Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
—Creo que le haría a usted bien hablar con sor Sofronia —le dijo, recordando el afecto y el entendimiento que había entre ellas—. ¿Sabe que nuestra amiga ha continuado con el Hortus Siccus que usted había comenzado? Quiere obsequiárselo cuando vuelvan a verse.
Sebastiana le dio la espalda, la mirada fija sobre la Santa Catalina que le habían regalado las monjas, y el médico permaneció en la habitación rezando a media voz. Recapacitaba con amargura en cuán inútil es el hombre para aliviar el dolor de los otros, sea físico o moral, cuando la moribunda pareció salir del trance y le dijo que seguiría su consejo. Con esfuerzo evidente, hasta intentó sentarse en la cama.
—Si se me permite, cumplida la purificación, podría pasar unos días en el convento, en descargo del alma de mi hijito… —musitó casi sin aliento.
El padre Thomas se apresuró a llamar a las mujeres para que la atendieran y al salir a la galería, viendo al hermano Hansen embebido en las notas sobre plantas medicinales del hermano Montenegro, se sentó a su lado, unió las manos sobre las rodillas y echando atrás la cabeza, le comunicó:
—Hermano Hansen, le hemos arrebatado una presa a la Muerte.
El joven cerró el manuscrito y contempló la portada donde estaba dibujada la Virgen de los Siete Dolores.
—Espero que también logremos arrebatársela al Demonio —murmuró, y como el maestro lo miró extrañado, dijo—: A doña Sebastiana la sostiene un deseo más tenaz que el temor a la muerte.
—¿Y cuál es, a vuestro juicio? —preguntó el sacerdote, intrigado.
—No lo sé —dijo su discípulo en voz apenas audible, disponiéndose a continuar con la lectura—, pero temo que sea algo más oscuro que el mero deseo de vivir.
Don Julián, refugiado nuevamente en el monte, dio a su esposa —presionado por Aquino— el permiso necesario para que viajara a casa de sus padres. Al saber que la joven había hecho separar animales y otros productos de granja que los religiosos de Alta Gracia distribuirían entre los pobres por el alma de su hijo, dejó salir la aspereza de su mezquindad. Aquino le aconsejó que se llamara a silencio para no empeorar las cosas si había denuncias sobre la muerte del niño.
—… que el obispo estará malquistado con los de Loyola, pero no el gobernador ni el Cabildo de Justicia. Ese cura, el padre Thomas, es mucho médico y no creo que se haya tragado aquello de que la señora rodó por la escalera.
Y el día de San Pedro Nolasco, fundador de la Merced, la joven, que había ganado fuerzas con rapidez, escuchó misa en el oratorio de Santa Olalla y se puso en camino. ¿Qué voluntad, qué obstinación la habían rescatado de la agonía?, se preguntaba el padre Thomas mientras se quitaba las vestiduras del culto. Preocupado por lo que había dicho su alumno, había intentado varias veces hacerla hablar; a pesar de sus elípticas interrogaciones —no en balde daba nociones de Animística en la Universidad—, no consiguió que ella expresara algo menos ambiguo que un renovado deseo de vivir. Por otro lado, escudado en su profesión, había pensado hacer la denuncia del maltrato, pero chocó con la obstinación de ella en asegurarle que todo era producto de haber perdido pie en los escalones al habérsele apagado la candela.
Dolores, Carmela y Aquino quedaban en la finca, pero Rafaela la acompañaría a Córdoba. Tanta agitación mostró la mujer por el viaje, que cuando la señora y los sacerdotes se acercaron a la pequeña carreta que las transportaría a la ciudad, ya estaba acomodada en ella, embozada en su mantón y con una canasta entre los pies, bajo la falda. El hermano Hansen sintió, al acercársele, un leve hedor que lo llevó a apartarse con desagrado; la joven no pareció percibirlo.
