Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
—Hay una vela de buena calidad, sin usar, al lado del muchacho.
—No sé nada de velas azules —se impacientó el militar.
—¿Dónde se provee usted de cirios?
—En la tienda del obispo. Pero puedo asegurarle que no he visto ese tipo de vela allí. Y mucho menos se las compraría a Maderos.
—Sin embargo, estaba sobre la mesa.
—La habrá robado —se sonrió Soto, recordando las bribonadas del bachiller.
—¿En dónde?
—Usted es el residente. Yo todavía no conozco los misterios del comercio en esta ciudad —replicó el otro, burlón.
Cuando el padre Thomas se retiraba por el portón de caballería, uno de los soldados, que había escuchado, lo atajó.
—La vieja le traía velas una vez a la semana. —Y antes que él preguntara, el hombre añadió—: Esa vieja borracha, la que vive en el tapial.
Indudablemente, se refería a Dídima.
«Era un psicólogo demasiado penetrante para no saber que cada hombre y cada tarea requieren una concepción, tratamiento y solución distintos. Ese conocimiento casi artístico de hombres y vida no debían caer bajo el peligro del entumecimiento».
Richard Blunck
Ignacio de Loyola, su vida y su obra
Córdoba del Tucumán
Después de Pentecostés
Otoño de 1703
Salvador Villalba esperaba a su alumna junto al cancel del patio, bien vestido y con el sombrero en la mano.
—Hoy no podré cumplir con mi trabajo, doña Sebastiana —se excusó con la voz ronca—. Mi amigo, mi pobre amigo…
La joven, tan pálida como él, esperó que se repusiera. Salvador se sintió reconfortado al ver el interés que despertaba en ella y se preguntó por qué Maderos no la apreciaba: era sencilla, retraída y de buen corazón.
Bien sabía, por su tía y por haberla visto, la ayuda que dispensaba a negros e indios, y a cuantos pasaran apuros. No era de las que daban donaciones sin acercarse a ellos, sino que se presentaba en las rancherías y escuchaba la enumeración de males y sufrimientos. Lo que más le admiraba era la reserva con que lo llevaba a cabo.
—¿El bachiller? —preguntó ella.
—Sí —y él añadió en voz baja—: Ha muerto.
La mirada de ella quedó prendida a la de él y allí donde Maderos veía oscuridad, Salvador vio compasión.
—Se quedó hasta tarde estudiando. Debe de haber sentido frío, porque encendió un brasero en la pieza. El médico cree que inhaló los gases carbónicos.
—¿Qué médico lo vio?
—Briones. El mismo que atendió la muerte de vuestra madre.
—¿Y qué haréis ahora?
—Voy a encargarme de su entierro. No creo que el maestre de campo se interese en… Mi tío me ayudará. Le haremos un funeral digno. Roque… ¿sabía usted que se llamaba Roque?, siempre hacía referencia a cuánto había sufrido al perder su condición social. Mucha gente lo trataba como a un sirviente.
Ella bajó la cabeza, asintiendo en silencio.
—Quisiera hacer algo por los suyos —dijo—. Su dedicación a ellos, según me ha contado usted, lo redimía de todo defecto que pudiera tener.
—Justo ayer, después de haberse ido de casa, regresó porque quería sumar unas monedas de oro a las que le guardo, junto con una carta, para su familia.
Salvador se sintió incómodo al mencionarlo, pues estaba seguro de que aquél no era dinero limpio.
—Quiero ayudar en lo que pueda —insistió Sebastiana—. Si me alcanza la carta, veré que salga hoy mismo para España. Querría mandarle a su madre algún auxilio de mi parte.
La expresión del joven se distendió.
—Me saca usted un peso de encima, pues no podré encargarme de eso de inmediato. Escribiré una nota para ella y le haré llegar las cosas con uno de mis primos.
Dejó la casa rápidamente para que la joven no notara que tenía los ojos en lágrimas.
Sebastiana dio media vuelta y al pasar por el oratorio familiar, la mirada de la Virgen Niña pareció tenderle una red. Sin resistirse, entró allí, se dejó caer sobre el reclinatorio y sollozó inconteniblemente sobre los brazos cruzados.
Más tarde apareció uno de los hijos de López con la carta de Maderos. Encerrada bajo llave, Sebastiana hizo saltar la cera y la leyó.
Estaba escrita en un estilo elegante y respetuoso, lo que indicaba que la madre del bachiller era una mujer de cierta cultura. En ella, el joven le explicaba lo que seguramente había sucedido —su muerte—, le daba la dirección de los López y el nombre del amigo, sobre quien tenía expresiones de afecto. Detallaba sus escasos bienes, le decía que Salvador se encargaría de remitírselos, y se excusaba por no dejarles más herencia, mostrando aflicción por lo que pudiera depararles la suerte. La despedida era corta, pero de gran sentimiento. No decía una palabra sobre Sebastiana, y ella agradeció que fuera una carta despojada de sensiblería, de toda exhibición de temor a la muerte.
