Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
Don Marcio ya había conseguido su limpieza de sangre y hasta la genealogía de su familia.
La llama de la vela lo hipnotizó: su color se asemejaba al lirio cárdeno. Con la pluma en suspenso, quedó pensativo. Luego bajó la vista y comenzó a escribir con delicadeza de pendolista.
Mucho después dejó de trabajar por unos minutos; le ardía un poco la vista y veía manchones de oscuridad, que lo inquietaban, en los rincones de la habitación. Sentía los dedos agarrotados.
Apretándose las sienes, trató de vislumbrar su inquietud. Fijó nuevamente la vista en la vela, sorprendido al ver que se había consumido más rápidamente que los cirios comunes.
«Así son estas cosas de relumbrón, pura apariencia y nada de rendimiento», rezongó. Hubo un pequeño chisporroteo y la llama se volvió del color del azafrán. Captó un atisbo del desagradable olor del azufre que de inmediato fue ahogado por la fuerte fragancia del ámbar.
En segundos se sintió elevado a regiones sensuales de las que no recordaba haber tenido experiencia. «Dentro de unos días, cuando doña Sebastiana se vea obligada a venir, le ordenaré que traiga de estas velas y la tomaré bajo su lumbre, aspirando este perfume», pensó.
La forzaría a satisfacer sus fantasías, esos deseos que un hombre no cumple con su esposa y que necesita de mucho dinero para saciar en las rameras. Y él disfrutaría de ellos en el cuerpo de una de las jóvenes más virtuosas de la ciudad, una mujer a quien le repugnaba el contacto con varón, como había dicho el padre Thomas a Becerra. «Y aun cuando haya desposado a maese Lope, gozaré de ella hasta que me canse. Y entonces la entregaré a los verdugos». Pero no, no podría entregarla, porque las familias que emparentaban con Eudora y los Zúñiga se pondrían en contra de él y terminaría acusado de algo, expulsado del círculo social al que anhelaba volver.
De pronto, con un dolor nacido en la red nerviosa que se ovillaba sobre su vientre, pensó en Graciana, en su cuerpo de curvas firmes y femeninas, en sus ojos que siempre lo miraron con comprensión pero también con ironía…
Tenía la vista cansada, como con un velo en los ojos. La mano le tembló, y por no manchar las hojas, acomodó la pluma sobre la almohadilla de arena haciéndolas a un lado con movimientos que le parecieron extrañamente ajenos y torpes.
Sabía que debía recordar algo; que ese día escuchó decir algo que era la clave de algún misterio, la respuesta a muchas de sus preguntas.
Sintió sed e intentó ponerse de pie para buscar agua, pero el cansancio le había tomado las piernas, que le temblaban suavemente.
«Debería acostarme», pensó, pues su cuerpo buscaba reclinarse sobre la mesa.
A pesar de la niebla que de los ojos parecía colarse a su conciencia, su cerebro encontró la perdida respuesta. «Tuvo de maestra a sor Sofronia —había dicho Salvador—; esa monja sí que entendía de hierbas». Entendía de hierbas y doña Sebastiana fue su alumna… ¡Y él, en aquella ignorancia, desechó el veneno de la misteriosa muerte de doña Alda!
¡Ah!, seguramente la eliminó con algún hierbajo pestilente, quizás agregado al guisado, quizás al vino que tanto le gustaba: más de una vez, maese Lope lo había hecho correr a conseguirlo de los frailes.
«¡Si lo hubiera sabido! ¡Podría haberla dominado con eso, en vez de sacar a relucir aquel accidente del que, en última instancia, ella no fue artífice!». Si lo pensaba, ahora comprendía que se dejó llevar por la satisfacción de tenerla sometida: ella no era tonta —ninguna mujer callada lo era— y se lo permitió porque tenía algo más grave que ocultar, y por allí temía ella que empezaran las indagaciones.
Con el pensamiento cayendo en la confusión y recuperándose de pronto, trató de dilucidar cuál habría sido el tóxico que había matado a doña Alda; aquel que no dejó huellas inculpatorias, al menos para Briones, el médico sangrador.
De pronto, comprendiendo la enormidad del acto de la joven, sufrió un escalofrío. «¡Santísimo Dios, es diabólica! Una cosa es dejar morir al degenerado de su marido, pero muy otra matar a la madre que le dio el ser, que la alimentó con la leche de sus senos…».
Recién entonces vislumbró lo que siempre había temido de ella, la oscuridad que acechaba en el fondo de sus pupilas, lo que él, tontamente, llamaba la mirada de piedra.
Entendió casi todo, pero ya era tarde: el aliento de Medusa lo había alcanzado y no tenía fuerzas para moverse, para salvar su vida.
Estiró la mano hacia la pluma, deseando denunciarla, pero volcó el tintero y la tinta negra corrió libremente, produciendo espesos manchones sobre las hojas que él tanto cuidaba, manchándole los puños de su casaca nueva. La pluma rodó, lo mismo que el otro tintero y la almohadilla, y aunque vio todo confusamente, no oyó el menor sonido.
