El jardín de los venenos (55 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Pudo subir al dormitorio sin ayuda, aunque se dejó caer en la cama, la respiración acortada. De cualquier manera, era notable cómo iba tomando fuerzas. Se durmió tranquilo después que su esposa mandara que le quitaran las botas y lo cubrieran con una cobija.

Esa tarde recorrió los alrededores, sin ganas todavía de cabalgar. No se veía a Aquino por ningún lado y preguntó a Sebastiana por él.

—Ha tenido que viajar a Traslasierra para atender nuestros negocios.

—¿De qué índole son los negocios?

—Cuestiones de herencia —aclaró ella evasivamente.

Mientras él callaba, pensando en cuándo y cómo plantear lo que debía al obispo, ella se separó de él y le dijo que iría a orar en la tumba de su hijo.

—Te acompañaré —propuso, pero al verla crisparse, decidió esperarla en la galería que daba al aljibe.

Se acomodó al reparo de los arcos y aceptó el mate que le había llevado una de las indias. Era una muchacha bonita, delicada, con algo de sangre española. No lo miraba a la cara.

—¿Cómo te llamas?

—Carmela.

Pensó que si su esposa demoraba en mostrarse accesible, aquella niña podría muy bien calmar sus apetitos. «Pero no por el momento —recapacitó—; Sebastiana podría volverse caprichosa y todo se enredaría».

Pensó intentar, por la noche, algún acercamiento a su esposa pero, como otras veces, después de comer le dio un sopor incontrolable.

A la mañana siguiente se levantó algo mareado, salió al patio y se mojó la cara y la cabeza para despejarse. Decidió caminar alrededor del casco de la propiedad, entró luego en la capilla, fue al tajamar, se acercó a los corrales y dio unas vueltas por las cocinas mirando las hembras que trabajaban allí con ojos de zorro hambriento aunque baldado.

Todo lucía ordenado, como una maquinaria bien aceitada y eficiente; ya lo había notado la primera vez que pasó por Santa Olalla.

Repentinamente, ocupado en componer sus botas al sol, pensando en que debía encontrar quien suplantara a Aquino, despertó en su conciencia un recuerdo perdido por diez años: cuando estuvo a punto de morir de una mala lanzada en Chile, en un encuentro con los araucanos, el cirujano del virrey lo mantuvo, hasta que sanó, bajo los efectos de una adormidera que le dio sopor, vómitos, dolores de cabeza y mareos, pero sin hacerle sentir ningún dolor.

Las manos le temblaron, la lezna patinó y se cortó un dedo, que mordió con rabia. No podía ser. Una esposa debe fidelidad, no solamente en su cuerpo y en sus sentimientos al marido, sino también en sus acciones cotidianas, en el cuidado de la salud y de la enfermedad.

Pero esas miradas… Varias veces la había atrapado mirándolo a través de la sala, de una ventana, desde el quicio de una puerta. O cuando él imaginaba que leía, o cosía, o bordaba, o rezaba. En verdad, no le gustaba esa mirada. Le daba presentimientos y espeluznos de cuerpo. Y él, que había arremetido solo contra un grupo de matacos armados con lanzas, sentía miedo de aquella joven silenciosa, devota, delgada, de rasgos finos y manos delicadas.

El amor propio le impidió aceptar tan descuidadamente la sospecha, pero decidió tomar ciertos cuidados: no bebería ni comería nada después del atardecer, y sólo calmaría la sed con agua que él mismo sacara del aljibe.

Y esa noche, lo quisiera ella o no, consumarían el matrimonio.

En la mesa revolvió la comida quejándose de malestar en el estómago y suponiendo que la adormidera estaba en la infaltable tisana, pidió que se la llevaran al dormitorio. Cuando lo dejaron solo, la volcó en el orinal; después se acostó, cubriéndose hasta los ojos.

Muy tarde oyó llegar a Sebastiana en puntas de pie, detenerse en el vano de la puerta como los gatos —que no entran en una habitación sin estudiarla—, y finalmente acercarse a la cama. Más que verla, oyó cuando levantó la taza para comprobar que estaba vacía; al parecer tranquilizada, dio la vuelta al lecho, lo desarmó y acomodó las almohadas como si hubiera dormido en él. Con los ojos entreabiertos, la observó levantar la palmatoria que había dejado junto a la imagen de Santa Catalina y salir cerrando la puerta con extremo cuidado.

Él, que conservaba las botas y estaba casi vestido, se levantó y fue detrás de ella.

La palmatoria que Sebastiana llevaba en la mano se había apagado con la brisa, pero su vestido claro y su pelo suelto se movían ante él como si su cuerpo flotara, con una suavidad esfumada por la luna, a unos centímetros del suelo.

Recorrió la galería alta siguiéndola como la sombra al cuerpo, guiado por el brillo plateado que se helaba en su cabellera al salir de los pasajes oscuros, entre arco y arco, concentrado en el atisbo de luz que despedía su ropa en el instante en que abandonaba los círculos influidos por la luna.

El corazón de Soto, atravesado por la ira, sentía el apremio de capturarla, de mirar en sus ojos y comprender por qué le hacía aquello.

