Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
Don Esteban se mostraba inmune a sus caprichos, pero sus hermanas solían molestarlo a tal punto que terminaba por salir a la calle e ir por el médico.
En la plazuela, frente al templo, varios negros de la Compañía, dirigidos por el hermano escolar, armaban las tarimas para asistentes y autoridades, mientras otros, a cargo de las alfombras que las cubrirían, esperaban acuclillados.
Mientras tanto, las sobrinas de don Esteban se entretenían, en el pretil de la iglesia, con Sebastiana de Zúñiga mientras sus madres y tías hablaban con doña Alda. Con picardía, una de las jóvenes arrojó una flor hacia los estudiantes del Monserrat, que ayudaban en los preparativos; un muchacho la recogió, y comprendiendo de dónde venía, la besó teatralmente ante las risas contenidas de las chicas.
—¡Belita, Eudora! —las amonestó don Esteban a través de la calle y las jovencitas, sobresaltadas, se volvieron a mirarlo.
—¡Rosario, cuida a tus hijas! —le advirtió él a su hermana.
—¡Jesús, Esteban, qué pasa! —respondió la madre, que no se había enterado de nada.
—Que se comporten las niñas.
Sebastiana, que no había intervenido en la travesura salvo por reírse de la temeridad, los saludó sosteniéndose la falda con la punta de los dedos, en una reverencia burlona.
El jesuita respondió con una inclinación de cabeza y Becerra con la mano, a tiempo que protestaba:
—Buenas pícaras se han de volver si uno las deja a su antojo —y con los ojos demorados en Sebastiana dijo, sorprendido—: Ha crecido mucho desde la última vez que la vi… —pues luego de meses de ausencia, acababa de regresar de los campos de Anisacate.
El padre Thomas lo observó de reojo; recordó que era soltero y se preguntó si no estaría buscando estado. Tornó a mirar a la joven. A pesar de ser un hecho común, no estaba de acuerdo en casarlas tan inmaduras: muchas veces los padres las lanzaban harto temprano al matrimonio, y demasiadas morían antes de los veintiún años, agotadas por males derivados de la maternidad. Además, pensó, las jóvenes debían casarse con jóvenes, porque eso evitaba tentaciones futuras, y si bien quince años de diferencia no hacían dificultad si la mujer ya había cumplido los veinte, eran demasiados a los catorce.
—Vayamos por el hermano Hansen y mi estuche. —Volvieron sobre sus pasos para dirigirse nuevamente a la farmacia. Antes de andar veinte metros, volvieron a escuchar la risa de las jovencitas.
A la mañana siguiente, don Gualterio Bernal de Zúñiga se dejaba vestir en su dormitorio. Como no tenían criados varones, los mercedarios, de quienes era devoto y favorecedor, le habían mandado dos de sus negros para que lo atendieran.
Don Gualterio, de origen navarro, había llegado a Córdoba con familia y sirvientes no hacía tantos años, adelantándose a la corriente inmigratoria de la España Cantábrica que arribó al filo del siglo XVIII. Era el caballero, más que viejo, menoscabado por los martirios que se imponía, pelirrojo con pecas hasta en las manos y cejas encrespadas sobre unos ojos aguachentos. De por sí tranquilo y silencioso, indiferente con los criados, se mostraba temeroso de su mujer y afectuoso con su hija.
Sosteniéndose de la columna de la cama, aceptó en silencio las medias de seda rematadas en calzas de tafetán, el calzón de raso, la chupa de damasco con faldilla, los puños y las solapas bordadas, los zapatos de tacón y alguna joya de mérito, pero rechazó la peluca como hidalgo que se precia de campesino y no de cortesano. La capa esperaba, suntuosa en el terciopelo color uva, sobre un sillón, junto al sombrero de Castilla y unos guantes de piel de ante.
En la pieza, yendo y viniendo, don Esteban Becerra conversaba sin recibir más que monosílabos en respuesta, contemplado en su ir y venir por el mastín del caballero, que rara vez se encontraba lejos de su dueño.
—El obispo Mercadillo tiene echado bando de guerra contra los jesuitas —le informó—, y el asunto de los diezmos le vendrá de perillas.
Captado su interés, don Gualterio murmuró:
—Los mejores médicos de la ciudad pertenecen a la Compañía. Espero que no los excomulgue, pues dicen que gusta usar de ese recurso. De no, sólo quedarán albéitares y barberos para atender nuestras dolencias.
Sebastiana entró cuando el mayor de los esclavos cepillaba la melena del anciano. La jovencita vestía de brocado celeste, y una vaporosa manteleta blanca, anudada sobre el escote, pretendía darle el aire de pastora de la Virgen que requería su función. Un collar de perlas pequeñas le rodeaba el cuello y caía sujeto al corselete mediante un cisne de oro.
Pelirroja casi rubia, y crespa como el padre, no tenía pecas. Sus ojos eran de un gris más amarillento que azul, y la boca, bien delineada, de un rosa subido. Tenía las maneras desenfadadas de las hijas que saben que han ganado la voluntad del padre, llenas de seducción y con bastante del ufanamiento de las niñas nobles que no han sido moderadas por la educación.
