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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (22 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Desde que habían vuelto de Córdoba, había trasladado su pieza al lado de la de Sebastiana, habiéndose tapiado, por orden de la joven, una puerta intermedia; si pegaba la oreja a la delgadez de aquel muro, sabía que la oiría llorar por sus animales sacrificados…

Nuevamente escuchó a don Julián llamar en susurros al dogo. Que llamase cuanto quisiera, se meció; el perro estaba muerto. Ella lo había fascinado con la Palabra para que Aquino le pasara el lazo por el cuello. Antes del amanecer, Rosendo lo tiraría al pozo de cal viva, detrás de las barracas, para que el amo no supiera qué había sido de él. Sumida en esas reflexiones, golpeó al muñeco con un cuchillo y después atizó las brasas, disponiéndose a velar.

Era creencia generalizada que el perjudicado por hechizo sufría de inmediato los dolores que se le infligían en el monigote. En rigor de verdad, no pareció que don Julián sintiera algo, pues por varias horas continuó golpeando la puerta de su esposa, llamando al perro y murmurando como un enajenado entre las sombras.

Al parecer, don Julián, después de que el maestre de campo partió con sus hombres hacia Boca del Sauce, varias horas antes del amanecer, fue a la bodega, donde guardaba una reserva de chicha. Aquino, que siempre temió que provocase un incendio, se preocupaba de que no hubiera lamparillas ni bujías a mano, pero esta vez Ordóñez había conseguido yesca y cirios. Se durmió en su beodez… y lo demás tuvieron que suponerlo: la vela cayó y encendió unas maderas que se guardaban allí. Cobró cuerpo el fuego y luego pasó a la ropa de él. Cuando los habitantes de Santa Olalla —que a esa hora dormían— comprendieron lo que ocurría, su intervención fue inútil: el portón estaba cerrado por dentro y demoraron en dar con el aro de llaves. Hubo que hacer una cadena de agua para aplacar las llamas y entre el humo y los aullidos de la víctima, que clamaba a Santa Bárbara para que no lo dejara morir sin sacramentos, se trajeron finalmente las hachas que quedaban en la ranchería y se volteó la puerta. Para entonces don Julián había perecido. Aquino, conmovido, se acuclilló a cubrir con una manta los despojos del que horas antes había querido matar y luego había luchado por salvar.

Un gran alivio le suavizó la razón y agradeció que el Todopoderoso lo librara de asesinar a su hermano.

17. Del alma de Santa Olalla

«A veces no se hacía testamento por desconocer la forma de ejecutarlo, otras por no poner en evidencia los caudales que se tenían o verse obligados a manifestar detalles de su vida que preferían callar, pues el testamento se constituía en una biografía personal».

Ana María Martínez

Vida y «buena muerte» en Córdoba durante la segunda mitad del siglo XVIII

Santa Olalla

Después de Pentecostés

Invierno de 1702

Jueces, veedores, ujieres y letrados se trasladaron a Santa Olalla y guiados por Aquino recorrieron el lugar especulando con lo que debió suceder.

—Estaba prohibido dejar velas aquí, y yo, por precaución, le quitaba las que él traía —dijo Aquino mientras revolvía los escombros de la bodega con un palo. Unos hierros retorcidos aparecieron entre las cenizas.

—¿Qué es eso? —preguntó el juez.

El mayordomo se agachó a recogerlo: era un cuchillo de desmonte, de un solo filo, y una llave grande, apenas reconocibles.

—Dios mío —dijo el pesquisidor y se estremeció al pensar que debía ver el cuerpo que velaban en la capilla.

—Ni siquiera colocó la vela en la fuente con agua que siempre mantenemos aquí —indicó Aquino.

Después de estudiar el machete, lo arrojó al pie de un hato de ellos, señalando:

—Debe de haber intentado abrir la puerta con él, pero seguramente la chicha le quitó fuerzas.

—¿Y la india de marras…?

—Hace días que desapareció; por eso Julián andaba tan trastornado —respondió el otro mientras examinaba el entorno detenidamente, hurgando entre los restos carbonizados.

—¿Se habrá vuelto con los suyos?

El mayordomo, desinteresado de aquello, se encogió de hombros.

—En fin; no es mi deber buscar barraganas y bastardos extraviados… especialmente cuando el tal hidalgo no ha dejado un orinal en herencia, salvo campos menoscabados, reses dispersas, una tapera por casa y unos pocos trajes en regular estado. Porque esta tierra, la finca, los enseres, tengo entendido que son de la señora… Sin contar que la dote vuelve a ella.

—Mejor no puede ser puesto en letra —afirmó Aquino—. Pero sospecho que Julián sí hizo testamento, aunque no sé dónde está, ni quién puede tenerlo.

—¿Ah, sí? —contestó con sorna el funcionario—. ¿Para legar qué?

—La tierra y el apellido a sus hijos —replicó con dureza Aquino, y tarde recordó el otro que el mayordomo era hijo ilegítimo de don Jerónimo Ordóñez de Arce, el padre de don Julián.

