Louise Leidner aseguraba que su vida corría peligro y todos pensaban que quería llamar la atención. Pero una tarde aparece asesinada. Hablando con unos y con otros, Hércules Poirot descubre que la "adorable" Louise era más odiada que amada. Todos en Tell Yarimjah son sospechosos. Para dar con el asesino, Poirot tendrá que afinar más que nunca su aguda inteligencia.
Agatha Christie
Asesinato en Mesopotamia
ePUB v1.0
Ormi07.11.11
Título original:
Murder In Mesopotamia
Traducción: Ángel Soler Crespo
Agatha Christie, 1936
Edición 1984 - Editorial Molino - 256 páginas
ISBN: 84-272-0140-0
Dedicado a mis muchos amigos arqueólogos en Irak y Siria
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:
BOSNER
(Frederick): Primer esposo de la señora Leidner.
BOSNER
(William): Joven hermano del anterior.
CAREY
(Richard): Joven arquitecto y miembro de una expedición arqueológica.
COLEMAN
(Bill): Joven arqueólogo y miembro también de dicha expedición.
EMMOTT
(David): Joven americano, auxiliar de la expedición.
JOHNSON
(Anne): Soltera, agregada a las citadas tareas arqueológicas.
KELSEY
(John): Comandante del ejército inglés.
KELSEY
(Mary): Esposa del comandante Kelsey.
LAVIGNY
(Padre): Fraile francés, de la orden de los Padres Blancos.
LEATHERAN
(Amy): Enfermera de la señora Leidner, narradora y protagonista de esta novela.
LEIDNER
(Eric): Arqueólogo, director de la expedición arqueológica a Mesopotamia.
LEIDNER
(Louise): Esposa de Eric Leidner.
MAITLAND
: Capitán de la policía iraquí.
MERCADO
(Joseph): Otro componente de la expedición citada.
MERCADO
(Marie): Esposa de Joseph Mercado.
POIROT
(Hércules): Famoso detective, alma de esta obra.
REITER
(Carl): Integrante de la expedición arqueológica, encargado de la fotografía.
REILLY
: Médico cirujano, residente en un lugar cercano a Bagdad.
REILLY
(Sheila): Hija del doctor Reilly.
Los hechos cuya crónica se incluye en esta narración ocurrieron hace unos cuatro años. Determinadas circunstancias han hecho necesario, en mi opinión, que se hiciera público un relato íntegro de los mismos. Han corrido por ahí rumores absurdos y ridículos diciendo que se habían suprimido pruebas importantes para el caso y otras sandeces de este orden. Tales falsas interpretaciones han aparecido, principalmente, en la prensa americana.
Por razones obvias no era aconsejable que dicho relato saliera de la pluma de uno de los que componían aquella expedición arqueológica, ya que era natural suponer que tuviera ciertos prejuicios sobre la cuestión. En consecuencia, sugerí a la señorita Amy Leatheran que se encargara de aquel trabajo, pues era la persona, a mi juicio, más indicada para ello. Su categoría profesional era inmejorable; no se sentía ligada por ningún contacto previo con la expedición al Irak que organizó la Universidad de Pittstow y, además, era una testigo observadora e inteligente.
No fue tarea fácil convencer a la señorita Leatheran.
He de confesar que persuadirla fue una de las dificultades más arduas con que he tropezado a lo largo de mi carrera. Y hasta cuando tuvo terminado el trabajo demostró una curiosa resistencia a dejarme leer el manuscrito. Descubrí luego que ello era debido, en parte, a ciertas observaciones críticas que había hecho relacionadas con mi hija Sheila. Me apresuré a desechar sus temores al asegurarle que ya que los hijos se atrevían en la actualidad a criticar abiertamente a sus padres, en letra de molde, los padres no podían por menos que estar encantados cuando veían a sus retoños compartir el vapuleo de la crítica ajena. Puso otra objeción, basada en una modestia extrema acerca de su estilo literario. Expresó el deseo de que yo “cuidara de pulirle un poco la sintaxis”.
