Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (9 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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De pronto lanzó una exclamación.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Me mostró una carta, al tiempo que hacía un gesto.

—Nuestra "encantadora" Louise... está como un cencerro. Ha dirigido una carta a alguien que vive en la calle Cuarenta y dos, de París, Francia. No creo que esa calle exista en París, sino en Nueva York, ¿no le parece? ¿Tendría inconveniente en llevársela y preguntarle si está bien puesta la dirección? Acaba de irse ahora mismo hacia su dormitorio.

Cogí la carta y corrí en busca de la señora Leidner, quien rectificó la dirección del sobre. Era la primera vez que veía la escritura de la señora Leidner, y entonces me pregunté dónde había visto yo antes aquel tipo de letra, pues era indudable que me resultaba familiar.

Hasta bien entrada la madrugada no supe contestar aquella pregunta. Y entonces se me ocurrió de repente. Salvo que era más grande y un tanto más inclinada, se parecía extraordinariamente a la escritura de las cartas anónimas.

Nuevas ideas pasaron por mi imaginación.

¿Acaso era la propia señora Leidner quien había escrito aquellas cartas?

¿Y quizá lo sospechaba el doctor Leidner?

Capítulo X
-
El sábado por la tarde

La señora Leidner me contó su historia el viernes por la tarde.

El sábado por la mañana, sin embargo, se notaba en el ambiente una ligera sensación de reserva. La señora Leidner, en particular, parecía dispuesta a ser un tanto brusca conmigo y de una forma ostensible evitaba toda posibilidad de conversación. Aquello no me sorprendía. Me había ocurrido más de una vez. Hay señoras que revelan ciertas cosas a sus enfermeras en un momento de repentina confidencia y luego no se sienten satisfechas de haberlo hecho. Son cosas de la naturaleza humana.

Tuve mucho cuidado de no insinuar ni recordar nada de lo que ella me había contado. Deliberadamente hice que la conversación versara sobre tópicos comunes. El señor Coleman, conduciendo él mismo la "rubia", se fue a Hassanieh por la mañana, llevándose las cartas en una mochila. También tenía que hacer uno o dos encargos por cuenta de los demás compañeros de expedición. Era el día en que cobraban los trabajadores y el señor Coleman debía ir al banco para retirar en moneda fraccionaria el importe de los jornales. Todo aquello le llevaría mucho tiempo y no esperaba estar de vuelta hasta la tarde. Sospeché que almorzaría con Sheila Reilly.

La tarde de los días en que se pagaban los jornales, el trabajo en las excavaciones no era muy intenso, pues los peones empezaban a cobrar a partir de las tres y media.

El muchacho árabe, llamado Abdullah, cuya ocupación consistía en lavar cacharros, estaba, como de costumbre, instalado en mitad del patio y salmodiaba interminablemente su monótona y nasal cantinela. El doctor Leidner y el señor Emmott habían anunciado su propósito de trabajar con los objetos de cerámica hasta que volviera Coleman, y el señor Carey se dirigió a las excavaciones.

La señora Leidner entró en su dormitorio para descansar. La acomodé como siempre y luego me fui a mi habitación. Me llevé un libro, pues no tenía mucho sueño aquella tarde. Era entonces la una menos cuarto. Así pasaron apaciblemente dos horas más. Estaba leyendo una novela titulada Crimen en la Casa de Maternidad. Era, en realidad, una historia muy interesante, aunque pensé que el autor no tenía ni la más mínima idea de cómo funcionaba una casa de aquéllas. Al menos, yo no había visto ninguna como la que describía en el libro. Sentí la tentación de escribir al autor y señalarle unos cuantos puntos en que estaba equivocado.

Cuando por fin terminé la novela (resulta que el criminal era la criada pelirroja, de la que nunca sospeché), miré mi reloj y quedé sorprendida al ver que eran las tres menos veinte. Me levanté, puse en orden mi uniforme y salí al patio. Abdullah seguía lavando cacharros y cantando su depresiva canción. A su lado, el señor Emmott clasificaba las piezas y dejaba en unas cajas las que necesitaban ser reconstruidas. Fui hacia ellos, y, al mismo tiempo, vi que el doctor Leidner bajaba por la escalera de la azotea.

—No se ha dado mal la tarde —dijo alegremente—. Estuve haciendo un poco de limpieza arriba. A Louise le agradará. Se quejó últimamente de que no había sitio ni para pasar. Voy a decírselo.

Fue hacia la puerta del cuarto de su mujer, dio unos golpecitos y entró.

Al cabo de minuto y medio, según mis cálculos, volvió a salir. Yo estaba precisamente mirando la puerta cuando apareció en el umbral. Parecía que acabara de ver un fantasma. Cuando entró en la habitación era un hombre vivo y alegre. Ahora parecía estar borracho; se tambaleaba y su cara reflejaba una extraña expresión de aturdimiento.

—Enfermera... —llamó con voz ronca—. Enfermera...

En el acto comprendí que algo malo había pasado y corrí hacia él. Tenía un aspecto espantoso, con la cara palidísima y crispada. Vi que estaba a punto de desmayarse.