«Ojalá llamen al padre Temple, él se dará cuenta», rogó. Pero seguramente, como cuando murió doña Alda, ninguno de los buenos médicos estaría en la ciudad. «No se librará de la horca», fue su consuelo. Don Marcio entregaría, como su última voluntad, la carta al obispo.
Desprendida el alma de toda esperanza, pensó en Graciana, en su sabiduría, en su inteligencia compasiva, en todo lo que él había perdido por resistirse a la sencillez de su persona, de su familia. Pensó en su madre, en sus hermanos, en los viejos que esperarían vanamente sus cartas y su auxilio. Pensó en Salvador, su buen amigo, y se alegró de haberle entregado las dos últimas y valiosas monedas para que las remitiera a España.
Rezó a su santo pidiéndole que intercediera ante Dios por sus pecados, para que le abriera, al menos, el purgatorio aunque no podía sentir arrepentimiento de lo hecho y de lo por hacer.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, dejó caer la cabeza y con una sola contracción, el corazón suspendió su latir, se le enfriaron rápidamente las venas y conservó el semblante sereno y la expresión tranquila de quien ha muerto durmiendo.
El brasero y el cirio, con la obstinación de las cosas inanimadas, siguieron ardiendo varias horas después que se había apagado la lumbre de su espíritu.
El padre Thomas Temple abrió la botica muy temprano, pues tenía que hacer unos preparados para los leprosos. Era todavía oscuro, y le llegaba, en tanto silencio, el murmullo de las oraciones de los alumnos en el vecino Convictorio.
Aquel día el aire de la ciudad casi no hedía: la tarde anterior el viento barrió con los olores; el frío de varios días atenuaba la fetidez de las curtidurías, de los muertos enterrados en las iglesias, de la sangre estancada de los mataderos, de las ciénagas de heces que cada tanto flagelaban a la ciudad con alguna epidemia.
Uno de los esclavos —Zenobio— venía detrás de él, bostezando y con un brasero en las manos; lo dejó en la calle, lo apantalló con fuerza y cuando estaba bien encendido, lo entró y puso agua a hervir. Con ademán furtivo, sacó un trozo de pan que guardaba entre la blusa y su cuerpo, ocultándolo bajo un almohadón. El muchacho ya había tomado el desayuno en la ranchería, pero esperaba el tazón de café, tan difícil de conseguir aun para los blancos, con que el médico lo convidaría cuando se sirviera para sí.
Oyeron unos pasos apresurados en la calle, y al asomarse, vieron a Lope de Soto dirigiéndose hacia el Cabildo. Desgreñado, la ropa en desorden, y al parecer, pasado de vino y sueño. Estaba pálido y, cada tanto, su andar inestable lo llevaba a chocar contra los muros.
—Amaneció en los portales —dijo virtuosamente Zenobio, que se había escapado de la ranchería para encontrarse con otros esclavos y pasar la noche en apuestas.
El padre Thomas volvió a entrar y mientras bebía su café y trabajaba, en el cuartucho que les hacía de fogón el negro ensopaba el pan en su jarro con un sorber ruidoso y glotón.
Aunque la esclavitud era generalmente aceptada, el padre Thomas no la admitía, afligido por el destino de los africanos. No pudiendo luchar contra ella, trataba de paliarla interviniendo a favor de éstos, procurando hacerles más llevadera la vida, insistiendo en que se los tratara con humanidad, que se les reconocieran los más elementales derechos. Preparaba a sus discípulos para que, cuando las circunstancias lo quisieran, pudieran independizarse a través de un oficio.
«Pues llegará el día en que la servidumbre humana será vista con horror, y se los dejará libres. Y si no están capacitados, caerán en otro tipo de esclavitud».
Si algo lo conformaba, era que la Compañía de Jesús tenía con sus esclavos un trato que la distinguía, respetando las familias constituidas, no separándolas, no permitiendo que los esposos estuvieran ausentes de sus hogares o los niños alejados de sus padres.
Oyó que Zenobio había dejado de sorber y le permitió unos momentos de satisfacción antes de llamarlo, pero el negro se le adelantó.
—Ahí vuelve el maestre con el señor juez y la guardia.
El padre Thomas se asomó a la calle y vio las espaldas de cuatro o cinco hombres, encabezados por Lope de Soto, que se alejaban apresuradamente en dirección al domicilio de éste.
—¿Voy a ver qué pasó? —se ofreció Zenobio, y como no lo necesitaba de momento, y sí, tenía él también curiosidad, le concedió el permiso.
Hora después, cuando terminó sus preparados y mandó al hermano Hansen, que siempre pedía ir a la leprosería con los remedios, regresó Zenobio.
—Ha muerto el criado de maese Lope —le comunicó.
—¿El bachiller?
—Sí. No parece muerto; parece dormido.
—Busca al hermano Peschke —lo instó, y se dedicó a lavarse las manos y a componer su persona. Iría él mismo a ver qué sucedía, no fuese que el muchacho sólo tuviera suspensión vital y Briones, a quien seguramente llamarían y que apenas daba para sajador, lo declarara muerto.
