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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (8 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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No nos enteramos de mucho más. El portalón estaba cerrado. Los soldados de la guardia juraron que nadie pudo haber entrado desde el exterior; pero como habrían estado durmiendo, no era aquello una prueba decisiva. No se observaron señales de que un intruso hubiera penetrado en la casa, y nada faltaba en el almacén.

Era posible que lo que alarmara a la señora Leidner fuera el ruido que hizo el padre Lavigny al mover las cajas de los estantes para comprobar que todo estaba en orden.

Por otra parte, el propio padre Lavigny estaba seguro de que había oído pasos ante su puerta y que vio el reflejo de una luz, posiblemente de una antorcha, en el almacén...

Nadie más había visto ni oído nada.

El incidente reviste cierto valor para esta narración porque fue la causa de que, al día siguiente, la señora Leidner se confiara a mí.

Capítulo IX
-
La historia de la señora Leidner

Habíamos acabado de almorzar y la señora Leidner se fue a su habitación para descansar como de costumbre. La acomodé en su cama, proveyéndola de almohadas y de un libro. Salía ya del dormitorio cuando me llamó.

—No se vaya, enfermera. Tengo algo que decirle.

Volví a entrar en el cuarto.

—Cierre la puerta.

Obedecí.

Saltó de la cama y empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación. Me di cuenta de que trataba de prepararse para decirme algo, y no quise interrumpirla. Se veía que la embargaba una gran indecisión. Por fin pareció determinarse. Se volvió hacia mí y me dijo de pronto:

—Siéntese.

Tomé asiento sosegadamente al lado de la mesa. Ella empezó a hablar muy nerviosa.

—Se habrá usted preguntado qué ocurre aquí.

Asentí con la cabeza.

—He decidido contárselo a usted... todo. Debo confiárselo a alguien, o me volveré loca.

—Bueno —dije—. Creo que será preferible. No es fácil saber qué es lo mejor que se puede hacer cuando se está a oscuras sobre un asunto.

—¿Sabe usted de qué estoy asustada?

—¿De algún hombre? —opiné.

—Sí. Pero no le pregunto de quién... sino de qué.

Esperé.

—Temo que me maten.

Bien, ya había salido a relucir. Estaba dispuesta a no demostrar ansiedad. Ella era ya bastante propensa a tener un ataque de nervios, para que yo la preocupara aún más.

—¡Vaya, por Dios! —exclamé—. ¿Entonces, era eso?

La señora Leidner empezó a reír. Fue una risa continuada y nerviosa. Las lágrimas corrían mientras por sus mejillas.

—¡De qué forma lo ha dicho! —pudo exclamar por fin—. ¡De qué forma lo ha dicho!

—Vamos, vamos —traté de calmarla—. Esto no le sienta bien.

Hablé bruscamente. Le hice sentar en una silla, fui hacia el lavabo y cogí una esponja mojada para humedecerle las sienes y las muñecas.

—Basta de tonterías —añadí—: Cuéntemelo todo con calma y sea razonable.

Aquello pareció contenerla. Se irguió y habló con su voz normal.

—Es usted un tesoro, enfermera —dijo—. Me hace sentir como si fuera una niña de seis años. Voy a contárselo.

—Eso está mejor —comenté—. Tómese todo el tiempo que necesite y no se apresure.

Empezó a hablar despacio y con sosiego.

—Me casé cuando tenía veinte años, con un joven que trabajaba en un departamento ministerial de mi país. Fue en el año mil novecientos dieciocho.

—Ya lo sé —interrumpí—. Me lo contó la señora Mercado. Murió en la guerra.

—Eso es lo que cree ella. Eso es lo que creen todos. Pero la verdad es completamente diferente. Yo era una muchacha llena de ardor patriótico y de idealismo. Al cabo de unos meses de casada descubrí, a causa de un accidente fortuito, que mi marido era un espía alemán. Me enteré de que la información facilitada por él había sido el motivo del hundimiento de un transporte de tropas americanas y de la pérdida de centenares de vidas. No sé qué es lo que hubieran hecho otros en mi caso, pero le diré qué fue lo que hice yo. Fui a ver a mi padre, que estaba en el Ministerio de la Guerra, y le conté lo que pasaba. Frederick murió en la guerra, pero en realidad murió en América, fusilado como espía.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Qué horrible!