La nota que adjuntaba Salvador era más larga; explicaba a la madre de su amigo el accidente que le quitó a éste la vida y enumeraba virtudes imaginarias que sólo un corazón como el del joven podía descubrir en Maderos.
Le hablaba de Sebastiana —por pedido de ella, sin nombrarla—, diciéndole que por la sensibilidad de su corazón y por sus importantes relaciones, era quien se encargaría de remitirle todo con la mayor prontitud. Le ofrecía como consuelo continuar escribiéndose, y le mandaba sus señas. Cuando hubiera cumplido los ritos funerarios, que corresponderían a la dignidad de su nacimiento, vería de qué modo podía hacerle llegar el arcón con las cosas de su hijo. Le escribiría nuevamente para enterarla de cómo se había dispuesto de sus restos y dónde estaban enterrados.
Sebastiana dobló las cartas, las volvió a sellar y como quien pone distancia con su delito, fue a encargar a don Marcio el rápido envío de la correspondencia y los dineros.
Lo encontró en su escritorio, con los documentos y legajos de sus clientes desparramados sobre la mesa.
—No encuentro la carta que ese muchacho me dejó para el obispo… —explicó a Sebastiana.
—¿Y no puede usted repetírsela de palabra?
—No; sellada me la dio, y sellada permaneció. —Titubeando, intentó conjeturar—. Seguramente dejó algo para indulgencias.
—Si es de Dios que aparezca…
—No pienso dormirme en ello. Veré a Su Ilustrísima y le explicaré el caso.
Y con obstinación de consejero pundonoroso, siguió revolviendo entre legajos y testamentos.
—Bastante pagó por los documentos de sangre y linaje —se apenó, tirando sobre la mesa unos papeles lacrados—. Los guardaré por si alguna vez la familia decide reclamarlos.
Y dejándose caer sobre el sillón, movió la cabeza con tristeza.
—Haré decir algunas oraciones por él. Era muy inteligente, ¿sabes?, pero creo que no siempre utilizaba esa inteligencia para bien. Su amo está bastante perturbado, lo que habla a su favor. Es menos indiferente de lo que yo pensaba.
Al exponerle Sebastiana lo que deseaba hacer, asintió con la cabeza.
—Yo mismo agregaré algo. Imaginaremos que no le pagué los últimos recados que hizo para mí.
Sebastiana se retiró, dejándolo con sus problemas de conciencia.
Era la hora del ocaso y las calles estaban casi desiertas. La tarde tenía un aire triste, de fin de estación, y sintió de pronto el deseo desesperado de confesarse.
Un grupo de mujeres de pueblo, reunidas en la recova del Cabildo, esperaban, cargadas con cestos o bolsas en que llevaban comida, que las dejaran entrar a ver los presos. Casi todas se cubrían parte del rostro y la cabeza, con mantones de tela basta y oscura. Hablaban en tonos susurrados de asesinatos, golpizas y descalabros que habían presenciado, oído comentar, o quizás imaginado.
Cuando pasó junto a ellas, las voces se atenuaron. Sebastiana sintió que sus ojos oscuros, brillantes en los rostros consumidos de incertidumbre, la seguían mientras se alejaba del lugar.
Siguió hasta la Compañía, y entró cuando faltaba poco para que cerraran las puertas del templo. A tiempo que se postraba ante el altar, un sacerdote salió del confesionario y se dirigió hacia la sacristía mientras se quitaba la estola de administrar el sacramento.
Sebastiana quedó en la penumbra de la nave diciéndose que aquélla era una señal de la Divina Voluntad: aún no había llegado el tiempo de reconocer sus pecados.
Se santiguó, y después de una breve oración, atravesó el atrio hacia la salida. El cielo, sobre ella, parecía un párpado amoratado.
El padre Thomas volvía de ver a Eudora, que había asustado a la familia con una descompostura. Ni él ni los parientes de la joven imaginaban que era por la muerte de Maderos.
Pasaba frente a la acequia madre, por la calle Ancha, cuando vio a Dídima en conversación con unos carreteros y otras mujeres que habían ido por agua.
Iba a seguir de largo, pero acuciado por la curiosidad de aquella vela azul, la llamó aparte.
—Me han dicho que tú le llevabas las velas al bachiller.
La mujer, que estaba a medias sobria, reconoció de inmediato que era ella.
—¿Y dónde te las mandaba comprar?
—En las Carmelas, que de allí era devoto, y a veces en lo de Isaías.
—¿Quién es Isaías?
La vieja, cubriéndose la boca con las manos, rió con una risa salaz y desinhibida. Luego, recordando que estaba frente a un hombre de hábito, se contuvo y le explicó.
—El hombre-toro —y como el médico no atinara a entenderle, señaló—: El que vive por el río.
—¿A qué se dedica? —desconfió el padre Thomas, pues «las orillas»' eran zona de curanderos, hechiceras y aojadores.
