Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
—No siempre aciertan los proverbios —intervino doña Mariquena—; no le veo mucha sustancia a ese que dice que «la mejor sopa se hace de la gallina vieja».
—A mí siempre me gustó aquel de: «Cada oveja con su pareja» —dijo con desparpajo Cupertina.
—¿Y el que advierte: «Si has de venir conmigo, trae algo contigo»? —recordó doña Saturnina, refiriéndose a la pobreza de Cupertina.
—Doña María Purísima Osorio, que Dios me la guarde siempre —volvió a intervenir Cupertina, sin arredrarse—, solía recordar aquel de: «Pobreza no es vileza». Y me viene a la memoria el que destinaba su buen marido, don Hernán Núñez del Prado, a los señores que prefieren desposar herederas: «Mejor pobre en propia casa que en casa de mujer rica, donde ella manda y ella grita».
Aquello silenció por el momento a todos. Entonces sucedió algo que se anotaría en los anales familiares: entró el negro violinista —Gedeón— que hacía de asistente del letrado. Llevaba una vieja peluca en la cabeza y vestía una extraña librea, tampoco comprada ayer. No se lo veía muy cómodo. Traía en las manos otra bandeja con los platos, las tazas y una fuente de colaciones. Lo asombroso era que en vez de cuatro tazas, había un juego de cinco.
Don Marcio indicó a Gedeón que subiera otra silla al estrado.
—Cupertina nos acompañará —dijo con tranquilidad.
Doña Mariquena, furiosa, iba a explotar cuando su hermano se puso de pie y llamó a Cupertina que, sonrojada, se apoyó en su brazo. La voz de don Marcio cobró energía cuando les informó:
—Quiero presentaros a mi esposa. —E inclinándose y besando la cabeza de la mujer, que puso su mano sobre el pecho de él, concluyó—: Nos hemos casado con toda discreción en Santo Domingo.
Doña Mariquena soltó el llanto como si le hubiesen anunciado la muerte súbita de un ser querido y echó a correr hacia la salida. Doña Saturnina se puso de pie y maniobró su cuerpo como un bergantín de guerra.
—No merecemos el disgusto que nos has dado. Ni merecemos la vergüenza que nos has traído.
Sebastiana, a quien tenían sin cuidado aquellas disquisiciones, miró a Cupertina y la vio enrojecer. Pero la mano de su marido, firme sobre su hombro, pareció reconfortarla.
—Es la mujer que he elegido para que me acompañe el resto de mi vida y… ya te enterarás, a su debido tiempo, quién es el padre; hasta nuestro linaje se opaca al lado del de él.
Doña Saturnina emprendió la salida desplegando las banderas de la incredulidad y la desaprobación. Tuvo que llamar a Sebastiana, que había quedado atrás, inmóvil ante la pareja.
La joven reaccionó y acercándose a su tío, se puso en puntas de pie y lo besó en la barba. Luego, volviéndose hacia la mujer, que no sabía qué esperar de ella, la abrazó llamándola tía. Conmovida por el amor que pudieran sentir aquellos dos, o por la valentía con que habían decidido unirse contra la soledad en que vivían, enfrentando a muchos, salió de allí apresuradamente.
«Existen diferencias que obedecen más a las experiencias que a los procedimientos intelectuales. Todo individuo marcado por la experiencia… guarda las nociones de las miserias que sufrió».
Ch. Lasège y J. Falret
La locura comunicada
Córdoba del Tucumán
Para el Tiempo de la Ascensión
Otoño de 1703
El desagrado de las señoras ante la decisión de don Marcio las llevó a la sala de doña Saturnina, donde se encerraron a desmenuzar el tema. Se habló de más, se lloriqueó y se pasó por alto la presencia de las criadas, que entraban y salían o limpiaban los corredores por centésima vez en el día.
En resumidas cuentas, cuando Sebastiana, acompañada por Belarmina, pasó al día siguiente por la tienda del señor Brígido, se encontró con que lo sucedido, por indiscreción de sus tías, se había hecho público y no de la mejor manera.
Volvió rápidamente a lo de los Celis de Burgos para informar de esto y aconsejarles que dieran una versión más suavizada del asunto, pues hasta se estaba poniendo en duda la legitimidad del vínculo, y se decía que ya alguien, de los enemistados con una u otra familia, había denunciado al obispo Mercadillo el presunto concubinato de don Marcio.
—¿Delante del señor Brígido, de todo el mundo? ¿Y no dijiste nada? —se molestó Elvira, que continuaba en la ciudad con sus hijastros y su marido.
—¿Discutir el tema en un establecimiento público? —razonó Sebastiana.
—¿Dónde han ido a parar los miramientos de las mujeres, que, sin importar la amistad y los parentescos, se entretienen poniéndonos por los suelos delante de un tendero? ¡Nuestros nombres, zarandeados ante los dependientes, ante el que quiera prestar la oreja!
—La familia debería hacer algo —dijo Sebastiana.
Una de las Bustamante preguntó:
—¿Pedirle a Marcio que deje la ciudad?