—Sí —continuó ella—. Fue algo terrible. Era tan amable, tan... afectuoso... Y pensar que... Pero no dudé ni un momento. Tal vez me equivoqué.

—No se puede asegurar una cosa así —observé—. Estoy segura de que en su caso yo no hubiera sabido qué hacer.

—Lo que le he dicho, nunca trascendió más allá de los medios gubernamentales. Para todos, mi marido había muerto en el frente de batalla. Como viuda de guerra recibí muchos testimonios de simpatía.

Su voz tenía un tono amargo y yo hice un gesto comprensivo con la cabeza.

—Después tuve muchos pretendientes que querían casarse conmigo, pero siempre rehusé. Había sufrido un duro golpe. Creí que no podría jamás confiar en nadie.

—Sí, comprendo perfectamente sus sentimientos.

—Pero luego empecé a tomarle afecto a cierto joven. Mi ánimo vacilaba. Y entonces ocurrió una cosa sorprendente. Recibí una carta de Frederick en la que me decía que si volvía a casarme, me mataría.

—¿De Frederick? ¿De su difunto marido?

—Sí. Como es natural, al principio creí que estaba loca o soñaba. Pero, por fin, tomé una decisión y fui a ver a mi padre. Me contó la verdad. Mi marido no había sido fusilado. Escapó, pero aquello no le sirvió de nada. Unas semanas después de su fuga, descarriló el tren en que viajaba, y su cuerpo se encontró entre los de las víctimas del accidente. Mi padre no quiso contarme lo de su fuga, y puesto que de todas formas había muerto, no había creído oportuno decirme nada hasta entonces.

Hubo una breve pausa.

—Pero la carta que recibí abría todo un campo de nuevas posibilidades —prosiguió la señora Leidner—. ¿Era cierto, acaso, que mi marido vivía todavía? Mi padre trató la cuestión con el máximo cuidado. Me dijo que, dentro de lo que cabía, se tenía la certeza de que el cuerpo que se enterró era realmente el de Frederick. El cadáver estaba un poco desfigurado, por lo que no podía hablar con absoluta seguridad, pero me reiteró la confianza de que Frederick estaba muerto y que su carta no era más que una burla cruel y maliciosa.

»Lo mismo ocurrió en otras ocasiones. Cuando parecía que mis relaciones con cualquier hombre tomaban cierto carácter íntimo, recibía otra carta amenazadora.

—¿Era la letra de su marido? —pregunté.

—No podría decirlo —replicó ella lentamente—. Yo no tenía cartas anteriores de él. Sólo podía fiarme de la memoria.

—¿No hacía ninguna alusión, ni empleaba palabras que pudieran darle a usted la necesaria seguridad?

—No. Entre nosotros usábamos ciertas expresiones; apodos, por ejemplo. Mi seguridad hubiera sido completa si hubiera empleado o citado algunas de esas expresiones en las cartas.

—Sí, es extraño —comenté pensativamente—. Parecía como si se tratara de otra persona. ¿Pero quién más podría ser?

—Existe una posibilidad de que fuera otro. Frederick tenía un hermano menor; un muchacho que, cuando nos casamos, tenía diez o doce años. Adoraba a Frederick y éste le quería mucho. No sé qué fue de William, que así se llamaba, después de todo aquello. Tal vez, como sentía un fanático afecto por su hermano, haya crecido considerándome como la principal responsable de su muerte. Siempre me tuvo celos y pudo imaginar lo de las cartas como una manera de castigarme.

—Quizá sea así —dije—. Es curiosa la manera que emplean los niños cuando recuerdan las cosas y experimentan una conmoción espiritual.

—Ya lo sé. Ese muchacho puede haber dedicado su vida a la venganza.

—Continúe, por favor.

—No me queda mucho por decir. Conocí a Eric hace tres años. No quería volver a casarme, pero Eric me hizo cambiar de opinión. Hasta el día de nuestra boda estuve esperando una de las cartas amenazadoras. Pero no llegó ninguna. Supuse que, o bien el que escribía había muerto o se había cansado de su cruel diversión. Pero a los dos días de casada, recibí ésta.

Atrajo hacia sí una pequeña cartera que había sobre la mesa; la abrió y sacó de ella una carta que me entregó. La tinta tenía un tono desvaído. La letra era más bien de estilo femenino, de trazos inclinados.