—Tiene permiso de hacer velas.
—¿Nada más?
Dídima, con una chispa de malicia, contestó:
—¿Y qué más cree usarcé?
El sacerdote le dio la bendición que con mucha humildad le solicitó la mujer, junto con una moneda.
Regresó al convento y después de comer a solas y frugalmente, se encerró en su celda a continuar con la traducción del libro del doctor Thomas Sydenham sobre las epidemias, que acababan de mandar a la Compañía desde Londres.
Limpiaba la pluma, todavía impresionado por la muerte del muchacho, cuando vio en su mente el rostro de Isaías.
No podía ser otro que aquel ser extraño, de gran cabeza, que le había llamado la atención al verlo visitar a algunos presos en el Cabildo. Recordó, incluso, que se sorprendió al notar que tanto guardias como prisioneros lo trataban con comedido respeto. Con seguridad, aquel ser de tan extraña apariencia tenía que estar vinculado a cosas ocultas; de otra manera, lo común hubiera sido que su aspecto provocara la burla y el escarnio.
Fue inútil que al día siguiente intentara sonsacar a los esclavos, que ponían esa cara de particular imbecilidad cuando querían negar lo que sabían. Ni siquiera Zenobio habló, salvo para repetir que ese hombre vivía de hacer cirios. A él los dominicos le compraban los cirios para el día de Corpus, aclaró.
«Tendré que ir a ver con mis ojos», se exasperó el jesuita, pues el tiempo no le sobraba; y así, cerca del mediodía, caminó hasta el rancho del cerero.
Lo encontró pintando unos querubines en unas velas blancas, muy transparentes, que encerraban en la entraña unas violetas pequeñas.
Le pareció menos desagradable que otras veces; como era un día tibio, estaba semidesnudo. Tenía un cuerpo sano y hermoso, fuerte y ágil, sin la pesadez de los corpulentos. Los ojos eran grandes y separados, la nariz achatada y el cuello grueso. Esas tres cosas hacían que, inevitablemente, se lo relacionara con los toros.
Su mirada negra, indígena, parecía observarlo desde el otro lado de la historia, como el reflejo de una fogata que llegara a través de las aguas de un río.
El padre Thomas se sintió incómodo, pues tuvo la impresión de que, frente a él, había perdido la noción de la realidad por un momento.
—¿Es usted Isaías? —y mientras se preguntaba cuántas razas habían intervenido para gestar a aquel ser, el otro respondió que sí con una voz profunda, de bajo.
No preguntó quién era ni para qué lo buscaba, y el sacerdote comprendió que alguien le había advertido que andaba inquiriendo sobre su persona.
—Me han dicho que las mejores velas de Córdoba salen de esta fábrica.
—He trabajado para la Compañía —reconoció Isaías pintando con extremo cuidado el rostro perfecto de un angelito.
—¿Son para una novia?
—No; para una recién nacida que murió durante la noche. Su abuelo me las ha encargado.
Carraspeando, el jesuita entró en la choza y observó alrededor, asombrado de la cantidad y diferencia de velas que tenía a su vista, de los moldes y los materiales. No se veía cera negra, cirios de aquel color o algún elemento que señalara operaciones de hechicería, salvo un penetrante olor a hierbas que podía justificarse por una gran batea de flores y hojas secas que, como era evidente, usaba en su trabajo.
Descubrió un frasco con lágrimas de gomarresina y al llevárselo a la nariz, olió el incienso.
En un almirez de bronce, un polvillo pardusco estaba a medio machacar.
—¿Tendrá la botica de la Compañía simiente de enebro, padre? —preguntó Isaías sin volverse.
—Es posible. ¿Para qué la necesita?
—Estoy preparando incienso para los franciscanos y se me ha acabado el enebro.
—¿Cuál es su receta?
Isaías se secó los dedos, manchados de pintura dorada, y se puso de pie. Mirándolo con ojos que casi no parpadeaban, recitó:
—De incienso macho, siete partes, tres de benjuí, otras tres de estoraque y dos de simiente de enebro.
—Creo que Paracelso admitía en el preparado almizcle y otras drogas solares —lo tentó el médico. Metiendo la mano entre las flores secas, dejándolas caer como cascada, agregó—: Recomendaba esta mezcla también para invocaciones espíritas, con seres del Más Allá…
Isaías continuó en silencio, cruzado de brazos, las piernas abiertas como un guerrero que espera ser golpeado sin que ello le preocupe mucho. Lo miraba con la cabeza apenas baja, los ojos al nivel de las cejas. No parecía entender de qué hablaba.
—He venido por unas velas azules.
—No trabajo velas azules.
—¿No se las vendió usted al bachiller Maderos?
Esta vez la expresión se le endureció en el rostro; fue como observar a un animal peligroso que, habiendo conseguido que lo dejaran en paz, viese aparecer a alguien con la intención de hostigarlo.