—Deja —dijo al negro y ella misma marcó la raleada melena del señor, que la había recibido con un beso en la frente.
—¡Ah! —sonrió Becerra, sentándose frente al amigo—. Si alguna vez me arrepiento de no haberme casado, es cuando veo los miramientos de esta niña con vos.
—Consuélese pensando que podría haber tenido sólo hijos varones —se burló ella.
—Bien sé que el Señor es caprichoso cuando de recompensarnos se trata —y don Esteban consultó el reloj—. Si no te apuras, habrá una pastora de menos en la procesión —le advirtió.
Pero don Gualterio, sacando de bajo la almohada un cofrecito de plata, lo ofreció a su hija.
—Ábrelo, anda.
Sebastiana se lo quitó de las manos, levantó la tapa y sacó un rosario muy delicado, de oro y aguamarinas.
—¡Ay, señor! —exclamó, echándole los brazos al cuello a tiempo que el padre, emocionado, le palmeaba suavemente la espalda—. ¡Es bellísimo! ¡Y justo hoy, que visto de celeste! —y mientras se lo acomodaba en la muñeca, enredándolo entre los dedos, le pidió—: Después de la procesión, ¿puedo sentarme en el estrado con mis primas?
Salían al corredor cuando se les acercó doña Alda. Su mirada se detuvo unos segundos en la jovencita y ella, cohibida, retiró el brazo del de su padre, conteniendo la risa. Y como contrapunto al silencio que se hizo, se abrió la puerta de calle y entraron las Becerra con sus hijas y sobrinas: las Celis de Burgos, las Núñez del Prado, las Bustamante, las Osorio y en medio de exclamaciones, las mayores, inadvertidas del gesto frío de la señora y del retraimiento de la hija, alabaron las telas, los peinados, las alhajas.
Doña Alda permanecía en silencio y fue, observó don Esteban, como si algo cruzara por su frente, tensándole el rostro de inquietante hermosura.
—La manteleta a la cintura, Sebastiana, que ahí has de llevar las flores: hoy eres la sierva de Nuestra Señora. —Estirando la mano, tocó con la punta de los dedos las perlas, para después sujetarle la muñeca—. El collar es excesivo para tu edad, y ni qué decir del rosario. Me lo quedaré hasta que crezcas —y ante el estupor de todos, se volvió hacia la negra que la seguía—: Que te lo entregue, y lo dejas en mi arquilla. Tráele el rosario de todos los días.
Y mientras el desencanto y la frustración dejaban muda a la despojada, encabezó la procesión hacia el templo, advirtiéndole con una sonrisa:
—Un poco de modestia no te vendrá mal. La ostentación es de mal gusto, especialmente en las niñas.
Sebastiana, conteniendo el llanto, bajó la cabeza y siguió a las señoras. No quiso mirar a su padre; era inútil —lo sabía desde la infancia— esperar de aquel anciano apocado y enfermizo que hiciera frente a su esposa, mucho más joven y determinada a hacer su impredecible voluntad. Sus primas, también pastoras, la rodearon y enlazaron solidariamente sus dedos con los de ella.
Don Gualterio se demoró indicando a los criados la inclinación correcta del sombrero y cómo debían marcarse los pliegues de la capa. Sus manos temblaban cuando distribuyó unas monedas al recibir el bastón y el estoque.
Don Esteban, disgustado por la actitud de la señora, ofreció el brazo a Zúñiga para guiarlo por la irregular calzada. Aunque el parentesco les venía por doña Alda, no sentía simpatía por ésta y pensaba que el carácter de su prima era impropio de una mujer. Deberían haberla casado con alguien que la domeñara en dos sacudidas, y no con un caballero como don Gualterio.
Ella, como si le hubiera oído decir esto, se volvió con una sonrisa que lo estremeció: varias veces le había hecho eso, y él no estaba seguro si era sólo su malignidad o el reclamo de una buscona, y prefirió esquivar aquella mirada que le recordaba a la hembra del mamboretá.
Después, cuando la Virgen —conducida por algunos caballeros de hábito— salió del templo precedida por las pastoras que derramaban aquellas flores tan exóticas como su dueña, pudo observar que Sebastiana lucía los ojos rojos y el gesto mortificado. Ese día debió haber sido de alegría para ella, pues era la primera vez que le permitían integrar el cortejo, y así lo había dispuesto su padre y quizá sus maestras y el confesor. Detestó a su prima por habérselo arruinado, y rechazando una inquietud súbita por su sobrina, se acomodó sobre el tapiz del estrado y se dejó tranquilizar por la interpretación del padre López de Melo —organista—, que volvía a poner música a los grupos corales.
Pasó la fiesta, con sus devociones, con su música, con la función de teatro que habían preparado los estudiantes del Monserrat, con el certamen de obras y poemas dedicados a María Santísima y a San Ignacio, con la lectura de los que habían obtenido las distinciones y el contento general de familias y ciudadanos.
Fray Manuel Mercadillo, a pesar de los pronósticos, los temores y la expectativa, se portó aquel día con discreta mordacidad.