—Volvamos, que poco hay que descubrir aquí —dijo, incómodo, y regresaron a la finca—. Tranquilizaré a la señora antes de irme.

—Dos palabras sabias de vuestra señoría le vendrán bien —respondió Aquino, y lo guió hasta donde nacía la escalera, encomendándolo a Dolores.

El hombre siguió a la india por las galerías de columnas rectangulares hasta una puerta donde se oía el murmullo de las oraciones.

El funcionario, mohíno ante el recogimiento de duelo, se descubrió la cabeza y, de pie apenas transpuso el umbral, esperó que concluyeran los rezos. Doña Sebastiana vestía de luto riguroso y él alcanzó a ver cómo se apresuraba a bajar el velo —que había levantado para leer la Novena de Ánimas— sobre el rostro. A su lado, en un canasto, estaba echado un perro pequeño, muy lastimado, sobre el que ella mantenía apoyadas las puntas de los dedos, que retiró al entrar él.

El aspecto de la viuda le impactó; parecía virtuosa como figura de tapiz, y a pesar del ropaje negro, transmitía esa fragilidad que tan bien sentaba a las mujeres de clase.

Ella hizo dos o tres preguntas con la voz tomada y él se apresuró a dar explicaciones para aplacar su desasosiego.

—Con respecto a esta tragedia, no veo que sea necesario interrogarla a usted; ya hablé con el mayordomo y todo está muy claro.

—Desearía que la memoria de mi esposo quedara a resguardo de cualquier… ya sabe usted… que se disimulara, sin faltar a la verdad ni empañar la ley… Por mi parte me comprometo a pagar todas sus deudas y en cuanto me presenten el testamento, lo haré cumplir.

—Señora, por los antepasados de don Julián, que fueron gente de bien, y por usted, que le sobrevive, se tendrá delicadeza en todo.

—Agradezco su voluntad —dijo ella, y volvió la cabeza como esquivando la luz—. En cuanto usted lo disponga, querría que se trasladase el cuerpo a Córdoba, para enterrarlo en la parcela que tenemos en las Teresas…

Se le quebró la palabra y el funcionario, suspirando de alivio, se retiró para anotar las causas de la muerte de aquel perdulario de Ordóñez.

Cuando se oyeron los pasos del hombre bajando las escaleras, la joven, temblando, se volvió a Rafaela:

—¿Será que se llevarán hoy mismo el cuerpo? —preguntó.

—Te toca a ti acarrear con él —contestó la nodriza—. Se vería muy raro si lo mandas en carreta, como res para el mercado.

—¡Ah, hasta con su muerte el maldito me traerá molestias! —protestó ella.

—Pues entiérralo por aquí.

—No; quiero sepultarlo en Córdoba —se obstinó Sebastiana—. ¿Encontraron a Eleuteria?

Las dos mujeres cruzaron miradas y Dolores le alcanzó un vaso de agua a tiempo que murmuraba:

—No, señora.

Sebastiana soltó un suspiro y al quitarse la toca, mostró la cara afiebrada y los ojos irritados por el humo. Bebió el agua a grandes tragos y les pidió que se retiraran. Con el brazo sobre el repecho de la ventana, apoyó la mejilla en él y contempló los campos ateridos de seca y de frío. «No queda nadie que pueda dañarme —murmuró, colocando la mano bajo el pecho izquierdo—; pero es demasiado tarde para mi hijo».

Cuando hacía horas que la casa dormía, caminó descalza hasta la tumba del pequeño y arrodillada, las manos juntas, lloró por ambos durante un largo rato.

Días después, firmadas y selladas las actas pertinentes, Sebastiana se puso en marcha hacia la ciudad; el cuerpo de don Julián fue en carreta y ella viajó, más rápido y con mayor comodidad, en la carroza. Había decidido llevar al cachorro herido, que acomodaba en la falda cada vez que se daba la ocasión.

Algunos preguntaron por qué trasladar al difunto, siendo que había lugares consagrados en Alta Gracia, y la joven contestó que deseaba velarlo en la cofradía de Santo Domingo, donde se habían casado, y que fuera enterrado en las Teresas, donde descansaba su madre.

Pidió y obtuvo, por la simpatía que despertaba su historia —y con dineros aportados por don Gualterio—, que lo sepultaran al lado de doña Alda, mandando al osario los restos de un hidalgo ya olvidado, con la línea de descendencia quebrada.

Don Esteban estuvo cerca de los Zúñiga en todo momento, y trató de disuadirla del lugar del entierro.

«¿Por qué me molesta eso?», se interrogaba Becerra, tratando de encontrar un motivo racional para aquella inquietud. Era como si la rara vez que le dispensó una mirada, ella hubiera levantado un velo —durante un segundo—, dejándole ver algo ininteligible y esquivo, difícil de aprehender.

