El jardín de los venenos (18 page)

Read El jardín de los venenos Online

Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
7.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
14. De las hierbas de olor

«Uno de los objetivos más claramente identificados que cumplió el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición a través de su Comisario de Córdoba del Tucumán fue el ejercicio de la censura».

Marcela Aspell

Las «lecturas prohibidas» en Córdoba del Tucumán - Siglos XVII-XVIII

Córdoba del Tucumán

Tiempo de Pascua

Otoño de 1702

Don Julián, que permanecía en el campo, recibió a fines de febrero una carta del prior de los mercedarios quien pedía —con consideración y circunloquios— noticias sobre lo sucedido a su esposa y al niño.

Obligado a alguna explicación, contestó que la joven había sufrido una caída desgraciada y que, preocupado por ella, la había mandado a reponerse junto a sus padres.

En respuesta, le llegó otra nota donde se lo invitaba a pasar por el convento cuando «bajara a Córdoba».

Sospechando que de alguna manera Sebastiana pudiese enemistarlo con los frailes, le mandó repetidos mensajes, en los que reclamaba su presencia en Santa Olalla.

Sebastiana, aunque no se negó, tampoco se apresuró en obedecerle, y para que no se viera mal su actitud, ordenó a Rafaela que preparara los baúles, quien lo hizo a desgano y tomándose tiempo.

—Deberías esperar para viajar —aconsejaba don Gualterio a su hija, pues no quería separarse de ella—. No estás del todo fuerte, y si me concedes unas semanas, tendré una sorpresa para ti.

La joven, creyendo que sería alguna joya —le había pedido unos pendientes de ópalo noble, que iban bien con sus ojos—, sonreía y, para detener a su marido en el campo, justificó su demora aduciendo la necesidad de poner en orden la herencia de su madre. Aquel señuelo lo mantendría aquietado.

Una tarde en que estaba dedicada a estudiar los libros de la hermana Sofronia, su padre la hizo llamar para que saludara al padre Cándido y a don Esteban.

Desde la última vez que se había visto con ella, en aquel mismo estudio, Becerra sólo había vuelto a la casa para la muerte de doña Alda, ocasión en que se encargó de don Gualterio con un cariño y una dedicación de hijo, ya fuera en el cuidado de su salud y comodidad, como en el de los trámites que debían seguirse, engorrosos y agotadores.

Sebastiana se presentó ante ellos, hizo una reverencia que a Becerra le recordó el día en que —después de muchos meses— la había visto frente a la Compañía, y saludó con gentileza a los visitantes.

Ella sirvió chocolate y pasteles. Sonriente y calma, los codos sobre los brazos del sillón, las manos entrelazadas a la altura de la barbilla, intervino apenas lo necesario para que se sintieran cómodos.

—¿Sabe lo que se dice, don Gualterio? —comenzó el mercedario—. Que se hará una inspección a las bibliotecas privadas… —aludiendo a que una de las preocupaciones del obispo Mercadillo al pisar Córdoba fue «el excesivo caudal de libros que circulaban», señalando al rey la necesidad de impedir la propagación de los que eran «contrarios a las buenas costumbres» y otros ítem.

Observando los libros del caballero, el padre Cándido le advirtió:

—Debería expurgarlos. Como perteneció a un marrano, vaya a saberse qué judiada de textos ocultos pueden haberse extraviado entre tanto papel. El obispo ha oído hablar de su librería y no la pasará por alto.

—Ya veré, ya veré… —dijo, desganado, el dueño de casa que ahora, sin el rigor de doña Alda para marcarle el ritmo, se encerraba en aquella habitación, dejando huir las horas en meditación, lecturas y ensayos sobre sus antepasados.

Becerra palmeó el cogote de Brutus, que jadeaba con la lengua afuera, pues le tenía cariño. Parecía recordar que fue él, por pedido de don Gualterio, quien lo había salvado de la matanza.