Después de ocultarse tras una columna, la siguió por las escaleras. ¿Adónde iba? A la capilla, pensó, y al dejar atrás el reparo de la casa se encontró deslumbrado ante la luz de un espacio abierto entre la antigua bodega derruida y la vivienda, a su espalda.

Pero Sebastiana no se detuvo allí. Retornó a los corredores de la planta baja y una antorcha de pared le dio fuego para encender nuevamente la palmatoria.

Con furia, Lope de Soto reconoció la gran puerta que daba al patio de Aquino, donde habían dormido una vez con Maderos, Iriarte y Guerrero. Enceguecido, pensó que el mayordomo no estaba ausente, como ella le había dicho, sino escondido en su cubil, quizá gozando de su esposa noche tras noche mientras él sufría su enfermizo sopor. ¡Maderos se lo había advertido al decirle que por el cuerpo de Betsabé mató a Urías el rey David!

Frente a él, como una escala de Lucifer, se veía la rudimentaria escalera de mampostería que iba a los techos. Esperó que Sebastiana cerrara la puerta tras de sí, la oyó correr los cerrojos desde el otro lado y entonces subió tomándose de la pared. Si le quedaban restos de la pócima en el hígado, fueron barridos por los humores a los que, colérico, acudía el cuerpo en los momentos de furia.

Cuando se halló en lo alto, se deslizó en cuatro patas mirando hacia abajo, al patio de Aquino. Tendido sobre las tejas, a medias sosteniéndose de la rama de un árbol enorme, observó que tras las ventanas mal cerradas se marcaba una raya de luz; pudo oír la voz de ella hablando quedamente con alguien en un tono sosegado.

En las paredes pálidas de los muros, la negrura de la noche no encontraba refugio y la claridad que despedían parecía ascender desde la tierra, como si nacieran de un huerto de otro mundo.

Nubes bajas, sin esperanzas de lluvia, quebradas como cántaros vacíos, cubrían el cielo moteando la tierra como a un gran jaguar. Sacudido por un escalofrío, Soto pensó que era noche propicia para ensalmos de sangre.

De pronto, sin poder soportar la espera, se tomó de la rama y se dejó caer sobre la tierra, en el rincón donde se levantaba el árbol.

Sin moverse, captó el silencio y la quietud dentro de las estrechas habitaciones de Aquino. Como una vida, la poca de luz que se escapaba por los resquicios mal ajustados se apagó: lo habían oído.

Un minuto después, la puerta se abrió y se cerró con rapidez.

Sebastiana se movió hasta pisar la claridad lunar, y sus ojos escudriñaron las sombras, aunque miró atrás, dudando en regresar a las habitaciones. El aire nocturno hacía mover su vestido suelto, vestido de casa, con un temblor de agua en la tela.

Levantó ella el rostro, los ojos muy abiertos mirando hacia los techos, a las sombras del árbol; sus labios parecían atraer una especie de efluvio que bajaba del cielo.

Soto se sintió enloquecido ante la visión. Todo fue en él un frenesí de deseo ante aquella mujer divinizada por la noche, por el silencio humano que se palpaba sobre el susurro secreto de los animales.

Dio un paso hacia ella olvidando sus celos, la presencia del otro, posiblemente a unos metros. Sebastiana lanzó un grito contenido cuando lo vio salir, abultado de sombras, caminando hacia ella.

Quiso retroceder hacia el refugio de las habitaciones, donde se oyó el barullo de alguien que tropezaba en la oscuridad con un rezongo colérico e impaciente.

Entonces Soto, recordando a su rival, recibió el puñetazo de la demencia sobre su frente. No podía ver más que una salida, un deseo, una sola necesidad: la de exterminarlos, la de tomar justicia contra la infiel, matar igualmente al otro, arrastrarlos con un caballo, atados boca con boca, como hacían los antiguos incas.

Con dos trancos largos se adelantó, recordando que no llevaba el cuchillo pero diciéndose: «Me bastan las manos para acabar con los dos».

Sebastiana había dado media vuelta y, en el corto trecho que la separaba a ella de la pieza y a él de ella, alcanzó a meterse en la habitación de Aquino, pero no pudo trabar la puerta. Lope de Soto tiró el peso del cuerpo sobre la madera, pero Sebastiana alcanzó a estaquearla. Enfurecido, golpeó con la cabeza sobre el tablero a modo de ariete y rugió insultando al mayordomo, llamándolo cobarde, anunciándole que no tenía la daga, que saliera armado si quería. La joven lloraba y gritaba desesperadamente: «¡Váyase, váyase!», en medio del estruendo de muebles arrastrados, al parecer tratando de impedir que el mayordomo saliera a enfrentarse con su marido.

De a ratos gritaba: «¡Por su bien se lo pido! ¡Le juro que me reuniré con usted en nuestro dormitorio, pero váyase ahora!».

—¿Por mi bien? —vociferó el maestre de campo—. ¿Por tus promesas? ¡Bien sé lo que valen!

Y de a ratos con los puños, con el hombro y a patadas, trató de voltear la madera que lo separaba de Aquino.

