Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
También se esperaba que lanzara anatemas contra los amancebados; Zamudio entre ellos, tan observante que tenía a su mujer del lado del Evangelio y a su querida en la otra punta de la nave, del lado de la Epístola. Todo para que no pecase en domingo.
Apenas asentado en la silla, ya había escrito Su Ilustrísima dos cartas al rey para denunciar la cantidad de literatura profana que circulaba por la ciudad.
Don Esteban se inclinó hacia Zúñiga, que quería decirle algo.
—Ya ves, lo que suponía —señaló el vacío donde solía acomodarse la dignidad de la Compañía: no sólo los religiosos faltaban, sino que a ellos se sumaban maestros, bedeles y alumnos del Real Convictorio; estudiantes, doctores y profesores de la Universidad; muchas familias de importancia que eran sus adeptos, amén de sus coros, sus cofradías de negros e indios y sus artesanos libres. Se extrañaban sus gallardetes y pabellones, las hermosísimas imágenes de la Virgen y de sus santos. Se sumaba que tampoco las Catalinas habían participado con sus divisas y sus arreglos de pilares y de flores en la vía pública, pues también ellas estaban en litigio con el doctor Mercadillo.
Don Esteban señaló:
—Allí está Zamudio, ¡y con qué cara!
El gobernador, en un sitial de privilegio más movedizo que el resto de los andamios, pues era más alto, aparecía rodeado por los componentes del Cabildo. No disimulaba su disgusto: tampoco él se había privado de escribir al rey, pidiendo que moderara a su obispo, que no se allanaba a jueces ni preces.
De pronto se oyó un clamor y aparecieron por las cuatro esquinas de la plaza los guardias con uniforme de gala, las cofradías de españoles, de indios y de negros y las columnas de los distintos conventos.
Por fin, el obispo salió de su residencia y avanzó entre el séquito de frailes y eclesiásticos.
Don Esteban, divertido —no podía evitarlo—, le notó la intención de condenar a los grandes ausentes y a sus seguidores; a los libertinos capaces de toda falta imaginable; a los desaprensivos que gustaban entretenerse en comedias y romances impresos. Asustaría con la excomunión y amenazaría con el Santo Oficio y allí sería de verse la convicción de los pecadores en su derecho a pecar.
Sebastiana y sus primas estaban sentadas en la tercera fila del estrado, separadas del resto de la concurrencia por los varones y las damas de la familia, que las rodeaban por los cuatro costados. Inquietas y alegres, apenas contenidas por los pellizcos de las madres o algún golpe de abanico, reían y murmuraban, haciendo pantalla con la mano, mirando de reojo a los muchachitos y lamentando que no se hubiera presentado la estudiantina monserratense. No era a ellas a quienes iba a desvelar el sermón del doctor Mercadillo.
Don Esteban observó que Sebastiana había conseguido separarse de la madre, cambiando de lugar con una prima, acercándose un poco más a doña Saturnina. Desde donde estaba, pudo ver la delicadeza de los hombros de la jovencita, la bonita línea de las orejas, sobre las que se le ensortijaba el pelo del color de la herrumbre. Tenía cuello grácil y, en el bello rostro, un aire a cervato que atraía por su suave femineidad. Pronto iba a ser una joven muy deseable. «No estaría mal para mujer si uno supiera cómo contenerle el carácter», especuló.
Un murmullo lo volvió a la realidad: había llegado a la plaza don Enrique de Ceballos Neto y Estrada con el estandarte y vestido con el mayor lujo de la ciudad. Se lo veía cansado, pero satisfecho.
Cuando le tocó pasar al maestre de campo, se oyeron tibias exclamaciones y un silencio de curiosidad entre los asistentes.
Era un hombre apuesto, reconoció Becerra con desgano. Más alto que él, de espaldas más anchas, de brazos más fuertes, de ojos… La mirada del maestre de campo se volvió de pronto vigilante, como si buscara a alguien en las gradas, como si fuera un gran carnicero que hubiera olfateado la caza. Fijó por fin su atención y con un estremecimiento, Becerra creyó que la mirada oscura del hombre, con un velo azulado en ella, como tienen algunos pájaros de presa, se había posado en Sebastiana. Pero cuando, alarmado, clavó los ojos en la jovencita, vio que ella, tensa y desconcertada, había vuelto el rostro hacia su madre. Entonces comprendió: era a doña Alda a quien buscaba el maestre de campo, y ésta tenía las pupilas puestas en él con un tan desembozado deseo que hizo que Becerra se avergonzara. Miró a Sebastiana que, captando el distante entendimiento, aunque arrebolada por el sol del veranillo de mitad de año, había palidecido.
