Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
—Siempre le he mandado velas blancas, de mediana calidad. No sé nada de velas azules. Dídima conoce el color de las velas; por lo que cobro, no puedo envolverlas en papel. Nunca he hablado con ese joven, y él nunca vino por aquí.
Acercándose a la mesa de trabajo, se sentó en el banquito, abrió el pote de pasta dorada y tomó el pincel. Quedó inmóvil, los hombros vencidos por un momento. Ni siquiera se puso de pie, pero se volvió hacia él, y sin mirarlo, le aseguró:
—Sé que ese muchacho ha muerto. ¿Quiere vuesa merced acusarme de algo?
—En realidad, no lo pensé —se desorientó el jesuita—. Sólo me llamó la atención esa vela, de un color y una calidad desacostumbrada. Él no podía pagarse esa clase de iluminación… —y quizá llevado por la necesidad de pensar en voz alta, quizás impulsado por la mirada de Isaías, comentó como a regañadientes—: Tampoco podía pagarse, con su sueldo, los libros, la ropa y los enseres de escritura. Todo era de buena clase.
—Los libros se los robaba a ustedes.
Y ante la sorpresa que provocó en el sacerdote, Isaías sonrió y haciendo a un lado el trabajo, se puso de pie y trajo una silla de adentro, invitándolo a sentarse.
El padre Thomas aceptó, escudriñando el rostro que tenía ante él. Por primera vez lo vio sin la máscara que adoptaba para hablar con los otros, y la certeza de que nada tenía que ver con las malditas velas, pero que podía darle algunas claves, lo tranquilizó.
—En el pasado —reconoció Isaías—, he tenido dificultades con el Santo Oficio. Salí bien librado y no he vuelto a meterme en problemas…
—No corre por ahí mi interés —lo tranquilizó el jesuita—. Pero ¿cómo sabe que robaba libros de nuestra casa?
—Lo vi varias veces, y también otras personas. En cuanto a la tinta y las cosas de escribir, las pagaba don Marcio Núñez del Prado sin saberlo, porque las retiraba a su cuenta.
En dos frases, le explicó todas las maniobras con que Maderos se las ingeniaba para conseguir sus necesidades.
El padre Thomas prefirió no preguntarle por qué se había tomado tanto interés en el muchacho.
—¿Y la ropa? —inquirió.
—Es posible que conformara a alguna viuda o una de esas que llaman «viudas de vivos» —dijo con malicia.
Escuchándolo, el médico comprendió que bien podía ser cierto. Mientras conversaban, el otro lo convidó con un vino hecho por él mismo y le aseguró que no conocía a nadie que fabricara velas azules.
—¿Por qué le llaman la atención?
—Por la rareza. El color, el olor, la falta de restos de cera al consumirse, la sal que le habían incorporado…
—¡Sal!
—¿Por qué se sorprende?
Isaías guardó silencio por unos instantes.
—¿Queda alguna de esas velas?
—Quedaba una. ¿Si se la traigo, usted podría…?
—Ayudaré en lo que pueda a vuesa merced.
Se despidieron, el jesuita sin estar seguro de que el otro fuera totalmente sincero.
El padre Thomas consultó el sol en el cielo para saber si podía pasar por lo del maestre de campo, y decidió arriesgarse.
Algo tomaba forma en su mente, y ese algo era una sospecha, que iba incrementándose, sobre la muerte de Maderos. Si, como decía Isaías, el joven estaba siendo mantenido por una viuda, ¿se habría ésta cansado ante las continuas exigencias de Maderos? Y si había sido una de esas «viudas de vivos», ¿podría la mujer haber recibido la noticia de que su marido volvía, y ante el temor de ser descubierta, o ante la amenaza de Maderos, exigiéndole continuar con sus relaciones, podría haberse tentado a hacer algo para sacarlo de su vida? No sería la primera vez que una mujer atrapada en sus debilidades recurriera a soluciones drásticas para librarse de la situación.
A pesar de la antipatía que sentía por Soto, le llamó la atención, al salir el maestre de campo a recibirlo, el estado en que se encontraba. Tenía la cara marcada por el cansancio y la desazón.
«Como si hubiera estado contrabandeando sueños durante toda su vida», pensó el sacerdote.
—Venía a pedirle la otra vela de su escribiente.
—¿Para qué? —respondió Soto, brusco.
—Querría estudiarla. Me pareció muy singular.
—Lo lamento, pero la usé anoche.
El médico lo observó detenidamente.
—¿Y no sucumbió a ningún efecto raro?
—Aquí me veis, con nada más común que una resaca de taberna.
—¿Podría ver los restos?
Alzándose de hombros ante la insistencia del sacerdote, Soto se retiró y volvió con un candelabro. Era el cirio azul, pero éste había dejado su chorreado habitual, y al olerlo, el padre Thomas sólo vislumbró un tenue olor a cera de calidad. Quitó el cabo del recipiente y no encontró rastros de sal. Las dos velas no habían sido iguales.
—¿Puedo llevármelo?