Los jesuitas las escoltaron a caballo, y atrás, a pie o en carretillas descubiertas, los peones de Santa Olalla llevaban los tributos para Alta Gracia. Desde allí, las mujeres continuarían viaje protegidas por unos pocos peones, pues era zona libre de indígenas.
El padre Thomas las contempló antes de trasponer los pilares que accedían a los campos de la orden, y vio a doña Sebastiana y a Rafaela, sus frentes casi tocándose, hablando en reconcentrados murmullos. Algo lo desazonó, pero ya el carro se perdía de vista. El perfil de la nodriza, por un juego del toldo que las cubría y la luz que filtraban los árboles, se asemejó al de una gárgola, pero el de la joven, bañado por un dedo de sol, parecía el arcángel de Fra Filippo Lippi que se arrodillaba ante María, en la hermosa Anunciación que él había tenido el privilegio de contemplar en Italia.
A medida que se acercaban a la estancia de Alta Gracia, pensó con preocupación que Rafaela era una influencia perniciosa para la joven, ya que se sospechaba —aunque nunca se le pudo probar— que era amante de prácticas ocultas… ¡Y en sus manos habían dejado los padres a la jovencita algo malcriada y por demás atolondrada! ¡Qué formación podía haberle transmitido aquella mujer proveniente de los pueblos del norte de España, muchos de ellos de origen celta, que —al igual que los de Gran Bretaña—, enmascarados tras ritos cristianos, seguían adorando al roble, a la Luna, aspirando el polvo de la flor del muérdago, haciendo de vez en cuando sacrificios cruentos, danzando bajo las estrellas en total desnudez!
De pronto, las advertencias del padre astrónomo, las palabras de su discípulo, su propio instinto, dirigieron su pensamiento a una especie de lago oscuro y profundo, en cuyo lecho se movían cosas que no podía ver, animales cuyos aullidos era imposible distinguir. En un raro estado de ánimo, trató de sacudirse de encima la intuición que no discernía entre la razón y la fantasía.
«Incentivados para aventurarse a estas tierras por el considerable desarrollo observado por la economía americana en el siglo XVIII, y constituyendo el comercio y las actividades públicas, civiles o militares, el modo de incorporarse a esta sociedad, el matrimonio se presentaba para no pocos inmigrantes españoles como parte de la estrategia empleada paragarantizar su asimilación a los grupos acomodados locales».
María Mónica Ghirardi
Matrimonio y familia de españoles en la Córdoba del siglo XVIII
Anisacate
Después de Epifanía
Verano de 1702
Al regresar a sus campos, después del encuentro con el padre Thomas, Becerra, consciente por primera vez del peligro en que se hallaba Sebastiana, se desesperó pensando en cómo ayudarla, cómo soslayar el poder de su marido para ponerla a salvo. Si había que presentar un pedido de amparo, ¿quién podía hacerlo? ¿Ante quién debía hacerse? ¿Su padre tendría todavía algún derecho sobre ella? Maldijo no haber prestado más atención a su tío Marcio, que conocía de leyes tanto como un jesuita.
Dedicado hasta el cansancio a construir la casa, los días pasaron sin que encontrara alivio a su ansiedad. Seguía pensando en Sebastiana cuando uno de sus hombres le advirtió que se acercaban soldados. Resultó ser Lope de Soto, el maestre de campo, que volvía de una excursión por Alpapuca y Chiquillán, en donde se habían avizorado avanzadas de indios.
Cuando Soto descabalgó frente a él, se saludaron como dos hombres que podrían haber sido rivales. Quizá doña Alda se había burlado ante el maestre de campo, en intimidad, de la actitud de don Esteban, que aun deseándola, había preferido dejarla correr llevado por lealtades incomprensibles y más incomprensibles razones; lo cierto era que Becerra se sentía observado con cierta socarronería —teñida de curiosidad— por el español.