Sebastiana lo miró de reojo; se lo veía huraño y reservado. ¿Estaría pensando en su biblioteca? Porque también él tenía una magnífica colección de libros, que eran su orgullo y solaz, tan celoso de ellos que, salvo al padre Thomas o a don Gualterio, no los prestaba a nadie.

Pensando en los de su padre, la joven comprendió que tendría que poner a salvo las obras de caballería e ingenio que eran el placer del anciano. «Quizá —pensó— debería separar algunos para las llamas, así nos dejan tranquilos». No arriesgaría el bienestar de su padre por unos libros que seguramente eran fáciles de disimular.

—Y usted, don Esteban, ¿qué hará con los suyos? —inquirió el sacerdote.

—¿Quién dice que tengo libros prohibidos? —repuso Becerra de malhumor.

—Bueno, usted sabe que la gente… a veces, por malquerencia…

Se refería, obviamente, a las delaciones, tan comunes, por enconos entre vecinos.

—Nadie que no sea yo meterá las manos en mi biblioteca —gruñó el otro, poniéndose de pie y caminando hasta la ventana, donde apartó la cortina y pareció estudiar la calle. Dolido por el distanciamiento con que lo trataba Sebastiana, manoteó la capa y levantó una mano a modo de despedida, enfilando hacia el corredor.

—Salgo temprano para Anisacate —se disculpó ante el reclamo de los otros, pero cambiando de idea, volvió atrás, tomó la mano de la joven y se la besó—. Espero que te guste el regalo de tu padre —le dijo, y después de eso, con el movimiento nervioso de acomodarse el chaquetón, dejó la casa apresuradamente.

Sebastiana, tan indiferente como si se hubiera retirado uno de los criados, tomó la bandeja que le traía Porita y sirvió a los ancianos el licor de mandarina que le compraba a las carmelitas.

—Don Esteban toma todo a cuento —se quejó el padre Cándido—; pero si le encuentran libros vedados…

—Amigo mío —murmuró Zúñiga tironeándose de la barba—, qué peligro habrá, si el mismo comisario está privado del seguimiento de la causa…

—No son los Oficios de acá los que preocupan, sino las decisiones que tomarán en Lima —le hizo ver el mercedario—. Que me dijo fray Valentín, uno de los Ladrón de Guevara, dominico, que además de estar prevista la quema de dichos textos, quien sea pillado con obras de mal ejemplo y herejías puede sufrir el perdimiento de todos los bienes, y según el caso, hasta de la vida…

Cada vez más nervioso —por las muchas lecturas que le daban placer y que quizá no fueran bien vistas por el inquisidor—, don Gualterio repasó mentalmente lo que sabía sobre las tan temidas prohibiciones.

—Ya recuerdo —hizo chasquear los dedos, aliviado—. Es ley de Felipe II… ¡y tiene casi ciento cincuenta años!

—Nunca oí que la cambiaran —contestó seráficamente el mercedario.

—Por Dios, esas cosas ya no suceden —los apaciguó Sebastiana—. Además, ¿qué libro de perdición podemos tener nosotros, o mi tío, que siempre ha sido tan observante? —y como el mercedario dudaba y su padre apretaba el ceño, propuso—: Para tranquilidad de todos, yo misma revisaré la librería de mi padre, por si, como dice usted, padre Cándido, hay alguna herejía encubierta.

Terminó recordándole a don Gualterio que el comisario y los revisores del Santo Oficio eran sus amigos de años.

Al otro día —después de apartar para ella algunos que le interesaron—, como encontró unos librotes en letras extrañas, otros en muy mal estado y uno o dos que parecían de alquimia, llamó al canónigo de la Catedral y ante él, en el último patio, los hizo quemar. Dio como excusa del descuido su condición de mujer ignorante al cuidado de un anciano que vivía en Babia, pero atenta al mandato de su obispo. Mientras el prelado, sentado bajo un duraznero en un gran sillón que le había hecho llevar, los pies sobre un escabel y con la cabeza cubierta bebía un tinto de Mendoza, ella lo entretuvo en amable conversación.