Empeñado en celebrar un sínodo diocesano, estudiaba la memoria que los vicarios debían llevarle, una memoria de todos los eclesiásticos de su sede. El gobernador Zamudio y el alcalde Francisco López de Fuenteseca tenían algunas cosas atragantadas. Como el sitial que se había adjudicado en Santo Domingo y en otras iglesias, o que había antepuesto su nombre al del rey en algunos casos, y mandado suprimir el nombre del gobernador…
Pocas semanas después llegaron a casa de don Gualterio unos parientes de España. Alertados sobre la calidad de los vinos de Mendoza, esperaban abrir vías de comercio y aun establecerse si vislumbraban el enriquecimiento seguro.
Fue así que comenzó octubre lleno de fiestas, con nuevos conocidos, algunas comilonas y mucha vida social.
Don Esteban observaba a Sebastiana; a veces le notaba una especie de malicia ingenua, como de muchachita cuyo cuerpo va cambiando y aún no sabe si es niña o mujer. Pensó que al menos tenía nodriza, una vascona de hablar enrevesado que la cuidaba bien. Pero, por algún capricho de Alda, no le permitían acompañarla por la calle, ni estar presente en las reuniones de la casa.
Tan áspera que solía ser doña Alda con Sebastiana, tenía descuidos imperdonables: en tertulias donde se presentaban parientes y amigos con sus hijos, solía ignorarla mientras la chica, sofocada, despeinada y alterada la respiración, reía y jugaba yéndose a las manos con los varones como si aún estuviera en la edad de la inocencia.
El día que despedían a los peninsulares —se disponían a seguir hacia Cuyo—, la vio correr por las galerías perseguida por uno de los primos de Guipúzcoa, que habiéndole tomado un extremo de la manteleta, con un movimiento casi de baile, acabó por envolverla en ella, dejándola inmovilizada. Irritado, Becerra iba a intervenir cuando el padre del muchachito le propinó a éste un coscorrón y un duro ademán de advertencia.
Tranquilizado, aunque todavía molesto, Becerra volvió a tomar asiento y reclamó a doña Alda, con quien, por edad y parentesco, tenía más confianza:
—Por lo que veo, no te interesas mucho por el comportamiento de tu hija.
Ella lo miró con esa mirada tan suya, con su media sonrisa, y, llevándose la copa a los labios —estaban sentados a la mesa del festín, tendida en el patio—, le dijo después de alzarse de hombros:
—¿Importa, acaso? Está destinada al convento. Antes de que se dé cuenta, la internaré en las Teresas.
—Pero ¿tiene vocación? ¿Sabe lo que le espera, al menos? —se exasperó él.
Ella rió y le tocó el dorso de la mano con la copa.
—Deja de preocuparte, primo. No eres tú quien está a cargo de ella, ni quien habrá de desposarla. O será… —e inclinándose hacia su oído, le rozó la oreja con el aliento—. ¿Será que has empezado a mirarle los cervatillos que le despuntan en el pecho?
—Extraño humor, para ser el de una dama —se vengó Esteban, apartándose.
Ella rió entre dientes.
—Las mujeres, en nuestra familia, han sido por siglos queridas de reyes y han parido bastardos reales; tenemos, en verdad, sangre de soberanos, pero de damas, sólo la alcurnia… —y echándose hacia atrás, arrimó la rodilla a la de él—. ¿Te sientes rey, Esteban?
—Si me disculpas —replicó Becerra poniéndose de pie y disimulando por no ofender la honra del dueño de casa—, prefiero jugar con las rameras del bajo. Traen menos problemas.
Y mientras ella saboreaba un trago y susurraba: «Así te cojas una sucia peste», se retiró con aparente calma, pero furioso y luchando con una excitación perversa.
«Predicó el Obispo, y como el sermón era de Pedro, todo él fue tirarnos pedradas. Traxo, entre otras cosas, no sé qué lugar de vnos cuernos (cuernos nos llama), y nos lo aplicó Sahiriéndonos con el de Soberuios».
Breve relación anónima, citada por el padre Joaquín Gracia S. J.
Los jesuitas en Córdoba
Córdoba del Tucumán
Festividades de San Pedro
Invierno de 1701
Poco antes de la fiesta de San Pedro, regresaron de Cuyo los pontevedreses parientes de don Gualterio. Venían con una tropa duplicada, cargados de mercancías y muy satisfechos. Habían viajado en compañía de un maestre de campo que nombró el gobernador de Córdoba: la multiplicación de hacienda cimarrona había dado alimento y cabalgadura a miles de indios pampas, que se enseñorearon por la campaña de Buenos Aires, Cuyo y el sur de Córdoba. El enfrentamiento con los españoles los volvió más audaces y aguerridos, y también más sanguinarios. En aquella matanza indiscriminada entre ambos bandos, donde por el momento el español perdía más batallas que las que ganaba, los gobernadores tuvieron que reforzar las fronteras. Muerto en uno de estos enfrentamientos el anterior maestre de campo, Lope de Soto fue ascendido y destinado a Córdoba.