Sebastiana disimuló su impaciencia.
—No; demostrar que la familia está de parte de tío Marcio y de Cupertina.
Tan drástica proposición acalló a todas. Doña Saturnina respiró hondo y sentenció:
—Me parece que debemos escribir a Esteban y pedirle que se venga de inmediato.
Sebastiana pensó en la extrañeza de los vínculos humanos: siendo niñas, Mariquena y Cupertina habían sido —por los recuerdos que afloraban en las conversaciones de la familia— amigas o al menos compañeras de juego. Pero por más que se la había tratado como a parienta mientras doña María Purísima y don Hernán vivieron, algo había mutado, a la muerte de éstos; algo que volvió apático a Marcio, entrometida a Mariquena y agrió el carácter de Cupertina.
En realidad, tiempo atrás, era Cupertina la preferida de casi todos, pues sólo después de la muerte de los mayores —a quienes cuidó con afecto y paciencia— se había vuelto huraña e irritable. Sí, recordó Sebastiana, la gente y hasta la familia la apreciaban más que a doña Mariquena, porque era jovial, de buen ánimo, sociable y práctica. La segunda, en cambio, era indolente, quejosa y molesta.
Pero la sangre era la sangre, y reconocían en Mariquena defectos que les eran comunes y por eso mismo más apreciados que las virtudes de la otra. Aquélla era una ley tan antigua, tan rígida, que Sebastiana se sintió desalentada.
¿Y qué diría Esteban cuando llegara?
Lo que diría la hermana de éste, Rosario, lo supieron en diez minutos, pues entró tironeándose los mitones y echándoles en cara no haber tenido la entereza de presentar un frente común, aceptando a Cupertina en cuanto se vio que la cosa era irreversible.
Sebastiana la apoyó, las señoras se desconcertaron y en aquel momento llegó doña Mariquena. Venía a pedir a su familia que no dieran apoyo a Marcio y que le quitaran cuantos asuntos de ellas llevaba. No lo dijo entre frases, sino que lo expresó rotundamente.
Mientras recomenzaba la discusión, Sebastiana comprendió que aquella escena se repetiría si ella se casaba con Aquino. Se le encendió el rostro y de pronto el corpiño del vestido pareció apretarle demasiado.
Nunca pensó en casarse con él, pero no por indiferencia. Su reserva y los pesares pasados le impedían considerar el matrimonio, aunque mucho apreciaba las cualidades de aquel hombre fuerte y honesto, capaz y trabajador, uno de los varones más apuestos que ella había conocido.
Lo que la detenía era el pensamiento —tranquilizador para ella— de que él no tenía interés en el trato carnal; que lo que Aquino deseaba y necesitaba era la vida conventual, donde pudiera estudiar y ser reconocido por sus logros. Aunque hombre de pasiones fuertes, las dominaba. ¡Ya había visto ella la cólera en sus ojos ante las acciones de Julián, ante la estupidez de algunos, ante la soberbia de Lope de Soto! En caso de que, hipotéticamente, llegaran a formalizar un matrimonio, no era solamente la resistencia social lo que les dificultaría las cosas. Más que eso, él llegaría a añorar el sueño que sustentaba desde chico, el de vestir de hábito, el que alimentaría su devoción, el que lo pondría a salvo de la sociedad si optaba por aquel digno retiro.
Con la sabiduría que le daban los pocos pero dolorosos años vividos, supo que él se volvería atormentado después de renunciar a un sueño tan viejo.
Dejó a sus tías discutiendo estrategias y cambiando consejos, y calladamente se volvió a su casa.
Vio la puerta del despacho de su padre entreabierta y se acercó a mirar. Lo encontró dormido, con la mejilla apoyada sobre la página de un libro, la pluma sostenida blandamente entre sus dedos; bajo la mesa, Brutus y su cuzquito dormitaban; apenas si levantaron los ojos al oírla entrar.
Con desesperado afecto, la joven buscó un cojín pequeño, levantó suavemente la cabeza de su padre, y lo colocó debajo. Acomodó sus cabellos muy suavemente y luego, con los ojos en lágrimas, se inclinó a besarlo en la frente.
Mientras miraba alrededor, vio unos documentos recién llegados; su padre había hecho saltar la cera con un estilete de marfil, y ésta, en pequeños trozos, manchaba los papeles. Los recogió, apenas curiosa, y descubrió que era uno de los tantos pedidos que atestiguaban la limpieza de sangre de los Bernal de Zúñiga, solicitado a España para ser presentado a la Orden de los Mercedarios, donde su padre todavía no era aceptado a causa de la mala salud.
Y mientras lo leía, algo se encendió en su memoria y de pronto supo dónde estaba la carta de Maderos.
Toda la familia conocía la devoción de Cupertina por San José, así que Sebastiana comprendió que, el miércoles siguiente al segundo domingo de Pascua, ésta iría seguramente a las Teresas, para las devociones que celebraban el patrocinio del santo.