Luego, con la complicidad de Belarmina, mandó a las criadas con tía Mariquena, a orear colchones, y entre ambas resguardaron los textos de la vieja épica a la que tan afecto era don Gualterio: aquellos que hablan de odios y rencores, del culto sanguinario del desquite, de los compurgadores juramentados y de la prenda tornada sin intervención de los jueces. Eran temas que no tenían cabida en las obras de eclesiásticos latinizantes y espirituales; eran historias que surgían de la barbarie germana y habían dormido por siglos en la memoria de los pueblos godos, encubriendo un deseo profundo que el cristianismo apenas había moderado. Sebastiana recordaba las veces que, sentada en la falda de su padre, él se las leía.

Con un suspiro, a ellos agregó los de amores de dioses y semidioses, los de quimeras, que mostraban criaturas de extraña naturaleza, en parte humanas, en parte peces, con torso de hombre y cuerpo de caballo, mujeres con cabelleras de serpientes y varones barbados erguidos sobre los cuartos traseros de un chivo mientras se llevaban a los labios instrumentos musicales. Tuvo que sumarles los que no consignaban el nombre del autor, ya que los libros anónimos estaban prohibidos.

Hecha la selección, los colocaron en un escondrijo practicado por un propietario anterior, ya fuera para ese fin, ya para defender sus caudales, y allí los dejaron a salvo de las llamas. Pasada la requisa, Belarmina volvería a acomodarlos, no demasiado a la vista, para que su dueño pudiera echar mano de ellos.

Cumplida la tarea, Sebastiana se dispuso a regresar con su esposo, pero dos días antes de la partida oyó que se detenía un carruaje frente a la casa y al asomarse por la ventana, vio una carroza pequeña, bien armada y bonitamente pintada. Más le extrañó cuando vio descender de ella a don Esteban, de capote y con cara de cansado. Don Gualterio, que se había acercado silenciosamente, posó con suavidad el brazo sobre los hombros de su hija.

—Es para ti. No quería que viajaras en carreta ahora que se acerca el invierno. Tu tío —señaló a Becerra, que se paseaba por la vereda, las manos a la espalda— te regala los caballos. Aquino tendrá que adiestrarte al menos otros cuatro.

Sebastiana, del brazo de su padre, salió a la vereda, agradeció a don Esteban, alabó debidamente el coche, les dio el gusto de subir a él mientras los sirvientes se amontonaban en las ventanas, en el zaguán, y los vecinos se acercaban, llenos de curiosidad, a observarlo.

—Pero ¿en dónde consiguieron un coche tan bonito? —preguntó, tocando el ramo de flores pintado sobre la portezuela.

—Lo compré a la viuda de un francés dedicado a la venta de esencias; el ramillete era su anuncio. Esteban supo que la mujer estaba rematando los bienes del difunto para regresar a su país, y se ofreció para traerlo desde San Luis hasta Córdoba.

Ella se volvió y apoyó la cabeza sobre el hombro del anciano, descansando en su brazo. «Mi tan bendito —suspiró para sí—; al menos sé que lo dejaré viviendo en paz, sin que lo maltrate nadie».

Tranquilizado al saber que su hija viajaría con comodidad, don Gualterio no tuvo más remedio que dejarla partir. Sebastiana encargó el espíritu de don Gualterio al padre Cándido y el cuerpo a Belarmina, derramó algunas lágrimas por la soledad en que dejaba al anciano y denegó el ofrecimiento de una escolta de peones de su tío, aunque después Becerra, furioso, se enteró de que había aceptado varios hombres armados a Lope de Soto, que al llegar de contener a los indios del Gran Chaco, se encontró, consternado, con la muerte de doña Alda, sin siquiera poder indagar sobre sus causas. Cuando se presentó a dar sus condolencias, Sebastiana y don Gualterio se excusaron de recibirlo amparándose en el duelo, en que no era de ellos amigo de intimidad, y mucho menos pariente. Se retiró, pero al otro día mandó una esquela para ambos, y una más breve aún a Sebastiana ofreciéndole escolta para el viaje. Ambas fueron aceptadas, la segunda a condición de que el maestre de campo se abstuviera de integrar la comitiva.