—Mi mujer... —dijo—. Mi mujer... ¡Oh, Dios mío...!

Lo aparté un poco y entré en la habitación. Allí me quedé sin respiración.

La señora Leidner yacía junto a la cama.

Me incliné sobre ella. Estaba muerta; debía de haber muerto hacía una hora, por lo menos. La causa de la muerte estaba perfectamente clara. Un terrible golpe en la frente, justamente sobre la sien derecha. Debió levantarse de la cama y la derribaron donde ahora yacía.

La toqué lo estrictamente necesario.

Di una ojeada a la habitación, por si veía algo que pudiera constituir una pista, pero nada parecía estar fuera de su sitio o en desorden. No había ningún sitio en que el asesino pudiera estar oculto. Era evidente que el culpable se había marchado algún tiempo antes.

Salí y cerré la puerta.

El doctor Leidner se había desmayado. David Emmott estaba junto a él y se volvió a mirarme con cara pálida y expresión interrogante.

En pocas palabras le puse al corriente de la situación. Como siempre sospeché, era una persona en quien podía confiarse cuando las cosas no iban bien. Tenía una calma perfecta y sabía dominarse. Sus ojos azules se abrieron de par en par, pero aparte de ello no hizo otro aspaviento.

Recapacitó durante un momento y luego dijo:

—Supongo que debemos avisar a la policía lo más pronto posible. Bill regresará de un momento a otro. ¿Qué hacemos con Leidner?

—Ayúdeme a llevarlo a su habitación.

Asintió.

—Será mejor cerrar con llave esa puerta —observó.

Dio la vuelta a la llave y me la entregó después.

—Creo que es mejor que se quede usted con ella, enfermera. Vamos.

Entre ambos recogimos al doctor Leidner y lo llevamos hasta su propia habitación, acostándole en la cama.

El señor Emmott salió a buscar coñac. Volvió acompañado por la señorita Johnson.

La cara de esta última tenía un aspecto conmovido e inquieto, pero conservaba la calma y su competencia, por lo que quedé satisfecha de dejar al doctor Leidner en sus manos.

Salí corriendo al patio. La "rubia" entraba en aquel momento por el portalón. Creo que nos dio a todos un sobresalto el ver la cara sonrosada y alegre de Bill, quien al saltar del coche, lanzó su familiar:

—¡Hola, hola, hola! ¡Aquí traigo la tela! No me han atracado por el camino.

El señor Emmott le dijo secamente:

—La señora Leidner ha muerto... la han matado.

—¿Qué? —la cara de Bill cambió en forma cómica; se quedó petrificado, con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¡Ha muerto mamá Leidner! ¿Me estás tomando el pelo?

—¿Muerta? —exclamó una voz detrás de mí.

Di la vuelta y vi a la señora Mercado.

—¿Dicen ustedes que han matado a la señora Leidner?

—¡Sí —contesté—, asesinada!

—¡No! —replicó sin aliento—. Oh, no. No lo creo. Tal vez se suicidó.

—Los suicidas no se golpean en la frente —dije con aspereza—. Se trata de un asesinato, señora Mercado.

Tomó asiento de pronto sobre una caja de embalaje.

—¡Oh! Pero eso es horrible... horrible...

Claro que era horrible. No necesitábamos que ella lo dijera. Me pregunté si acaso no se sentía un poco arrepentida por el rencor que alimentó hacia la muerta y por todo lo que había dicho de ella.

Al cabo de unos momentos preguntó:

—¿Qué debemos hacer?

El señor Emmott se hizo cargo de la situación con sus modales sosegados.

—Bill, será mejor que vuelvas a Hassanieh lo más rápidamente que puedas. No estoy muy enterado de lo que debe hacerse en estos casos. Busca al capitán Maitland que, según creo, tiene a su cargo los servicios de policía. O localiza primero al doctor Reilly; él sabrá qué hay que hacer.

El señor Coleman asintió. Toda su alegría parecía habérsele evaporado. Ahora parecía muy joven y asustado. Subió a la "rubia" sin pronunciar una palabra y se fue.

El señor Emmott comentó con acento indeciso:

—Supongo que debemos hacer unas cuantas indagaciones —con voz potente llamó—: ¡Ibrahim!

—Na 'am.

Llegó corriendo uno de los criados indígenas. El señor Emmott le habló en árabe.

Entre los dos sostuvieron un animado coloquio. El criado pareció negar vehementemente alguna cosa.

Al final, el señor Emmott dijo con tono perplejo:

—Asegura que por aquí no ha venido ni un alma esta tarde. Ningún desconocido. Supongo que, quien fuese, entró sin que nadie se diera cuenta de ello.

—Claro que sí —opinó la señora Mercado—. Aprovechó una ocasión en que nadie pudo verlo.

—Sí —dijo el señor Emmott.

La ligera indecisión de su tono me obligó a mirarle con atención.

Dio la vuelta y le hizo una pregunta al muchacho que lavaba los cacharros. El chico contestó sin titubear.