Dídima averiguó a qué hora y dónde se presentaría la esposa de don Marcio, y también que éste la acompañaría públicamente, sin duda para dar fin a tantas murmuraciones que corrían sobre ellos.
Acompañada de Rafaela, la joven se presentó en casa de su tío con la excusa de llevarles un licor de mandarina que había hecho y una canasta de peras que le había mandado Aquino no bien llegó a Santa Olalla.
Dijo que los iba a esperar, y en cuanto las criadas se retiraron, ella y Rafaela se dirigieron al despacho de éste; previendo que podía estar cerrado, habían llevado el aro de llaves, y con suerte, a la tercera que probaron se abrió la puerta. Cerraron detrás de ellas, encendieron un candelabro e intentaron abrir el cajón del escritorio donde se guardaban los papeles de importancia.
—Está con llave —se angustió.
Pero Rafaela llevaba también unas cuantas llaves, de las de armarios y arcones, y una de ellas, con cierta dificultad, terminó por abrir el mueble. Volviéndose rápidamente a la entrada de la pieza, la mujer se apoyó contra la puerta para no ser sorprendidas por una criada solícita.
Sebastiana revolvió los papeles, abrió carpetas, desató nudos, todo tan delicadamente que se diría que sólo una mosca había pasado por allí. Únicamente le faltaba inspeccionar los papeles atados con cinta amarilla. Con el corazón en la garganta la desató y dio con los certificados de limpieza de sangre y demás que Maderos necesitaba para entrar en la Universidad. En el centro, resguardada en un papel lacrado, encontró la carta, no dirigida a un juez, sino al obispo.
Con manos inquietas rasgó el papel, lo extendió y lo leyó. Luego lo arrugó en el puño, entre los senos, como si la posesión de la denuncia pudiera lavar la injuria que la mano de él le había hecho.
Después de atar los documentos restantes con la cinta y de observar que el contenido del cajón no diera muestras de haber sido registrado, murmuró:
—Ya está.
Rafaela puso llave al mueble, observó el patio a través del postigo y salieron.
Sebastiana llamó a una de las criadas y dejó dicho que pasaría a la tarde siguiente: ese día la reclamaba la novena de Santa Catalina de Siena.
Encerrada en su pieza, la joven leyó una y otra vez la carta. En un momento tuvo que dejarse caer de espaldas sobre la cama, con la vista nublada por los desacompasados latidos de su corazón. No podía creer que ya tuviera en sus manos aquel papel que hubiera sellado su sentencia de muerte o algo peor: la indignidad de entregarse a un hombre que detestaba y a otro que le repugnaba.
Y mientras yacía en la penumbra tratando de tranquilizarse, pensó que debía averiguar, de todos modos, si Maderos no había dejado a los López, como un doble seguro, otra misiva del mismo tenor.
Sintió la necesidad urgente de ver desaparecer la prueba. Se enderezó y en la jofaina de su tocador, acercó la vela y le prendió fuego.
El papel, de una consistencia robusta, tardó en encenderse y luego lo hizo lentamente, soltando de vez en cuando una llama quieta, azulada, seguramente debido a algún compuesto de la tinta o de su manufactura. Sebastiana permaneció inmóvil hasta que sólo quedaron unos trozos negros y opacos donde se leía el desconocido nombre del bachiller Maderos: Roque Asís.
Tras la reja de su ventana había un tiesto donde cultivaba una planta de incienso; lo entró, vació la tierra sobre un pañuelo, desparramó los restos carbonizados en el fondo del recipiente y volvió a llenarlo. Humedeció la tierra y devolvió la planta al alféizar de su ventana. No quedaban a la vista ni las cenizas de la acusación.
A la mañana siguiente mandaría por Salvador con la excusa de sus clases de latín.
El joven, expectante, la esperaba en el escritorio de su padre. Había rehusado sentarse y estudiaba los tomos que se alineaban en las estanterías de don Gualterio.
Sebastiana lo observó a través del postigo de la puerta interior, pues él estaba sólo atento a la entrada de la galería, por donde esperaba que ella se presentara.
Era un lindo muchacho, bien formado, con un rostro a la vez dulce e inteligente. A ella le hacía recordar algunas de las mejores imágenes de San Francisco.
¿Cómo podía ser amigo de Maderos? Apartándose, pensó que quizá se debiera a que las personas tenían una cierta proporción de luz y de sombras en sus espíritus, que parecían reaccionar de distinta manera ante diferentes personas. Nerviosa, se acomodó el lazo de la cintura, cerró el botón superior del vestido y, repasando la trenza rojiza que se enroscaba sobre su nuca, salió a la galería y entró en el despacho de don Gualterio, agradeciendo a Salvador su presencia.
—He hecho poner un pupitre y unas sillas —señaló cerca de la ventana—, así podremos hacerle compañía a mi padre.
Cuando se sentaron, Sebastiana sacó un cuadernillo de hojas cosidas a mano; él acomodó sus textos sobre la mesa y la joven observó que tenía manos muy bellas, finas y varoniles al mismo tiempo.