Parte de la antipatía que sentía por Soto se había desvanecido al comprender que no era el padre del hijo de Sebastiana. Aunque tarde, había recordado lo sucedido en la fiesta en que se despidió a los parientes de don Gualterio, que seguían viaje para Buenos Aires. En un momento dado, molesto por las descaradas atenciones del maestre de campo para con la dueña de casa, se había levantado de la mesa, internándose en los patios. Cuando llegó a la zona de la despensa sintió la urgente necesidad de orinar. Estaba al reparo del muro, en cuyas alturas se abría un respiradero, cuando escuchó los inconfundibles suspiros amorosos. Curioso y divertido, se ocultó detrás de un árbol, pensando que sería uno de los oficiales del maestre de campo —o el esmirriado estudiante—, que había conseguido el favor de una sirvienta. Porque, pensó, ninguno de los vecinos hubiera cometido tal desliz en el hogar de un amigo, aunque a veces lo cometieran en el propio.
Para su sorpresa, el que salió, arreglándose la camisa dentro del calzón de damasco y ajustándose la faja, era el sobrino de Zúñiga, un muchachito al que se le distinguía ya la buena planta. Estaba despeinado, sofocado y lleno de la grata suficiencia del varón que ha logrado llevar a cabo una hazaña imposible. Guapo chico, se dijo, aunque muy joven; tanto, que no lo había tomado en cuenta en la mesa. Ni siquiera podía decir dónde estuvo sentado, si bien recordaba que en otra ocasión lo había visto persiguiendo a Sebastiana por los patios.
Esperó durante un rato, deseando saber quién era la muchacha, pero al ver aparecer al alcalde con don Gualterio, dispuestos a admirar unas coles de la quinta, prefirió retirarse, no fueran a pensar que andaba detrás de las esclavas.
La tarde en que supo el estado de Sebastiana, recordó que aquel día, al volver a su asiento, preguntó a doña Alda por la joven —siempre preocupado por su comportamiento— y ésta contestó que no tenía idea, que preguntara a Rafaela. Pero la mujer, como siempre que había invitados, no apareció por el patio. Por fin, una criada le dijo que la niña se había retirado a su dormitorio.
No tuvo que sumar dos más dos, llegado el momento de preguntarse, para comprender que lo que tanto temió se había producido. «Y ni siquiera podremos casarla con él», fue su afligida reflexión, pues al chico lo habían matado en la travesía. Algún sentimiento se congeló dentro de él ante el estado de su sobrina. Había tenido confusas ideas de esperar a que creciera para ganarse su cariño, para darle, a través del matrimonio, la protección que el padre no podía brindarle; para llevar por cauces lícitos la pasión por vivir que parecía encenderla. Pero comprendiendo la plegaria muda del padre y luego de ella —estaba presente cuando la trasladaron al convento y su mirada desesperada quedó fija en la de él hasta el último momento—, había preferido retirarse. Con miramientos de solterón, temió que lo enredaran en alguna intriga, que Zúñiga pusiera en palabras lo que antes había sido silencio, que ella se arrodillara ante él para pedirle ayuda. Recordaba haber pensado con rabia en por qué debía cargar con una muchachita alocada, a la que sus padres no habían cuidado debidamente, quien tenía demasiada pasión en el cuerpo para ser virtuosa. Por eso huyó a Anisacate y cuando su tía le mandó el primer recado, no creyó que fuera posible que la casaran con aquel bruto de Julián, a quien conocía de toda la vida. «Son cosas de Alda —pensó, furioso—; Gualterio no lo permitirá». Y luego: «Sólo es cuestión de aguantar un poco, hasta que todo pase. Seguramente la traerán a Santa Olalla, parirá a escondidas, y luego pondrán el niño a nombre de ellos». Por no dejarse tentar a intervenir, se había ido a San Luis, esperanzado en que, como le había dicho doña Saturnina en otra misiva, quedara la jovencita de lega entre las monjas. «En ese caso, darán el hijo en adopción», se tranquilizó.