Después no me atreví a enmendarle ni una sola expresión. El estilo de la señorita Leatheran es vigoroso, personal y enteramente adaptado a lo que relata. Si en algún caso llama a Poirot, “Poirot” a secas, y en el siguiente párrafo lo trata de “señor Poirot”, la variación resulta interesante y sugestiva. Hay momentos en que, por decirlo así, “recuerda sus maneras profesionales”, y ya se sabe que las enfermeras son defensoras acérrimas de la etiqueta. Mas, sin embargo, en otros ratos su interés por lo que está contando es el de un simple ser humano; se olvida entonces por completo de la cofia y de los puños almidonados.
La única libertad que me he tomado ha sido escribir el primer capítulo con la ayuda de una carta que me facilitó amablemente una amiga de la señorita Leatheran. Lo hice a manera de portada; como un bosquejo algo tosco de la personalidad de la narradora.
En el vestíbulo del Hotel Tigris Palace, de Bagdad, una enfermera estaba escribiendo una carta. Su pluma corría velozmente sobre el papel.
“... Bueno; creo que esto es, en resumen, todo lo que tengo que contarte. Confieso que no está mal viajar y ver un poco de mundo, aunque para mí no hay nada como Inglaterra. No puedes imaginarte la “suciedad” y la “confusión” que reina aquí en Bagdad. No tiene nada de romántico, como pudieras suponer al leer Las mil y una noches. Las orillas del río son bonitas, desde luego; pero la ciudad es horrorosa. No hay ni una tienda que pueda considerarse como tal. El mayor Kelsey me llevó a dar una vuelta por los bazares, y no niego que son curiosos. Pero en ellos no hay más que cachivaches y un estruendo terrible, producido por los repujadores de cobre, que ocasiona a cualquiera un dolor de cabeza insoportable. Ya sabes que no me gusta usar utensilios de cobre, a no ser que me asegure de que están completamente limpios. Hay que tener mucho cuidado con el cardenillo.
“Ya te escribiré y te diré si resulta algo definitivo del trabajo del que me habló el doctor Reilly. Me han dicho que ese caballero americano se encuentra ahora en Bagdad y tal vez venga a verme esta tarde. Se trata de su mujer. El doctor Reilly dice que “tiene fantasías”. No añadió más, pero ya sabes lo que, por regla general, significa eso. Espero que no sea algo grave. Como te iba contando, el doctor Reilly no añadió nada más, pero me miró de una forma... bueno, ya sabes a qué me refiero.
“El doctor Leidner es arqueólogo y está haciendo unas excavaciones en el desierto por encargo de un museo americano.
“Bueno, querida, termino aquí. Creo que lo que me has contado acerca de la pequeña Stubbins es “corrosivo”. ¿Qué dice la directora?
“Nada más por ahora.
“Tuya siempre,
Amy Leatheran
Metió la carta en un sobre y lo dirigió a la Hermana Curshaw, Hospital de San Cristóbal, Londres. Estaba cerrando la estilográfica cuando se le acercó un botones.
—Un caballero, el doctor Leidner, desea verla.
La enfermera Leatheran se volvió y vio ante ella a un hombre de mediana estatura, cargado ligeramente de hombros; tenía barba de color castaño y ojos de expresión dulce y cansada.
El doctor Leidner, por su parte, contempló a una mujer de unos treinta y cinco años, de aspecto erguido y confiado. Su cara reflejaba un carácter agradable; sus ojos eran dulces y saltones, y poseía una lustrosa cabellera de color castaño. Tenía el aspecto, según pensó él, que justamente ha de presentar una enfermera que deba encargarse de un caso nervioso: alegre, robusta, perspicaz y práctica.
La enfermera Leatheran serviría para el caso.
No pretendo ser escritora ni conocer los secretos de la literatura. Hago esto simplemente porque el doctor Reilly me lo rogó, y es cosa sabida que cuando el doctor Reilly te pide que hagas alguna cosa, no hay manera de rehusar.