Cuando pasaron las procesiones, admiraron los denuestos a los ignacianos, se padecieron las amonestaciones y terminaron los oficios, la gente comenzó a formar corrillos. Era costumbre que se juntaran los parientes y rompieran el ayuno con un piscolabis o una comida más formal, y así lo propuso don Gualterio. Doña Alda, que volvía de saludar a la esposa del gobernador, les anunció:
—El maestre de campo y sus oficiales nos acompañarán —y recogiéndose las faldas con una mano, abrió la marcha hacia la casa. Don Gualterio quedó atrás y cuando Becerra, advertido, se volvió para esperarlo, vio que Sebastiana se había acercado a su padre y lo había tomado del brazo. De pie en un claro de la multitud, el anciano y la niña, con sus cabellos brillando como fuegos, cada cual con su ignorada confusión, le sacudieron los sentimientos.
—¡Ea!, animó a Zúñiga, que no sea que entren las visitas antes que el dueño de casa —y lo tomó del otro brazo, no antes de percibir en la chiquilla, cuando se volvió a mirarlo, una expresión inquisitiva, como si se preguntara cuánto sabía él y si estaba libre de pecado. Y él, sacudido, se avergonzó por las faltas que no había cometido, pero que había deseado cometer.
«Los médicos, entre los que se distinguieron los jesuitas, preocupábanse por adquirir conocimiento y experiencia de la flora regional para incrementar la materia médica europea».
Félix Garzón Maceda.
La medicina en Córdoba
Córdoba del Tucumán
Exaltación de la Santa Cruz
Invierno de 1701
En sus momentos de ocio, cuando no se dedicaba a compaginar los resultados del estudio de las hierbas regionales, el padre Thomas Temple solía quedarse hasta la última hora permitida en la torre del antiguo Colegio Máximo, abandonada en espera de que se la rescatara después de haber sido semidestruida por un fuerte temblor.
Le gustaba al religioso escuchar los sonidos amodorrados de la ciudad, el lejano murmullo de los estudiantes en su hora de solaz y las voces que le llegaban inesperadamente de algún grupo de mujeres que se dirigían, en oración, a un convento vecino.
En el cuadrado ruinoso de la coronación de la torre, el padre Thomas se sentía liberado de la disciplina de los claustros; allí, el aire corría libremente por los agujeros de los muros, llevando como obsequio el olor de las fogatas si era otoño, el perfume de las huertas si era primavera; allí, oía un tranquilizador murmullo de máquinas e ingenios trabajando para el hombre: la roldana de un aljibe, el sordo gruñir del molino, el majar del trapiche, el chirrido de las compuertas que soltaban el agua de regadío…
¡Qué serenidad prestaba aquel alejarse de los otros, dejando correr la vista sobre el espinazo vencido de los tejados más antiguos, de los patios que desbordaban plantas, con su fuente o su aljibe, donde algún muchacho se apoyaba desgarbadamente con un libro, seguramente de poesía, en la mano!
Al noroeste, contempló la serranía hacia donde el burgo, contenido por el río, pretendía expandirse. Desde arriba, los campanarios, muertos hasta el próximo son, parecían al alcance de su mano. Podía ver, iluminada por la gloria del último sol, la bonita espadaña de ángulo de la capilla del Nuevo Convictorio, con sus seis nichos y sus cinco esquilones que, según prometía el hermano campanero, pronto no sólo advertirían los horarios de plegarias y recogimiento, sino que producirían conciertos en las festividades.
Por el este, el camino al Río de la Plata cruzaba una planicie que conducía hasta el muy lejano océano.
El sol se hundió y un aliento de sombras, arrullos de palomas y alas de murciélagos se insinuó sobre la ciudad. Se inclinó hacia la calle y contempló, tras los cristales de algunas ventanas, las lámparas encendidas después de un titubeo de luz; en la casa de don Gualterio de Zúñiga vislumbró la silueta del hidalgo que iba y venía tras la reja, con un ritmo que le sugirió que rezaba sus Horas.
No era tristeza lo que flotaba sobre la ciudad, sino sosiego. Y en el momento en que su alumno, el hermano Joseph Hansen, se atrevía a subir por los carcomidos escalones murmurando: «Padre Thomas…, ¿está usted ahí?», se oyó el coro de las teresas viniendo como de un mundo subterráneo. La voz del joven belga había roto el encanto, así que con un suspiro cerró el breviario y contestó:
—Ya voy, hermano Joseph.
El aprendiz se apresuró a descender y cuando el padre Thomas pisó el último escalón, el muchacho le anunció con fuerte acento:
—Perdone que lo distraiga de su meditación, pero el padre rector me encomendó buscarlo.
El despacho del rector era de una austeridad medieval, austeridad que se rompía, a los ojos del padre Thomas, en la riqueza de las bibliotecas ocupadas con textos de los cronistas de la orden y todo tipo de volúmenes de reputados autores europeos, algunos preciosamente encuadernados en el mismo convento. Había allí varios que, de ser vistos por el señor obispo, hubieran ido a parar a los hornos inquisitoriales. El médico paseó los ojos sobre los lomos donde se opacaba el oro viejo de los títulos estampados a mano; encima de ellos, se apilaban rollos en los que se distinguía a trasluz algún borrón oscuro o el colorido de una pincelada en las letras iniciales.
