimas y polvo, ya que al parecer la madre, además de haberle provocado la hemorragia de nariz y la cortadura del labio, la había arrastrado por los suelos.
—Debe guardar moderación en su comportamiento —le aconsejó.
—Por Santa Magdalena arrepentida, que así lo haré, padre —musitó ella con ronquera—. Pero, por favor, ¡que no vuelvan a atarme!
—No tema, lo prohibiré —la tranquilizó.
—Veremos de socorrerte —agregó el mercedario con tono afectuoso.
—Hermano Hansen, la ceniza para dormir…
El joven preparó con manos torpes un tazón donde machacó varios granos, vertió unas gotas de olor químico y luego disolvió todo con un poco de agua. Entregó el líquido a su maestro y mientras una de las negras, después de haber lavado el rostro de la joven, la sostenía de la espalda, el médico lo acercó a su boca. Por la forma desesperada en que se atragantó con la bebida, comprendió que la habían tenido sin agua por muchas horas.
—Que se le administre un baño tibio, con hojas de salvia, por media hora, pero antes que beba cuanto líquido quiera, y en principio, un caldo fuerte, si es de pollo mejor, caliente y con orégano. Hermano, el bálsamo para las llagas…
Mientras indicaba la frecuencia con que debían limpiarle las lastimaduras y cubrirlas con él, entró una procesión de criadas con jergones, almohadas, sábanas, aguamaniles y jofainas, así que los hombres se apresuraron a dejar la habitación, siguiendo a don Gualterio.
En la puerta, el padre Thomas fue detenido por la criada de mayor importancia en la casa, una mujer robusta y hermosota, que le preguntó con acento angustiado:
—Perdone, usarcé… ¿y mi niña?
Había llorado, y cuando se llevaba la punta de la manteleta a la boca, las manos le temblaban. El padre Temple recordó que era la nodriza de la niña, y después de tranquilizarla, siguió a los otros al cuarto de recogimiento de don Gualterio mientras el hermano enfermero se sentaba a esperarlo en un poyo del corredor.
No bien se cerró la puerta, el jesuita aclaró para Zúñiga:
—Sólo podré atender a su hija si mi superior lo permite. —E indicó—: Si se la trata con bondad, doña Sebastiana reaccionará favorablemente.
Declaró que el bebedizo administrado le concedería un sueño plácido, y después de controlar la respiración de don Gualterio, salió al corredor y pidió a su discípulo que preparara otro para el anciano.
Se retiró prohibiendo que se maltratara a la joven, no únicamente de hecho, sino también de palabra, e insistió a Zúñiga que mantuviera separada a la madre de la hija por el bien espiritual de ambas.
Cuando salían, vieron llegar a don Esteban Becerra, en cabeza y sin mucho arreglo, como persona familiar a la casa.
—¿Pasa algo? ¿Está enfermo mi primo?
—No de gravedad —contestó el padre Thomas y, saludando como quien tiene apuro, se despidió de él dejando a otro las explicaciones.
Entraron al convento al llamado del ángelus. Un recuerdo oscuro e inquietante aleteó en la mente del sacerdote para desaparecer, antes de que pudiera asirlo, como una de esas grandes mariposas de la noche.
Hidalgo:
//de bragueta. Padre que por haber tenido siete hijos varones consecutivos en legítimo matrimonio, adquiría el derecho de hidalguía.
//de cuatro costados. Aquel cuyos abuelos paternos y maternos son hidalgos.
Real Academia Española
Diccionario de la lengua española
Córdoba del Tucumán
Víspera de Los Siete Dolores
Finales del invierno de 1701
Después de encontrarse con el padre Thomas y su acólito, don Esteban pasó al zaguán y, siguiendo la luz, se dirigió apresuradamente a la pieza de meditación de su amigo; allí dio con Zúñiga, más que sentado, derrumbado en un sillón.
—Gualterio —se preocupó, y se le acercó en dos trancos, poniéndole la mano sobre el hombro. El anciano levantó el rostro descompuesto; quiso hablar y tuvo que tragar aire para respirar.
—Hombre, ¿qué pasa? —se alarmó don Esteban, acercando una silla para sentarse a su lado.
—Sebastiana… —balbuceó y él quedó esperando que continuara.
—¿Ha tenido un disgusto con su madre? —inquirió, pensando que esta vez las cosas habrían llegado más lejos que de costumbre.
El anciano hizo un gesto ambiguo, entre «sí» y «no», pero ante el suave apretón con que Becerra lo instó a seguir dijo, resignado:
—Está grávida.
La palabra no trajo el inmediato entendimiento a Becerra, pero al unir el término a la angustia de su pariente, comprendió y dejó resbalar la mano de su hombro. Guardaron silencio, mirándose sin verse, y después de unos momentos de reflexión, sintiendo que el malestar y la ira le subían a la garganta como un mal bocado, Becerra preguntó:
—¿De quién? —pensando, no supo por qué, en aquel Lope de Soto, que últimamente parecía entrar en lo de Zúñiga como Juan por sus campos. ¿Podían haber sido tan descuidados los padres, el aya? ¿Habría sido seducida o forzada, y por esas vergüenzas de las jóvenes, se había callado la ofensa?
—No sabemos.
—Pero le han preguntado…
—No quiere decirlo —y comprendiendo el dilema del otro, que no sabía cómo expresarlo, don Gualterio aventó la conjetura con un gesto—. Ya sé en quién piensas, pero no. A ése no le gustan las palomas; prefiere la hembra halcón.
Becerra no quiso indagar sobre esas palabras, pero insistió:
—¿Quién, entonces?
Don Gualterio se encogió de hombros.
—Las mujeres han burlado por siglos el cuidado y las prisiones que los hombres hemos ideado para ellas. Cualquiera pudo ser. Sólo hace falta un rincón oscuro, la desatención de los mayores durante unos minutos, una noche donde el viento acalla cualquier ruido, la hora en que la casa sólo respira sueño…
Tantas disquisiciones parecieron volverlo en sí; tomó del pecho un pañuelo y se secó los ojos con manos temblorosas.
—Mi mujer me acusó con razón: poco me afecta la deshonra que nos traerá esto; sólo me importa mi niñita, mi Sebastiana, la hija de mi sangre. Haría cualquier cosa por ella, le concedería lo que me pidiere para hacerla feliz…
—¿No puedes casarla? —lo interrumpió don Esteban, pragmático.
—¿Con quién? —preguntó Zúñiga serenamente, y azorado, Becerra bajó la vista, porque en la cara bondadosa del anciano casi pudo leer la pregunta: «¿Estarías tú dispuesto a casarte en esas condiciones?».