Antes de partir, la joven hizo tiempo para dar una recorrida por los cuartos, sintiendo que añoraría a su padre. «Quizá no demore en volver», reflexionó.

Daba una última mirada a su dormitorio cuando descubrió algo en el suelo; lo levantó, se lo metió en el bolsillo y luego cerró la puerta tras de sí.

Iba a despedirse de su padre cuando se encontró con don Marcio Núñez del Prado que contaba a don Gualterio que Esteban, despertado con la noticia de que funcionarios del Santo Oficio pretendían revisar su biblioteca, los había echado con cajas destempladas.

—Atendió medio desnudo a los funcionarios, les cerró la puerta en las narices diciéndoles que él mismo se encargaría de sus libros. Las mujeres trataron de calmarlo, pero él vociferaba que iba a levantar una pira tan alta que el mismo obispo saldría a mirarla.

Sebastiana pensó que, aparte de su malhumor, don Esteban no soportaba que otras entendederas hurgaran en las notas que gustaba escribirles al margen, ni que arruinaran algunos textos cubriendo con espesa tinta una frase, un párrafo, a veces una sola palabra. O que sus tan queridos libros pasaran de oficina en oficina, hasta recalar, probablemente, en un sótano de Lima.

—Hizo venir a los negros, les ordenó traer los cestos más grandes de la casa y comenzó un incendio al mismo frente de la Catedral, del Cabildo… ¡A menos de una cuadra de la casa del obispo!

»Eso sucedió temprano, y mientras los esclavos, riendo, llevaban leña, se tiraban los libros por la cabeza y corrían en círculos con las teas encendidas sin que su amo interviniera, salieron varios vecinos a inquirir sobre el escándalo. Y si unos, como ciudadanos renuentes a meterse en líos —explicaba don Marcio—, especialmente con un hombre como fray Manuel…

—Que se lo pasa excomulgando a diestra y siniestra —lo ayudó Sebastiana.

—… bien, que los más razonables se volvieron a sus casas y cerraron los postigos para no comprometerse ni con la mirada, pero otros se contagiaron de Esteban y comenzaron a traer sus libros para aumentar la hoguera. Y de pronto, ¡qué te diré, Gualterio!, que se formó un gentío que daba voces, unos indignados contra Su Ilustrísima, otros contra el humo y la hediondez, los funcionarios contra los que perturbaban la paz pública, las señoras contra los negros que brincaban sobre el fuego cada vez que decrecía. Y todo, mi amigo, a la vista de los administrativos que habían salido del Cabildo, de los funcionarios y tinterillos que llegaron después.

El mismo prelado había mandado a sus sirvientes a recoger algunos tomos sin que fueran dañados, para así poder formar cabeza de proceso contra don Esteban.

—No sé si será verdad, Gualterio, pero las malas lenguas dicen que fray Manuel tiene un comercio de libros en Charcas, y que lo que incauta en un lado lo vende en otro con gran contento.

—Sabrase si es verdad —dudó Zúñiga, pues muchas cosas se decían del obispo, algunas insultantes, otras picarescas, las más denigratorias, pocas comprobables.

Other books

1503951200 by Camille Griep
Stone in a Landslide by Maria Barbal
Along Came Mr. Right by Gerri Russell
Shadow Catcher by James R. Hannibal
M.C. Higgins, the Great by Virginia Hamilton
Twenty Something by Iain Hollingshead
Master of the Moors by Kealan Patrick Burke
After the Cabin by Amy Cross
The Lawman's Betrayal by Sandi Hampton