Londres, década de 1880. La joven Constance Langton crece en un entorno familiar marcado por un padre distante y una madre en perpetuo luto por el hijo muerto. Tras acudir a una sesión de espiritismo con trágicas consecuencias, Constance se queda sola y lo único que recibe es una misteriosa herencia: la lúgubre mansión de Wraxford Hall, envuelta en una leyenda maldita.
John Harwood
El misterio de Wraxford Hall
ePUB v1.0
Crubiera04.04.13
Título original:
The Seance
John Harwood, 2008.
Traducción: José Calles Cales
Diseño portada: Espasa Calpe
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
Para conseguir que se manifieste un espíritu, cójanse unos veinte metros de delicada gasa de seda y, al menos dos metros, anchos y muy transparentes. Lávense cuidadosamente y escúrranse siete veces. Prepárese después una solución con un bote de pintura fosforescente Balmain, medio vaso de barniz Demar, un vaso de bencina inodora y cincuenta gotas de aceite de lavanda. Empápese a conciencia el tejido mientras permanezca líquido y, después, déjese secar durante tres días. Lávese después con un jabón de naftalina hasta que se haya ido el olor y el tejido quede perfectamente suave y flexible. En una habitación oscura, el tejido parecerá como un vapor suave y luminoso.
Revelaciones de una médium
(1891).
Enero de 1889
Si mi hermana Alma hubiera vivido, yo jamás habría comenzado a asistir a sesiones de espiritismo. Murió de escarlatina, poco después de su segundo cumpleaños, cuando yo tenía cinco años. Sólo recuerdo fragmentos de los días anteriores a su muerte: mamá bailando con Alma sobre sus rodillas, y cantando como jamás volvería a cantar, y yo leyéndole en voz alta la cartilla a mamá mientras ella balanceaba la cuna de Alma con el pie; y también me recuerdo caminando hasta el Foundling Hospital junto a Annie, nuestra niñera, mientras ella empujaba el cochecito de la niña y yo iba aferrada a él. Recuerdo haber llegado a casa después de uno de aquellos paseos y que me permitieron cuidar de Alma junto a la chimenea del salón, y sentir el calor de las llamas en mis mejillas mientras la sujetaba en mis brazos. Recuerdo también —aunque tal vez sólo me lo contaron— haber estado tumbada en mi camita y temblar, mirando por la ventana, que parecía muy pequeña y muy lejana, y oír el sonido de la lluvia al caer, amortiguado, como si lo oyera a través de una tela de algodón.
No sé cuánto duró mi enfermedad, pero en mi memoria parece como si me hubiera levantado y hubiera encontrado la casa envuelta en tinieblas, y como si mi madre se hubiera tornado irreconocible. Estuvo encerrada en su habitación durante muchos meses, a lo largo de los cuales sólo se me permitieron breves visitas. Las cortinas siempre estaban echadas; a menudo parecía que mamá ni siquiera era consciente de que yo estaba allí. Y cuando finalmente se incorporó y salió de su habitación —parecía una anciana, con el pelo lacio y escaso—, aún permanecía hundida en su insondable dolor. Algunas veces me hacía llamar, y después parecía que no supiera por qué me encontraba allí, como si hubiera acudido a su llamada la persona equivocada. Cualquier cosa que me atreviera a decirle se estrellaba contra aquella gélida indiferencia, y si me sentaba en silencio a su lado, comenzaba a sentir el peso de su amargura sobre mí hasta el punto de creer que me asfixiaba.
Me gustaría poder decir que mi padre también sufrió, pero si fue así, yo no vi ninguna señal que lo demostrara. Su conducta para con mamá fue siempre cortés y atenta, muy parecida a la del doctor Warburton, que solía visitarnos de tanto en tanto y se iba de casa meneando tristemente la cabeza. Papá nunca estuvo enfermo, ni enojado, ni abatido, y gritó el mismo número de veces que apareció en público sin tener perfectamente enceradas las puntas de su bigote. Algunas veces, por la mañana, después de que Annie me hubiera dado la leche con pan, subía las escaleras y observaba a papá y a mamá a través de la abertura de la puerta del salón.
—Espero que estés un poco mejor hoy, querida —solía decir papá.
Y mamá parecía despertar fatigadamente de su ensoñación y decía que sí, que suponía que sí, y entonces papá volvía a la lectura de su
The Times
hasta que se hacía la hora de ir al British Museum, donde constantemente trabajaba en su libro. La mayoría de los días cenaba fuera, y los domingos, cuando estaba cerrado el museo, trabajaba en su estudio. No iba a la iglesia porque estaba muy ocupado con su obra, y mamá tampoco iba porque nunca se encontraba lo suficientemente bien. Así que todos los domingos Annie y yo íbamos juntas y solas a St George.
Annie solía explicarme que mamá sufría tanto porque Dios se había llevado a Alma al Cielo, lo cual, en mi opinión, era extremadamente cruel por parte del Señor. Pero si Alma era feliz, y nunca más volvería a estar enferma, y podríamos estar juntas de nuevo algún día… ¿por qué mamá se encontraba tan terriblemente abatida? Porque adoraba a Alma, me contestaba Annie, y no había soportado separarse de ella; pero cuando pasara el luto, mamá recuperaría el ánimo. Mientras tanto, y una vez que mamá fue capaz de salir de casa, lo único que podíamos hacer era acompañarla al único lugar al que acudía siempre, el cementerio que había cerca del Foundling Hospital, y poner flores recién cortadas en la tumba de Alma. Yo me preguntaba por qué Dios había dejado el cuerpo de Alma allí y se había llevado sólo su espíritu, y me preguntaba también si Él podría arreglar el alma que se le había roto a mamá, pero Annie evitó responder a mis preguntas diciendo que ya lo comprendería todo cuando fuera mayor.