Soto hizo una inclinación burlona y el religioso dijo: «No le robaré más tiempo», y se retiró.
El resto del día, y parte de la noche, se encontró inmerso en un pensamiento obsesivo. ¿Cómo dar con la cera azul, o al menos, cómo dar con alguien que pudiera haber hecho aquellas velas? Sabía que era imposible seguirle el rastro a la materia, pues no había casa en que, por una u otra razón, faltara la cera.
Dos velas de un color inusual; semejantes pero distintas. ¿Por qué la apariencia, por qué la diferencia?
La posible respuesta le llegó al atardecer, cuando se había refugiado en la torre en ruinas, con el libro de Tirso González, el Fundamento theologiae moralis, tratando de desentrañar la diferencia entre probabilismo y probabiliorismo.
El término sonaba extraño, pero la noción era sutil: se podía elegir opinión menos segura, expresaba el autor, pero con la garantía de una mayor probabilidad…
Oía pasar a unos muchachos por la calle, riendo y alborotando, cuando creyó comprender el significado de las dos velas.
Al bajar, mandó a Zenobio hasta lo de Isaías con el cabo que le había cedido Soto para que aquél, en su conocimiento, pudiera descubrir los elementos de que estaba hecha.
Posiblemente no conseguiría nada; lo que quedaba sería una vela común. Pero seguramente también, el color significaba algo. Si era como sospechaba, la tonalidad sólo serviría para disfrazar la rareza de la composición de la materia con que estaba hecha. La segunda, la que había usado Soto sin consecuencias, era el aval que desviaba las sospechas.
Siendo así, la situación había sido preparada muy inteligentemente: ante la presunción de que una de ellas era peligrosa, los rastros de la otra —los únicos que dejarían huellas notables— llevarían a creer que nada extraño había en la composición.
Todo eso, partiendo de un presunto delito que bien podía ser ficticio, creado y alimentado por la mente inquieta de un científico demasiado imaginativo.
«Creo que ni tú ni yo fuimos, mientras estuvimos estudiando juntos, dos muchachos simpáticos y populares. Eras tú observador por temperamento, mordaz, burlón, ladino y seco de corazón, y yo… me guardaré de hacer mi propio retrato, pero desde luego puedo afirmar que distaba mucho de ser atrayente…».
Charlotte Brontë
El Profesor
Córdoba del Tucumán
Después de Pentecostés
Otoño de 1703
Salvador había recibido una esquela, entregada por una negra que tropezó con él y mientras murmuraba disculpas y pedía perdones, le introdujo algo en el bolsillo de la casaca. Sorprendido, la vio alejarse, inquieta y aturdida, seguramente temiendo ser descubierta en tales manejos.
A la vuelta de la esquina, el joven se apoyó contra el muro del Convictorio y hurgó en busca del papel. Era una nota con letra desmañada, mal redactada y sin firma, pidiéndole que se presentara, sin llamar la atención, en un paraje cercano al hospital de Santa Eulalia, no lejos de las construcciones, aunque solitario, porque un bosquecito de chañares lo aislaba de los paseantes.
De inmediato intuyó que era de una mujer, y el corazón sacudiéndose en su pecho y la imaginación desbocada le plantearon cientos de circunstancias. ¿No les habían advertido los padres que no se dejaran seducir por mujeres de moral relajada? «No es de las rameras de quienes debes cuidarte —solía decirle el confesor—, sino de la mujer disfrazada de honesta, que une el pecado de la impureza al del engaño y la corrupción de los jóvenes».
Su curiosidad pudo más, y arreglándose con esmero, pero convencido de que vencería la tentación —deseaba que hubiera tentación para probar su temple— esa tarde, sobre la hora crepuscular, poco antes de que las personas se confundieran con las sombras y los árboles, se presentó a la cita.
El rumor cauteloso de sus pasos le producía desazón, porque era el único sonido que se escuchaba; hasta los pájaros habían terminado con la algarabía del atardecer, y la brisa parecía haberse desmayado sobre el río.
Unos nubarrones que no terminaban de huir habían llenado de esperanzas a todos. Pero ennegrecidos, encapotando el cielo, permanecían inmóviles sobre la ciudad.
Del suelo se levantaba un aire caliente que había suplantado el frío de los días anteriores y sobre él se erguían los arbolillos de chañares, indiferentes a la sequía, a la llegada de las sombras o del agua.
Distinguió a la negra que, desde lejos, le indicó que entrara en el montecito, donde se escurría una especie de sendero. La siguió, esquivando ramas espinosas, hasta el corazón del lugar, donde unas piedras grandes simulaban, por capricho de la naturaleza, una mesa con varios asientos. Él había jugado allí la mayor parte de su infancia.
A medida que se acercaba, vislumbró una persona junto a las piedras, y se agachó para penetrar en aquel círculo mágico donde una mujer embozada lo esperaba.
Era de estatura mediana, evidentemente joven por sus movimientos, envuelta de la cabeza a la cintura con un rebozo negro.