Las cejas del señor Emmott se fruncieron aún más de lo que estaban.

—No lo entiendo —dijo—. No lo entiendo en absoluto.

Capítulo XI
-
Un asunto extraño

Me estoy limitando a contar solamente la parte en que personalmente intervine en el caso. Pasaré por alto lo ocurrido en las dos horas siguientes a la llegada del capitán Maitland, de la policía y del doctor Reilly. Reinó gran desasosiego entre los componentes de la expedición; se hicieron los interrogatorios de rigor y, en fin, se llevó a cabo toda la rutina que supongo se emplea en estos casos.

Opino que empezamos a dedicarnos verdaderamente al asunto cuando el doctor Reilly, hacia las cinco de la tarde, me dijo que le acompañara a la oficina. Cerró la puerta y tomó asiento en el sillón del doctor Leidner.

Con un gesto me indicó que me sentara frente a él y dijo con rapidez:

—Vamos a ver, enfermera, si llegamos al fondo de esta cuestión. Hay algo raro en todo esto.

Sacó del bolsillo un cuaderno de notas.

—Hago esto para mi propio convencimiento —observó—; y ahora, dígame: ¿qué hora era cuando el doctor Leidner encontró el cuerpo de su mujer?

—Creo que eran exactamente las tres menos cuarto.

—¿Cómo lo sabe?

—Pues porque miré mi reloj cuando me levanté. Eran entonces las tres menos veinte.

—Déjeme dar un vistazo a su reloj.

Me lo quité de la muñeca y se lo entregué.

—Lleva usted la hora exacta. Excelente. Bien; ya tenemos un punto preciso. ¿Ha formado usted una opinión respecto a la hora en que ocurrió la muerte?

—Francamente, doctor, no me agrada asegurar una cosa tan delicada.

—No adopte ese aire profesional. Quiero ver si su parecer coincide con el mío.

—Pues bien; yo creo que hacía una hora que estaba ya muerta.

—Eso es. Yo examiné el cadáver a las cuatro y media, y me inclino a fijar la hora de la muerte entre la una y cuarto y la una cuarenta y cinco. En términos generales podemos poner la una y media. Eso es bastante aproximado. Me dijo que a esa hora estaba usted descansando. ¿Oyó algo?

—¿A la una y media? No, doctor. No oí nada; ni a esa hora ni a ninguna hora. Estuve en la cama desde la una menos cuarto hasta las tres menos veinte. No oí nada excepto el monótono canto del muchacho árabe y los gritos que, de vez en cuando, dirigía el señor Emmott al doctor Leidner, que estaba en la azotea —observé.

—El muchacho árabe... sí.

Se abrió la puerta en aquel momento y entraron el doctor Leidner y el capitán Maitland. Este último era un hombrecillo vivaracho, en cuya cara relucían unos astutos ojos grises. El doctor Reilly se levantó y cedió el sillón a su propietario.

—Siéntese, por favor. Me alegro de que haya venido. Le podemos necesitar. Hay algo verdaderamente raro en este asunto.

El doctor Leidner inclinó la cabeza.

—Ya lo sé —me miró—. Mi mujer se lo contó todo a la enfermera Leatheran. No debemos reservarnos nada en una ocasión como ésta, enfermera —me dijo—. Por lo tanto, haga el favor de contar al capitán Maitland y al doctor Reilly todo lo que pasó entre usted y mi mujer ayer por la tarde.

Relaté nuestra conversación lo más aproximadamente posible.

El capitán Maitland lanzaba unas breves exclamaciones de sorpresa. Cuando terminó, se dirigió al doctor

—¿Es verdad todo esto, Leidner?

—Todo lo que ha dicho la enfermera Leatheran es cierto.

Calló y con los dedos tamborileó sobre la mesa.

—Es un asunto extraño —comentó—. ¿Puede usted contarme algo sobre él, Leidner?

—¡Qué historia tan extraordinaria! —exclamó el doctor Reilly—. ¿Podría enseñarnos estas cartas?

—No me cabe la menor duda de que las encontraremos entre las cosas de mi mujer.

—Las sacó de una cartera que estaba sobre la mesa. Probablemente estarán todavía allí.

Frunció el ceño.

Se volvió hacia el capitán Maitland, y su cara, generalmente apacible, tomó una expresión rígida y áspera.

—No es cuestión de mantener el secreto, capitán Maitland. Lo necesario es coger a ese hombre y hacerle pagar su delito.

—¿Cree usted que se trata, en realidad, del primer esposo de la señora Leidner? —pregunté.

—¿Acaso no opina usted así, enfermera? —intervino el capitán.

—Estimo que es un punto discutible —repliqué, no sin antes titubear un instante.

—De cualquier forma —siguió el doctor Leidner— ese hombre es un asesino y hasta diría que un lunático peligroso. Deben encontrarlo, capitán Maitland. No creo que sea difícil.

El doctor Reilly dijo lentamente:

—Tal vez sea más difícil de lo que usted cree... ¿verdad, Maitland?

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