En casa del maestre de campo, uno de los oficiales que recorría la habitación le indicó dónde estaba Lope de Soto, y al llegar al corredor del patio de caballería, lo encontró tirado sobre un sillón que se había hecho llevar. Tenía las piernas extendidas y los tobillos cruzados, mal semblante y las manos férreamente unidas a la altura del pecho.
Al ver al sacerdote, se puso de pie de mala gana y lo interrogó con la mirada.
—Me gustaría revisar a su criado. En la gente joven, suele darse el caso de muerte aparente.
Impresionado, Soto le señaló la habitación. En cuanto los ocupantes lo vieron entrar, se hizo un hueco de silencio; las discusiones callaron y Briones se puso rojo. Pero como el médico de la Compañía llamaba a respeto, le hicieron espacio.
No habían movido el cuerpo, que permanecía en la pose en que lo habían encontrado. Una mancha roja, ya seca, se expandía por el suelo y por un momento el padre Thomas confundió la tinta con sangre.
La rigidez del cuerpo le indicó que estaba muerto, sin posibilidad de que padeciera de catalepsia.
—¿De qué murió?
Los jueces miraron a Briones, que dijo levantando un costado de los labios:
—De lo que, hace cincuenta años, casi muere el rey de Portugal —y señaló, del otro lado de la mesa, el brasero apagado—. Todo estaba cerrado; lo mataron los efluvios malignos del carbón mal encendido.
Sí, podía ser eso. El mismo rey de España había dado instrucciones para que no se usaran los braseros en cuartos sin ventilación, propiciando, a su vez, el uso de las chimeneas.
El padre Thomas se inclinó a observar la boca del joven, pero no encontró la coloración que esperaba, aunque un elusivo olor le llegó a la nariz.
Su mirada recorrió la habitación. Vio la tan preciada biblioteca del muchacho, y aunque lo creía un granuja, le reconoció el ansia de estudiar, el orden y la limpieza con que mantenía todo. Chocaba a los ojos la otra tinta, la negra, que se había derramado sobre las hojas de buen papel y que se había secado bajo las manos y las mangas del muchacho. Cuando se adelantó, la arenilla crujió bajo sus botines.
Pensativo, sin darse cuenta de que los demás no le sacaban la vista de encima, tocó el papel, recogió la pluma y los tinteros. No pudo dejar de fijarse en las ropas. ¿De dónde sacaría plata para todo aquello? Utensilios y trajes eran de más que mediana calidad. Los escribientes no ganaban para esos lujos, y bien sabía él que a Lope de Soto no había forma de exprimirlo: no era gran cosa el sueldo que cobraba —casi siempre atrasado—, y además gastaba demasiado en mujeres y en juegos de azar.
En el silencio que lo rodeaba, sus ojos se fijaron en una vela gruesa, de las más caras, de cera azulada. Miró el candelabro que estaba sobre la mesa. Apenas se veían unos vestigios de materia, pero cuando pasó el dedo por el interior, descubrió vestigios de color azul. Lo olfateó y un resabio a azufre le despertó la curiosidad; una sustancia blanca, arenosa, resaltaba, y al probarla cautamente con la punta de la lengua, descubrió que era sal.
Nada de aquello parecía tener sentido.
—¿Da permiso vuestra merced para disponer del difunto? —preguntó desagradablemente Briones.
—Perdonad. —Y se apartó.
Mientras se levantaban las actas, cruzó el corredor y salió al patio. Lope de Soto lo siguió, pasándose los dedos por el cabello desordenado. Parecía de más edad, y por primera vez el médico notó los surcos en el rostro que se iban convirtiendo en una red de arrugas. Aquella mañana, hasta sus movimientos parecían de viejo.
Guerrear y cabalgar no eran una buena forma de pasar los años. Por allí debía venir el afán de desposar a doña Sebastiana.
—Apreciaba al tunante —reconoció Soto en voz baja, como avergonzado—. No sé qué voy a hacer sin él.
—En Córdoba conseguirá buenos amanuenses.
—No era solamente eso —gruñó el otro.
—Es posible que ahora tenga que tomar dos criados en vez de uno. Aquí, son pocos los que, sabiendo escribir, aceptarían hacer al mismo tiempo de lacayo.
El maestre de campo le dirigió una mirada hostil, como si hubiese intentado expresar algo y hubiera sido mal interpretado.
—Tendré que mandar sus cosas a España. Tenía madre en algún lado —dijo, en cambio, y el padre Thomas se sorprendió de que un hombre de su catadura se pusiera en aquel trabajo.
Soto se restregó con fuerza los nudillos contra los párpados.
—… ni siquiera sé dónde.
—Salvador Villalba debe conocer la dirección. Eran muy amigos.
—Mandaré por él.
—Mejor sería que envíe a alguien con una esquela —aconsejó el jesuita y preguntó—: ¿Dónde se habrá comprado la vela azul que está sobre la mesa?
—¿Vela azul?