Prudente y tímido, se detuvo en el borde del claro. El instinto le advirtió quién era.
La joven permaneció quieta; sus manos sostenían el rosario de las Siete Llagas, y las medallas sonaban al temblor de sus dedos.
Salvador se descubrió la cabeza y llevado no sabía por qué impulso cortesano, ajeno a sus costumbres, hincó una rodilla en tierra y tomándole la mano que sostenía las cuentas, se la besó levemente.
Eudora, conmovida, se bajó el rebozo y él pudo ver las facciones pálidas, los ojos macerados en lágrimas y quemados por el dolor. De pronto, el llanto terminó en sollozos.
El joven se puso de pie lleno de remordimiento, pues la había creído una joven mimada, deseosa de entretenerse con Maderos por aburrimiento o por ir contra su familia.
—Nadie en esta ciudad lo quería, salvo usted y yo… —balbuceó ella.
Salvador se conmovió al verla así, casi viuda, despojada de encantos por el dolor, los sentimientos desbordados como agua de pozo sobre el brocal de las conveniencias. Hacía falta mucho valor en una mujer, pensó, para mostrarlos. Instantes después, ella hizo un esfuerzo, procurando moderarlos.
—Es pesado el dolor —murmuró—. Ayer no pude dormir, pensando en si me habrá recordado al expirar. —Con un movimiento torpe, sacó del puño del vestido una nota arrugada, muy manoseada; la desdobló, besándola—. Aquí me escribió diciéndome que no regresaba a su tierra sólo por el amor que me tenía.
Y volviendo a caer en el llanto, dio vuelta la cara sobre el hombro, el nudillo contra los dientes, hasta que pudo murmurar:
—Me siento mal, pues por mi causa abandonó la idea de regresar a Valladolid, con su familia… ¡y ha muerto en esta tierra, extraña para él, que no lo apreciaba y en donde no fue feliz!
Con un suspiro, sacudió unas hojas que habían caído sobre su regazo.
—Yo desearía que descansara en su patria —continuó—, pero es imposible. ¡Ojalá tuviera el poder de aquella reina que llevó a su amado muerto por toda España, como nos contó tío Esteban!
Salvador la observaba; le agradó que fuera vestida con modestia, sin adornos y sin alhajas, como corresponde a la pesadumbre.
Al mismo tiempo, se sintió afligido por el candor de la jovencita. Le mortificaba estar al tanto de lo que ella ignoraba: que Maderos había amado en realidad a Graciana, y que sólo se dedicaba a ella por razones mercenarias.
Un deseo le turbó la razón, un deseo que lo impulsó a seguir engañándola para preservar su inocencia y el recuerdo del amigo fallecido.
Al mismo tiempo, muy insidiosamente, comenzó a latir en él la aspiración de ser más, de estar a la par, económicamente, de los Becerra, de los Celis de Burgos, de los Bustamante, para poder tratarla socialmente y no en un rincón usado para fornicar por los pobres que acudían al hospital. En cuanto al origen, las diferencias no eran notables…
—Dios nos ordena resignarnos —le dijo—, pues la vida debe continuar. Que le quede el consuelo de saber que Roque…
Y por primera vez en su vida mintió descaradamente, inventándole una historia de amor ficticia que paliara en alguna medida la desolación de la jovencita.
La vio sostenerse de los sentimientos que él atribuía a Maderos; la vio sonrojarse como niña sorprendida en pecado. Deseó beber en sus pupilas el destello de la luz amorosa que ella sentía por el otro, pero fue en vano, pues Eudora no levantó los ojos.
Las sombras habían invadido el lugar, pero a través de los resquicios del monte se veía la última claridad del día que dejaban pasar los nubarrones.
La negra se acercó, inquieta. «Mejó vamo», repetía. Salvador, preocupado por Eudora, le dio la mano para que se pusiera de pie y le aconsejó regresar a su casa.
Ella se arrebujó en la capa y elevando por fin la vista, le dio las gracias, diciéndole que la había consolado mucho.
Sintiéndose más experimentado, hizo que aguardaran mientras salía a ver si había alguien por los alrededores.
Las siguió a distancia, y cuando llegaron al hospital de Santa Eulalia, se quedó mirando cómo Eudora doblaba la esquina y se alejaba hacia la Plaza Mayor. Se dijo que nunca más la vería, y una nostalgia indefinida le tocó el alma.
Lope de Soto despertó de un profundo sueño y al clarificarse su conciencia tuvo un momento de pánico, pensando que estaba en algún lugar de Valparaíso, o quizás en Lima…
Como si temiera ser atacado, se enderezó en la cama y se sentó en el borde, entreverado con sábanas y almohadas, las piernas colgando como miembros muertos por el costado del jergón.
No era raro que le sucediera eso en los últimos años: había días en que, ni aun consciente, tenía una idea clara de dónde estaba. A veces, sólo la tonada regional le indicaba, como un chispazo de claridad, el probable país en que se hallaba. ¿Qué sucedería el día que no distinguiera el lugar de origen de tantas entonaciones como había en América?