De un empujón consiguió abrir un resquicio más grande, y cuando se creía ya adentro, Sebastiana se escurrió bajo su brazo y corrió hacia la entrada de la galería.

Instintivamente la persiguió, pero no llegó lejos. Algo vino tras él, lo agarró por la nuca y lo sacudió con energía. No eran manos, no eran dedos: eran patas y colmillos.

El mastín lo tiró de boca al suelo, pisoteándole la espalda y la cintura con el peso de un hombre mientras sacudía sus fauces una y otra, y otra vez, con atavismo de cazador decidido a vencer el cuello hasta quebrarlo.

Sebastiana se detuvo en mitad del patio principal, llevándose los puños a la boca. Los sonidos habían sido ínfimos: el perro sólo podía soltar gruñidos apagados, el hombre, sorprendido y con la cara enterrada en el suelo, casi no gritó.

Rafaela, al oír los gemidos de la joven, se levantó y espió a través del vidrio de su pieza; vio a Sebastiana de bruces en el patio, tocando el suelo con la frente en una especie de ataque de locura. Sin siquiera vestirse, salió a ver qué sucedía.

—Lo agarró, creo que lo mató —dijo la joven tomándose fuertemente de sus brazos.

—Él te avisó que iba a matarlo.

—No; Brutus lo atacó cuando él entró a patadas en la pieza; pensó que yo estaba con Aquino. ¡Ah, Dios! ¿Qué vamos a hacer?

Rafaela contestó de inmediato:

—Si dices la verdad, te ordenarán sacrificar al perro.

—¡No voy a matarlo! Es un animal manso; si lo enfrentó, fue porque él me atacó. Esta noche quería matarme; no tomó la tisana, me siguió…

Como la joven temblaba inconteniblemente, Rafaela la abrazó, apretándola contra su pecho.

En aquel momento oyeron la gran puerta que daba a lo de Aquino cerrarse con estrépito y unos pasos fuertes, de hombre, acercándose a tientas por el corredor.

—No hables. —Rafaela le cubrió la boca con la mano mientras la sostenía de la cintura y la arrastraba, como un peso muerto, hasta su dormitorio.

Sebastiana, fuera de sí, movía la cabeza repitiendo ahogadamente.

—Está vivo… nos asesinará…

—Shh…

Lo vieron de pie en medio del patio. La luna, tras una nube, no les dio posibilidad de observar cuán herido estaba, y para cuando volvió a iluminar la tierra, su sombra ascendía hacia los corredores superiores, dirigiéndose a los dormitorios.

—Vámonos, vámonos… —forcejeaba Sebastiana.

—Calla, criatura, calla… ¡Ahí vuelve!

La figura miró hacia el patio, en derechura a ellas. Sebastiana perdió el conocimiento y resbaló hasta el suelo, quedando yerta a los pies de la nodriza.

Rafaela, sin poder contenerse, lanzó un grito que contaminó el silencio de la casa.

41. «De mi amada bebí…».

«A las veces, do cazar pensamos, cazados quedamos».

Roberto Levillier

Estampas virreinales americanas

Santa Olalla

Tiempo después de Pentecostés

Primavera de 1703

El juez comisionado llegó a caballo, rodeado de amanuenses, servidores y un piquete de gendarmes. Cuando entraba en Santa Olalla, pensó en qué singular destino rodeaba a la quinta, tan llena de historias trágicas, de muertes y misterios.

Lo hicieron pasar a una sala, donde esperaba la señora, pálida, sentada al borde de la silla, las manos entrelazadas con fuerza hasta volverles blancos los nudillos. Detrás de ella, de pie, estaba la india Dolores con un mantón rústico envolviéndole los hombros. Sebastiana tenía una mantilla negra que parecía sostenerse sólo de su pelo encrespado.

Después de saludarla, el juez se sentó sin saber cómo empezar el interrogatorio, pues lo afectaban sus ojos enrojecidos, sus labios temblorosos, la rigidez del cuerpo, dolorosamente envarado.

Con voz paternal, inclinándose atentamente hacia ella, murmuró:

—¿Podría decirme qué pasó, doña Sebastiana?

Ella hizo un esfuerzo para hablar, y recién al tercer intento consiguió que le saliera la voz.

—Él… mi esposo… oímos ruidos afuera… creímos que era un puma que se había metido en los corrales. Tomó su pistola y salió, por más que le dije que no lo hiciera… El mayordomo no estaba para ayudarlo y tampoco Rosendo… los peones duermen lejos. Tuve miedo de que pasara algo y no llegaran a auxiliarlo…

—¿Qué creyó usted que era?

La consternación pasó como un claroscuro por el rostro de la joven. Hizo un gesto con la mano, que semejó un ave herida.

—No sé… tuve miedo… pensé que podían ser cuatreros…

—No he sabido que anduvieran cuatreros por acá.

—No los ha habido, pero ¿cómo se puede estar seguros…? Mi marido dijo que no, que era un puma y que no iba a dejar que nos matara los terneros. Así que a pesar de que se lo rogué, encendió una tea y salió por los fogones…

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