—Pero, doctor —le dije—; no soy escritora ni entiendo nada de eso.
—Tonterías —replicó él—. Hágase la cuenta de que está redactando las notas de un caso clínico.
No cabe duda de que tenía razón.
El doctor Reilly prosiguió diciéndome que era necesario que se publicara un relato llano y simple del asunto ocurrido en Tell Yarimjah.
—Si lo tuviera que escribir alguno de los que intervinieron en él no convencería a nadie. Dirían que tenía prejuicios por unos o por otros.
Y aquello, por cierto, también era verdad. Aunque yo estuve allí, podía considerarme como una extraña a la cuestión planteada.
—¿Y por qué no lo escribe usted mismo, doctor? —pregunté.
—No estaba presente cuando sucedió y usted sí. Además —añadió dando un suspiro—, mi hija no me dejaría.
La forma en que se dejaba dominar por aquella chiquilla era algo verdaderamente vergonzoso. Estaba a punto de decírselo así, cuando vi una expresión maliciosa en sus ojos. Eso es lo malo del doctor Reilly. Nunca se sabe si está bromeando o qué. Siempre dice las cosas con el mismo tono lento y melancólico; pero la mitad de las veces se nota en sus palabras cierta ironía.
—Bueno —dije sin mucha confianza—. Supongo que podré llevarlo a cabo.
—Claro que podrá.
—Lo que no sé es cómo empezar.
—Para eso existen buenos precedentes. Empiece por el principio y siga adelante hasta el final.
—Ni siquiera sé con seguridad dónde y cómo empezó —repliqué.
—Créame, enfermera, la dificultad de empezar no va a ser nada comparada con la de saber cuándo terminar. Al menos eso es lo que me sucede cuando tengo que pronunciar una conferencia. Alguien tiene que tirarme del faldón del frac para hacerme descender a la fuerza de la tribuna.
—¿Está usted bromeando, doctor?
—No puedo hablarle más en serio. Y bien, ¿qué me dice?
Otra cosa me preocupaba. Después de vacilar unos momentos, dije:
—Vea usted, doctor. Temo que algunas veces... mis comentarios sean demasiado “personales”.
—¡Pero, por Dios, mujer! ¡Cuanto más “personales” sean, mucho mejor! Es una historia sobre seres humanos, no sobre maniquíes. Personalice, muestre sus preferencias, sea chismosa, ¡lo que usted guste! Escríbalo a su manera. Siempre estaremos a tiempo de eliminar los pasajes difamatorios antes de publicarlo. Adelante. Es usted una mujer sensata y estoy seguro de que nos proporcionará un relato fiel del asunto.
Así quedó la cosa, y le prometí que me esmeraría en hacerlo.
Supongo que deberé decir algo acerca de mí. Tengo treinta y dos años, y me llamo Amy Leatheran. Realicé mi aprendizaje en el hospital de San Cristóbal y luego hice dos años de prácticas como comadrona. Trabajé también particularmente y estuve cuatro años en la Casa de Maternidad de la señorita Bendix, en Devonshire Place. Fui a Irak acompañando a una señora llamada Kelsey. Cuidé de ella cuando nació su hija. Debía trasladarme a Bagdad con su marido y ya tenía contratada a una niñera que servía desde hacía dos años a unos amigos que residían en aquella ciudad. Los hijos de dichos amigos regresaban a Inglaterra para estudiar y la niñera había convenido con la señora Kelsey que entraría a su servicio cuando los chicos se marcharan. La señora Kelsey estaba algo delicada y le preocupaba hacer el viaje con una niña de tan corta edad. Así es que su marido arregló el asunto para que yo la acompañara y cuidara de ella y de la niña. Me pagarían el viaje de vuelta, caso de que no encontrara a nadie que necesitara los servicios de una enfermera para hacer el viaje de retorno a Inglaterra.