Después de la inhumación, acompañó a don Gualterio, pero no consiguió acercarse a Sebastiana: cada vez que él entraba en una sala, la joven abandonaba el libro que leía a su padre o la labor que tenía entre manos para desaparecer con una excusa. Aunque la viudez de ella les permitía hablar sin ofender ninguna regla, él no se sintió capaz de imponérsele. Un pensamiento comenzó a tomar cuerpo en su mente: quizá, pasado el luto, podría convencerla de que se casaran. «Es una suerte —recapacitaba— que el Destino haya tenido piedad de ella»; porque sentía como si Alda, con su sola voluntad, hubiera sostenido, para tormento de Sebastiana, la vida de Ordóñez. Muerta ella, el maleficio se había disuelto.

Dispuesto a pedir consejo al padre Thomas, decidió quedarse en la ciudad mientras la joven estuviera allí. En los meses pasados, su tío, Marcio Núñez del Prado, había conseguido que de excomunión mayor se pasara a menor y finalmente que ésta se levantara. Decían que había costado sus buenos regalos al doctor Mercadillo, y que mucho más se había pagado por la excomunión menor —que era la que borraba todo impedimento— que por la mayor.

Don Esteban aseguraba al que quisiera oírlo que hubiera preferido entregar una estancia antes que arrastrarse hasta el prelado para ser aceptado nuevamente entre la grey cristiana, pero la presión del llanto de las mujeres de su casa, la aflicción de don Gualterio, la insistencia del padre Cándido y las reflexiones del padre Thomas lo habían llevado a aceptar los trámites de su tío.

Embobado por Sebastiana, estimulado por doña Saturnina, que veía con buenos ojos la alianza, sentía una agradable ansiedad pensando en cuántas cosas podrían componerse entre ellos, en que quizá ganara por compañera a la más leal, noble, bella y bondadosa de cuantas mujeres había conocido. Él sería feliz protegiéndola, consintiéndola, tratando de darle cuanto se le había negado a su extrema juventud. Ya no le importaba el origen de sus desgracias, pareciéndole ser propio de las jóvenes, cuando eran descuidadas por los mayores, la pérdida de la doncellez.

Por aquellas alturas, Becerra estaba convencido de que el primo la había tomado por la fuerza y ella, avergonzada, no había sido capaz de acusarlo.

Sebastiana, que se mostraba indiferente a sus atenciones, se dedicó al cuidado de don Gualterio, quien esperaba que, desaparecido el inconveniente marido, la hija quisiera hacerle compañía por el resto de su existencia o hasta que entrara de hábito, si conseguía allanar una que otra dubitación de los mercedarios.

Pero la nueva tragedia en la vida de la hija de Zúñiga removió la inquietud del padre Thomas, que consideró tan oportuno este accidente como la muerte súbita de la madre, sin agregar que la desaparición de la india y de sus hijos lo inquietaba.

Fue a visitarla y lo hicieron pasar a la biblioteca de don Gualterio. Estaba allí, vestida de negro, sin joyas ni adornos, salvo un rosario modesto que llevaba en la muñeca. La notó demacrada, como si hubiera sufrido una pesada prueba; conservaba en el rostro, ya mitigados, vestigios rojizos que las llamas —en su intento por apagarlas— le habían dejado sobre la frente y las mejillas.

—Me las curo con la entraña del áloe —le explicó, mostrándole las manos, que se veían más castigadas—, según una receta que me dejó la hermana Sofronia. —Y con un suspiro, tensa sobre el borde del sillón, le confesó con sentimiento—: No imagina usted cuánto la extraño. Ella fue para mí una maestra ejemplar y cariñosa. Sólo la certeza de que podemos encontrarnos en el Cielo me resigna a su pérdida.

Aquello emocionó al jesuita, que notó un sentimiento libre de hipocresía en ella que, aún impresionada por el horror de la tragedia, no fingió sentir la pérdida del esposo. El religioso regresó al convento con el alma aliviada, diciéndose: «No sería humano esperar otra cosa de quien tanto sufrió a manos de un depravado».

A pesar de lo que deseaba su padre, Sebastiana regresó a Santa Olalla y para el día de Santa Clara, ya mediado el invierno, habiendo ido el padre Thomas a la estancia de Alta Gracia, se llegó hasta la quinta de los Zúñiga.

Se admiró de encontrar todo en orden, con paz de monasterio la casa, las criadas y los peones bien tratados e integrados como familia por el afecto y la comprensión.

Fue Carmela quien lo guió hasta la pequeña sala. Allí lo esperaba doña Sebastiana, todavía de luto. Lucía, en honor a la visita, una valiosa cruz de plata sobre el terciopelo del vestido, negro y sin los atenuantes del encaje, y a la cintura un rosario de aguamarinas que él no le conocía. A sus pies, un perrito estropeado, que tiritaba inconteniblemente, soltó un ladrido seco.

La joven lo hizo callar con una caricia y se puso de pie, sonriendo. Se la veía hermosa, pero con tanta gravedad en su persona, que él murmuró a modo de saludo:

—Sierva de Dios y ama de Santa Olalla.

Conversaron largamente, siempre acompañados por el hermano Eladio y Dolores, que al final de la sala enseñaba a una indiecita a pulir la plata. El padre Pío había ido a las barracas a hablar con los peones, que le tenían afecto pues les gustaba su forma de ser directa y campesina.

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