Después de tantos meses, seguía sin hacerlo feliz encontrarse con Lope de Soto, pero lo recibió con la ajustada consideración que merecía su rango, aunque no más.
Mientras comían con los oficiales, contempló con desprecio los modales del maestre de campo. Extrañas pasiones movían a las mujeres, recapacitó; él no hubiera supuesto que una dama que emparentaba con la nobleza de España, como doña Alda, pudiera solazarse con un hombre tan tosco, aunque —reconoció— de prestancia viril.
El maestre de campo lo miró de pronto como leyéndole el pensamiento. Pasó el bocado bebiendo un gran trago de vino y, con una sonrisa ambigua, comentó:
—Supe que han casado a la sobrina de vuesa merced…
Y como él quedó observándolo, echando hacia atrás la silla, Soto se limpió la barba con la mano e insistió:
—¿No es poca cosa el marido, para una de las jóvenes más bellas y ricas de la ciudad?
—Habría que preguntárselo a la madre, que es quien vio con buenos ojos esa alianza —contestó Becerra dominando el tono de voz.
—Raro, en verdad, que semejante perdulario se gane el premio mayor. —Y enumeró—: …sin dónde caerse muerto, estropeado, borracho y escabioso.
Conteniendo la ira ante la indiscreta curiosidad del otro, Becerra le hizo notar, con la intención de molestarlo:
—Don Julián tiene reconocidos linajes. En cuanto viváis un poco con nosotros, comprenderéis cuánto valen los ancestros a la hora de casar a nuestras mujeres. Habiendo probanza de sangre, los hidalgos de «bragueta» quedan para consolar mal maridadas o viudas pobres… —Y arrojando unos huesos a los perros que los rodeaban, se alzó de hombros como si hablaran de la cría de caballos—. Aunque siempre les quedará el recurso de desposar herederas de cambistas marranos o portugueses, y huérfanas pobres.
El maestre de campo detuvo el vigoroso movimiento de sus mandíbulas y con el pan en la mano pareció sopesar si lo estaba insultando; respetando las leyes de la hospitalidad, don Esteban cambió de tema preguntándole por su misión, y acabada la comida, los invitó a dormir la siesta en la parte ya concluida de la obra.
—¿Prevéis casaros? —lo interrogó Soto mientras recorrían las vastas habitaciones. La envidia, soterrada, asomaba la cabeza en el tono.
—Lo estoy pensando. Aunque con tantas mujeres en mi familia, puedo sentirme cuidado y atendido hasta los cien años. Hay de todas las edades y todas empeñadas en mantenerme tal cual estoy.
—¿Por el mucho amor? —se burló el otro.
—Quisiera creerlo, pero sospecho que es por mis dineros, ya que unas cuantas no podrán hacer buenos matrimonios y quedarán con muy poco si no heredan.
El maestre de campo denegó la invitación a dormir en San Esteban del Alto; después de meses en campaña, explicó, tanto él como sus hombres ansiaban regresar a Córdoba.
Una vez solo, Becerra no pudo apartar de su ánimo la insidia de las preguntas de Soto. Le había llamado la atención el estudiante que hacía de criado del maestre de campo; a conveniencia suya, lo dejaba de lado como siervo o lo sentaba a la mesa de otros como escribiente. Había captado, en un momento de descuido del muchacho, la intensa expresión con que escuchaba y miraba por turno a su amo y a él, como si las palabras que salían de boca del militar fueran fruto de su ingenio. Su cara de hurón lo había delatado sólo porque nunca pensó que don Esteban apartaría los ojos del maestre de campo para fijarlos en su modesta persona. ¿En qué andaban aquellos dos? ¿Se habría enterado Soto de algo, esperanzándose en desposar a Sebastiana para adquirir posición social y hacerse de recursos de los que carecía? ¿Lo habría propuesto a doña Alda y ésta, celosa, había decidido cebarse en el objeto de interés de su amante?