Annie tenía el pelo moreno, muy estirado hacia atrás, y ojos oscuros, y una manera de hablar muy dulce. Yo pensaba que era muy hermosa, aunque ella me aseguraba que no. Había nacido en un pueblo de Somerset, donde su padre era picapedrero, y tenía cuatro hermanos y tres hermanas; además, otros cinco hermanitos suyos habían muerto cuando eran aún muy pequeños. Cuando me lo contó, yo imaginé que su madre probablemente se habría sentido muchísimo más apenada que la mía. Pues no: según Annie, su madre no había tenido tiempo para lutos; había estado demasiado ocupada cuidando al resto de los chiquillos. Y no: ellos no habían tenido ninguna niñera; eran demasiado pobres. Sin embargo, las cosas habían mejorado mucho últimamente, porque tres de sus hermanos se habían alistado en el ejército y sus dos hermanas mayores habían entrado a servir de criadas, como ella, y todos (excepto uno de los hermanos, que andaba con malas compañías) podían enviar dinero a su madre.
Siempre que hacía buen tiempo, Annie y yo salíamos a dar un paseo por la tarde. Nuestra casa estaba en Holborn, y durante aquellos paseos a veces nos deteníamos en el Foundling Hospital
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para ver jugar a las niñas hospicianas, con sus baberos blancos y sus batas de estameña marrón. Aquel lugar parecía tan enorme como un palacio, con su avenida de farolas y más ventanas de las que yo podía contar, y había una estatua de un ángel en la entrada. Los hospicianos, eso me decía Annie (porque tenía una amiga, que era también criada y que había estado allí cuando niña), los hospicianos, en fin, eran niños a los que sus madres habían dejado allí cuando eran bebés, bien porque fueran demasiado pobres o porque estuvieran demasiado enfermas para poder ocuparse de ellos. Y efectivamente, para aquellas madres era muy triste tener que abandonarlos, pero al fin y al cabo los hospicianos iban a gozar de una vida mucho mejor en el Hospital. Todos los bebés se encomendaban a buenas familias del campo, hasta que cumplían los cinco o seis años, y después regresaban al Hospital para su escolarización. Comían carne tres veces a la semana, y los domingos, asado de ternera, y cuando ya eran lo suficientemente mayores, los chicos ingresaban en el ejército y las chicas se colocaban como doncellas al servicio de las damas.
A mí me interesaba saberlo todo acerca de aquellas madres que habían entregado a sus bebés al hospicio; después de todo, la madre de Annie había sido muy pobre, pero había conservado a todos sus hijos en casa. Annie parecía un poco renuente a contestarme, pero en alguna ocasión me dijo que la mayoría de los hospicianos estaban allí porque los padres se habían marchado y habían abandonado a las madres a su suerte.
—Así que… si papá se va… —preguntaba yo—, ¿me enviarán a un hospicio?
—Por supuesto que no, mi niña —contestaba Annie—. Tu papá no se va a ir a ninguna parte, y yo estaré aquí para cuidarte. Además, tú ya eres demasiado mayor para entrar en un hospicio.
Aquella tarde, un poco después, mientras nos encontrábamos bajo el ángel, observando a los niños hospicianos que jugaban en la parte correspondiente de su patio, Annie me contó la historia de su amiga Sara, cuya madre la había abandonado en el Hospital porque el padre se había marchado antes incluso de que ella naciera. Sara había conservado el apellido de su madre, Baker, pero no recordaba nada de ella; en cambio, había crecido adorando a la mujer que la cuidó, una tal señora Garrett, de Wiltshire, y había llorado todo lo que se puede llorar cuando tuvo que regresar al Foundling Hospital para ir a la escuela. El señor y la señora Garrett se habrían quedado con Sara encantados, porque todos sus hijos habían muerto, pero eran muy pobres y el Hospital no podía pagarles por cuidar a Sara una vez que la niña alcanzara la edad de ir a la escuela. Sí: a veces se permitía que las señoras del campo se quedaran con los niños a los que cuidaban, pero sólo si podían demostrarle al Foundling Hospital que contaban con suficiente dinero como para ocuparse de ellos adecuadamente; del mismo modo, las madres que habían tenido que dejar allí a sus hijos podían volver y recogerlos si la fortuna volvía a sonreírles.
Creo que yo tenía alrededor de seis o siete años cuando se me ocurrió por primera vez que yo también podría ser una hospiciana. Ello explicaría que viviéramos tan cerca del Foundling Hospital; habíamos vivido en el campo antes de que naciera Alma, aunque yo sólo tenía recuerdos difusos de aquel tiempo, y Annie no podía resolver mi duda, puesto que vino a vivir con nosotros después de que nos trasladáramos a Londres. Por supuesto, yo podría haber sido otro tipo de huérfana: Annie me había dicho que había otros hospicios (y me miró de un modo muy extraño cuando le pregunté si podíamos ir a verlos). Yo había oído hablar también de bebés que habían sido abandonados en las escaleras de las casas, en canastillas: podría haber sido uno de ésos. Tal vez mamá había tenido otros niños que habían muerto y entonces me habrían adoptado a mí, puesto que era huérfana, y habían decidido quedarse conmigo. Y entonces el Señor les había concedido después a Alma… aunque esta teoría conseguía que todo el asunto resultara doblemente inexplicable: si Dios era un Dios tan misericordioso —tal y como decía el señor Halstead en sus sermones dominicales—, ¿por qué se la había arrebatado tan pronto? ¿Es que había pretendido Dios probar la fe de mi madre, como hizo con Job? «Dios te lo da, y Dios te lo quita», había dicho el paciente Job. «Bendito sea el nombre del Señor»
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