En la ventana, un tiesto de romero, preciado por sus dotes preventivas, mandaba su aliento perfumado cada vez que lo tocaba la brisa.
—Los Zúñiga han pedido un médico con urgencia —dijo el padre rector levantando la pluma del texto que escribía. Después de una brevísima pausa, tan breve que sólo quien lo conociera mucho comprendería que había algo de crítica en su tono, aclaró—: Temo que al caballero se le haya ido la mano con el cilicio o el ayuno. Debería usted hablarle, a ver si conseguimos moderar en él la vocación de penitente. Es de edad don Gualterio, y no creo que esos rigores le agreguen salud… ni al cuerpo ni al alma. Lleve de asistente al hermano Hansen…
Una vez en el corredor, el joven belga se apresuró a buscar la caja de cirujano mientras el padre Thomas, preocupado por su paciente, se le adelantaba. Médico de renombre, la Corte de España recordaba su breve paso por ella, y México lo reclamaba con insistencia de virreinato mimado, pero él continuaba en Córdoba por designios de Dios o del padre provincial: a veces era difícil distinguir quién era la voz y quién la voluntad.
Atravesando las calles recién humedecidas por los esclavos, pensó en Joseph y rogó: «Que San Roque se apiade de mí y proteja mis frascos y ventosas de sus manos —porque su discípulo pintaba como capaz, pero era todavía torpe—; y que San Sebastián se digne salvar sus dedos de mis lancetas». Había llegado a la casa de los Zúñiga y dejó caer la aldaba sobre la puerta de herrajes.
La casa, una propiedad muy antigua, había sido, años atrás, vivienda de un funcionario real, arrendada después a un judío que a su tiempo partió para Portugal y finalmente, recién llegado de España don Gualterio, comprada a sus dueños por éste y mejorada.
En cuanto traspuso el umbral y entró en el corredor, el sacerdote distinguió en la penumbra del oratorio familiar una preciosa Virgen Niña iluminada por un farolito. Un mastín enorme, el cuello marcado por profundas cicatrices, se adelantó a saludarlo con la lengua afuera: era Brutus, un animal que había salvado don Gualterio de una pelea con un puma, en Anisacate, y al que le tenía mucho afecto. El padre Thomas le tocó la cabeza y el perro lo siguió más allá de la cancela, donde el patio era un cuadrado espacioso, de piso de piedra, al que daban varias puertas: casi todas salas, pues los cuartos familiares se encontraban en el patio siguiente.
Mientras seguía a la esclava, el raro silencio que envolvía la casona lo alertó. Notó que la chica, una negrita muy joven, suspiraba con ahogo mientras se dirigían por los corredores hacia el segundo patio.
En uno de los cuartos —aquel cuya ventana había vislumbrado desde la torre—, en la penumbra que moderaba un candelabro, el señor de la casa continuaba con el ir y venir de la oración. El perro se introdujo pegado a las piernas del sacerdote y fue a echarse en un rincón después de haber olisqueado las calzas del amo. Don Gualterio cerró su Libro de Horas y luego de esbozar la señal de la cruz atravesó la pieza casi conventual que sólo usaba para recogimiento.
El jesuita quedó impresionado por la angustia que reflejaba el rostro del anciano: los ojos parecían sangrar y el pelo, de un rojo tirando a pimienta, se pegoteaba sobre el cráneo de huesos delicados. Balbuceaba frases ininteligibles y le temblaban las manos.
«Este hombre no debería estar de pie», fue lo primero que pensó, y tomándolo del codo, lo guió hasta un sillón y lo obligó a sentarse. El hidalgo lo hizo, a tiempo que se cubría los ojos para esconder el llanto que no podía contener.
Después de un largo silencio en que infructuosamente, entre sacudidas y sollozos, el hombre intentó hablar, el padre Thomas tomó el breviario —nunca se sabía en qué terminaban las consultas de urgencia— y, poniéndole la mano sobre el hombro, lo instó:
—Ore conmigo, don Gualterio, aunque sea en silencio —y leyó con voz calma, que conservaba el dejo extranjero, las promesas del Divino Salvador: «Yo les daré todas las gracias necesarias a su estado; pondré paz en sus familias; les consolaré en todas sus aflicciones; seré su amparo y refugio seguro durante la vida y principalmente en la hora de la muerte…».
Después de un rato, entre ahogos y vasos de agua, el hidalgo recuperó la voz.
—Quiero que usted, de quien puedo esperar discreción, vea a mi hija… No sé qué tiene. Mi mujer la ha castigado grandemente y Sebastiana, mi niña… ¡parece tomada por los demonios!
¿Endemoniada aquella criatura de polvo de oro, fragante como la mirra, dulce como la miel? El sacerdote sonrió, sospechando un berrinche de unigénita mimada en exceso por el padre y rigoreada a su vez por la madre. Se puso de pie y dijo al anciano: