Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
—Esta vez lo meten preso a Esteban, a él y a sus criados; esta vez lo excomulgan… —y mirando a Sebastiana y a su padre dijo en tono de consternación—: Se lo advertí, ¿y saben ustedes qué me contestó? «Marcio, en esta ciudad no se es alguien si no se pasan unos meses del año en estado de excomunión». Y Saturnina, la pobre no puede con su asma, que le arremetió con fuerza, y el padre Thomas ausente, que sólo de él acepta medicina… Ya vendrán por ti, Gualterio, los señores comisarios, pues estaban en lo de Bustamante, a dos casas de acá…
—Padre —tranquilizó Sebastiana a don Gualterio—, tiéndales mesa y saque su vino de Madeira para cuando terminen el trabajo. Yo debo partir o llegaré muy tarde a Santa Olalla.
Los besó con afecto, pidió la bendición a su padre y, dando las últimas órdenes a Belarmina, se dirigió al portón del fondo, donde aguardaba el coche; Rafaela la esperaba dentro de él.
Salía la carroza por la entrada de mulas y llegaban por el frente los delegados del obispo dispuestos a hacer su trabajo; contaban con la buena índole del caballero y con todo el tiempo del mundo. No era cosa mala, además, que los Zúñiga tuvieran una de las mejores bodegas de la ciudad y mesa siempre tendida.
En la residencia episcopal, muchos ciudadanos se apretujaban a discutir sus cargos. El mitrado se plantó en que, si el rey no había contestado a sus denuncias, sería porque no le habían llegado las noticias o porque éstas habían naufragado. Volvería a escribir, pero como se encontraba en juego la salvación de las almas…
—¿Y las almas de los que viven en España no deben salvarse? —vociferó uno, y otro completó la idea:
—… pues allá no están prohibidos muchos de estos libros.
—¿O es que somos menores de edad, mujeres, aquejados de imbecilidad? —se exasperó otro.
Fray Manuel le salió al paso con movimientos iracundos, enrostrándole que era su deber intervenir en resguardo de tanto cristiano abandonado al vicio de lecturas inconvenientes. Y sanseacabó.
Cuando el coche de Sebastiana pasó frente a la Plaza Mayor, ya no se veía a don Esteban ni a sus negros, pero algunos vecinos husmeaban, curiosos, el contenido de cada canasto que traían los que, siguiendo el ejemplo de Becerra, alimentaban la hoguera que ardía pesadamente.
Diluidos en el tizne, iban el Guzmán de Alfarache, los Lazarillos, la Celestina, el Libro de las Ninfas, una Biblia con anotaciones extrañas, versos y comedias, el romance del conde Olinos…
Los corchetes revolvían los tomos abandonados en el suelo, en las bateas, mientras intentaban dilucidar, según unas listas interminables y complicadas, si tenían o no entre manos obras heréticas, heterodoxas, de mal ejercicio, de materias profanas y fabulosas, de historias fingidas, de lascivia, de brujerías y magia, de insurrección…
Las hojas ya ardían a desgano, y Becerra, a pesar de ser alcalde de primer voto, y sus amigos estaban encarcelados por promover el desorden y la confusión.
El coche de Sebastiana pasó entre el humo agazapado, del color de la borrasca, y el olor a cuero quemado y a telas encoladas la obligó a cubrirse la nariz.
—Hasta hace poco —dijo Rafaela—, achicharraban gente en vez de libros —y agregó en vascuence—: A ti te hubieran mandado a la hoguera si te pillaban con los libros que llevo en el canasto, bajo los chorizos. ¿Para qué los quieres? El único saber que no pueden quitarte es el que guardas en la memoria. El papel se quema con el fuego, la sabandija lo roe, el tiempo lo vuelve polvo, el agua lo deshace y la mano rapaz del hombre se lo adueña. Pero nadie, nadie, podrá encarcelarte por algo que no es posible ver ni tocar… siempre que seas capaz de cerrar la boca y no envanecerte de tu ciencia.
Sebastiana no contestó: estaba mirando la silueta del obispo, detrás de los vidrios de la puerta ventana del balcón de su oratorio, el más hermoso de la ciudad. El doctor Mercadillo se perfilaba como una figura borrosa que —se le ocurrió a ella— maquinaba el desquite al desafuero de los rebeldes, si no estaba ya dictando a don Dalmacio de Baracaldo las órdenes de excomunión. En un momento, Sebastiana creyó vislumbrar una sombra pequeña y oscura sobre su hombro. ¿Sería el rostro de la mulata que decían era su consentida, o simplemente la sombra del cortinado?
Mientras dejaba atrás la hoguera, la joven se estremeció con la turbadora evocación de haber sido ella, en otra lejana vida, entregada al martirio del fuego.
Iba a cerrar las cortinillas del coche cuando una lluvia de pequeños recortes ennegrecidos comenzó a caer sobre la ciudad.
Cuando el padre Thomas regresó a Córdoba, se sorprendió ante la muerte de doña Alda y fue a hablar con el médico laico. No quedó satisfecho con el informe, pero toda muerte de una persona sana que no ha llegado a la senectud debe causar el mismo estupor, se dijo, recordando además que preocupaba a médicos y juristas la cantidad de muertes súbitas que se daban en Córdoba. Siempre había pensado que era por los bruscos cambios de temperatura y por los vientos que martirizaban durante algunos meses del año, que traían descomposturas y molestias, especialmente a los que tenían deficiencias cardíacas.
De todos modos, sorprendiéndose a sí mismo, preguntó dónde estaba doña Sebastiana ese día. Internada en las Catalinas, le dijeron, y él respiró aliviado.
Visitó al viudo —empeñado en tramitar su ingreso a la Orden de la Merced— y, aunque trataron el tema, el sacerdote sólo descubrió el alivio del anciano, que ni soñaba en hacerse preguntas sobre la muerte de su esposa, agradeciendo ciegamente los dones del cielo.
El médico, pensando en que por fin podría visitar el famoso jardín que la señora había guardado tan celosamente, pidió ver las plantas de peonías.
—¿No lo sabe usted? —dijo don Gualterio—. Mi Sebastiana, en señal de duelo, lo echó por tierra. Ha plantado hierbas de olor y lirios para la Virgen…
El sacerdote volvió a su botica, buscó las cuadernas de hierbas medicinales y les adjuntó las que había recolectado en el valle de Paravachasca. Con el entrecejo fruncido, mojó la pluma y por unos minutos quedó abstraído en el pensamiento del cruce de Saturno en el mapa del hermano astrónomo. Se preguntó si los horóscopos serían tan inútiles como la ciencia había comenzado a sostener.
En algún lugar de la botica se oyó un portazo y entonces, fascinado, vio algo parecido a una mariposa que volaba muy lentamente y caía —desde las vigas del techo— sobre su mano. Tomó la lupa y, con asombro que se tornó desánimo, vio que era una hojuela de papel quemado que se deshizo al soplo de su respiración.
Por meses, con cada golpe de brisa que removía el polvillo asentado en los resquicios de los techos, seguirían lloviendo sobre la ciudad cientos de testigos ingrávidos de la porfía del obispo y de la ofuscación de los ciudadanos.
«… se indaga si la fascinación se puede realizar por otro medio que no sea por la vista; debe decirse que no, pues la fascinación como todos comúnmente la explican no es otra cosa que el exterminio hecho por el hombre al hombre por la vista…».
Diego Álvarez Chanca
Tractatus de Fascinatione. Traducción de Julieta M. Consigli y Estela M. Astrada
Santa Olalla
Tiempo de Pascua
Otoño de 1702
Don Julián vivía en las ruinas de su casa paterna, donde mantenía a Eleuteria. Allí era feliz; amaba a la mujer, una india mayor que él, tranquila y bondadosa. Ella lo dejaba en paz con sus vicios, considerándolos inherentes a la condición de varón; él, por su parte, no tenía otra cosa que cariño, rudo y profundo, hacia ella y los hijos —aun los deformes— que concibieran juntos.
Sebastiana llegó a Santa Olalla una de esas tardes en que don Julián estaba ausente.
Cuando Aquino regresó del campo, se acercó a darle la bienvenida y se alegró de encontrarla en salud y con el ánimo firme, lejos de la chiquilla desdichada que había visto poco antes de su boda, mucho más de la desconsolada jovencita que había salido de Santa Olalla el día de San Pedro Nolasco hacia su casa en la ciudad.
Ella lo saludó con un afecto distante, pero a poco, mientras él la instruía en lo que había pasado durante su ausencia, la joven, como emergiendo de alguna profundidad interior, musitó sin mirarlo:
—¿Qué sería de Santa Olalla y de mí sin usted, Aquino?
El mayordomo sintió que enrojecía y un momento después pidió permiso para retirarse. Esa noche hizo sus plegarias arrodillado sobre granos de sal. No sólo su corazón había dado un salto; también su espíritu se había echado a temblar en el momento en que sus ojos, durante segundos, se habían encontrado. A veces miraba atrás y pensaba qué hubiera sido de él de no haber escuchado al padre Cándido.
Su familia materna dependía, en carácter servil, de los Ordóñez de Arce, aunque sólo él los había seguido desde Asturias hasta el Tucumán, impelidos por algún hecho que las ramas mayores consiguieron cubrir con una pincelada de discreción para que pudieran entrar en el Nuevo Mundo. Tenían en esta parte del Virreinato pariente de sangre que los acogiera, y no era persona inferior: el que allá por 1651 había sido alcalde ordinario de la ciudad, el capitán Luis Ordóñez, anciano para cuando llegaron.
Aquino, que quería ser religioso y había ahorrado para ello, recién pudo seguir su vocación cuando murió su padre, don Jerónimo Ordóñez de Arce. Por ser hermano bastardo de Julián, se había beneficiado —con más provecho que él— de los estudios deparados a éste en España, y había sorbido fácilmente latines, gramática, ética, matemática y teología. Nunca hablaba de ello, porque le parecía que era ufanarse de bienes adquiridos furtivamente; tampoco conversaba con gente de estudios, no deseando pasar por engreído. Su arcón de viaje, que traía muy poca ropa, pesaba, sin embargo, en libros.
Cumplió el anhelo de acogerse a la Merced; le satisfizo ver cómo lo iban pasando de un profesor a otro y la sorpresa que provocaba su erudición. Soñaba con entrar en la Universidad de los dominicos —que llevaba el nombre de su santo, Tomás de Aquino—, que el obispo Mercadillo sostenía contra los jesuitas mediante un litigio que se volvería legendario. Fray Rafael Luján de Medina, prior de Santo Domingo y también rector de la novísima casa de estudios, le había aconsejado graduarse de bachiller, para luego seguir una licenciatura, una maestría de artes o, quién sabe, hasta un doctorado en teología, como fray Valentín Ladrón de Guevara.
De aquel limbo lo sacó el padre Cándido al decirle que su medio hermano iba a casarse y que él debía volver al campo.
—¿Es que en América, y en el 1700, todavía estamos en la gleba? —se irritó.
El sacerdote puso la mano sobre el puño de él y le contó los arreglos para casar a la hija de Zúñiga con don Julián.
—No es por él que te lo pido; es por esa criatura. Es demasiado joven, demasiado… ¿la conoces?
—Vuestra paternidad, a mí no se me invita a los salones —se burló del cura.
—Mírala en misa este domingo. Despertará tu compasión.
Y así fue. La desesperación de la mirada gris y ámbar de la muchacha fue más de lo que pudo resistir. Y con una ojeada de campesino que sabe cuál hembra de la manada ha sido fecundada, comprendió que estaba encinta, y no era razonable pensar que el feo y desagradable Julián la hubiera tentado.
En segundos, la vida de Aquino, seducido por aquellos ojos, cambió de rumbo. Dejó el convento y se apareció en Santa Olalla con los mandamientos de mayordomo.
Una semana después salió a recibir al matrimonio a la entrada de la quinta; el padre Cándido los acompañaba. La joven parecía enferma.
—Sebastiana —el mercedario seguía tratándola como en la niñez—, éste es Aquino. Casi tan sabio como su homónimo y así gustoso de la teología. Él dirigirá la propiedad; puedo asegurarte que no hay mejor administrador en las haciendas que conozco. Aquino, ella será tu ama. Sé que apreciará tus oficios.
Don Julián aclaró:
—Mi hermano sólo será el mayordomo, porque el administrador, como lo dispuso la familia, soy yo —y riendo groseramente, se volvió hacia su esposa—: Ya ves, Aquino ha dejado el convento en cuanto se enteró de mi suerte. Pero, buena esposa, no esperes de él amores, porque es más casto que capón.
La joven se ruborizó y Aquino dio gracias al color del sol que le atezaba el rostro. El padre Cándido reprendió a Ordóñez, dijo dos o tres tonterías y se quedó unos días por Santa Olalla. Había aconsejado a don Julián que no hiciera vida marital con la joven hasta después que naciera el niño, pues su salud no era buena, instándolo a dormir en una pieza contigua.
El mayordomo tomó la costumbre de consultar a la joven; ella recelaba de él, pero con el tiempo y los informes de los criados, terminó por comprender que tenía un aliado y hasta un discreto guardián, pues era el único que podía imponerse a Ordóñez cuando éste se encontraba ebrio.
Aquino era feliz trabajando para Sebastiana. Después de un día de labor, recién aseado, le gustaba unirse a los criados que la acompañaban en las oraciones del atardecer.
Era un secreto a voces que estaba grávida de otro, y hablaba de la lealtad de sus dependientes que no lo sospecharan en el poblado, pues era común que se concertaran matrimonios tan desparejos.
Sorprendió a Aquino que la joven anduviera con libros, que inquiriera sobre hierbas y remedios, anotando todo en un cuaderno; eso la hizo aun más especial a sus ojos. Enamorado de ella, y siendo que por desprecio a su origen los reclamos del cuerpo le repugnaban, Sebastiana no corría peligro de ser seducida, pues era abstinente por determinación. Si sus energías de varón protestaban, las domaba con el trabajo, y si persistían, con el cilicio.
Veía en doña Sebastiana una historia común a la de su madre; ambas habían sido corrompidas muy jóvenes, y siendo mujeres, la naturaleza las había marcado con la preñez. La madre de Aquino fue entregada en casamiento a un hombre sin vicios, pero cruel, y se la separó del hijo, que se crió en la casa grande, entre la servidumbre y los señores; pese a la distancia social que mediaba entre ambas, a doña Sebastiana le habían impuesto un destino semejante. Creyó entender que, a través de su caída, ella rechazaba el trato carnal tanto como él, pues no descubrió en su actitud el más leve indicio de vanidad o ligereza. A despecho de su desgraciado matrimonio, se mantenía en un aura de paz. Bien la había observado en oración, o en el pequeño jardín, embebida en la confección del ajuar de su hijo. La había visto de rodillas y despeinada, cuidando de sus especias, defendiendo de las hormigas los rosales de la Virgen, dando de comer a los pájaros…