"Has desobedecido y ahora no te escaparás. ¡Sólo debes ser la esposa de Frederick Bosner! Tienes que morir."

—Me asusté, pero no tanto como en ocasiones anteriores. La compañía de Eric me daba una sensación de seguridad. Luego un mes más tarde, recibí una segunda carta.

"No lo he olvidado. Estoy madurando mis planes. Tienes que morir. ¿Por qué has desobedecido?"

—¿Su esposo está enterado de esto? —pregunté.

La señora Leidner contestó lentamente.

—Sabe que me han amenazado. Le enseñé las dos cartas cuando recibí la segunda de ellas. Opinó que se trataba de una burla. O que se trataba de alguien que quería hacerme objeto de explotación con el pretexto de que mi primer marido estaba vivo.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Unos pocos días después de recibir la segunda carta estuvimos a punto de morir asfixiados. Alguien entró en nuestro apartamento, cuando estábamos durmiendo, y abrió la llave del gas. Por fortuna, me desperté y me di cuenta a tiempo. Aquello me hizo perder la entereza. Le conté a Eric que durante años me había visto perseguida y le aseguré que aquel loco, quienquiera que fuese, estaba realmente dispuesto a matarme. Creo que, por vez primera, tuve la certeza de que era Frederick. Hubo siempre, detrás de su afectuosidad, un fondo despiadado. Creo que Eric se alarmó todavía más que yo. Quería denunciar el caso a la policía, pero, era natural, yo me opuse. Al final convinimos en que vendría aquí con él y que sería aconsejable que no volviera a América en el próximo verano, sino que me quedara en Londres o París. Llevamos a cabo nuestro plan y todo salió bien. Estaba segura de que ya saldría bien todo. Habíamos puesto medio mundo entre nosotros y mi enemigo.

»Pero luego, hace poco más de tres semanas, recibí una carta con sello iraquí.

Me entregó una tercera carta.

"Creías que podrías escapar, pero te has equivocado. No puedes seguir viviendo después de haberme sido infiel. Siempre te lo advertí. La muerte no está muy lejos."

—Y hace una semana... ¡ésta! La encontré aquí mismo, sobre la mesa. Ni siquiera vino por correo.

Cogí la hoja de papel que me daba. Sólo habían escrito en ella dos palabras:

"He llegado."

La señora Leidner me miró fijamente.

—¿Lo ve usted? ¿Lo entiende? Me va a matar. Puede ser Frederick o el pequeño William; pero me va a matar.

Su voz se levantó temblorosa. Le cogí una muñeca.

—Vamos... vamos —dije con tono admonitorio—. No se excite. Aquí estamos todos para protegerla. ¿Tiene algún frasco de sales?

Con la cabeza me indicó el lavabo. Le di una buena dosis.

—Así está mejor. Pero, enfermera, ¿se da usted cuenta de por qué me encuentro en este estado? Cuando vi a aquel hombre mirando por la ventana, pensé: "Ya llegó..." Hasta desconfié cuando llegó usted. Pensé que tal vez podía ser usted un hombre disfrazado.

—¡Qué idea!

—Ya sé que parece absurdo. Pero podía estar usted de acuerdo con él. No haber sido una verdadera enfermera.

—¡Pero eso son tonterías!

—Sí, tal vez. Mas yo estaba fuera de mí.

Sobrecogida por una repentina idea, dije:

—Supongo que reconocería a su primer marido si lo viera.

Respondió despacio:

—No lo sé. Hace ya más de quince años. Quizá no reconozca su cara.

Luego se estremeció.

—Lo vi una noche... pero era una cara de difunto. Oí unos golpecitos en la ventana y luego vi una cara; una cara de ultratumba que gesticulaba más allá del cristal. Empecé a gritar. Y cuando llegaron todos, dijeron que allí no había nada.

Recordé lo que me contó la señora Mercado.

—¿No cree usted que entonces estaba soñando? —pregunté indecisa.

—¡Estoy segura de que no!

Yo no lo estaba tanto. Era una pesadilla que podía darse en aquellas circunstancias y que fácilmente se confundiría con un hecho real. Pero no tengo por costumbre el contradecir a mis pacientes. Tranquilicé lo mejor que pude a la señora Leidner y le hice observar que si un extraño llegara a los alrededores de la casa, sería muy difícil que pasara sin ser visto.

La dejé un poco más animada, según pensé, y fui a buscar al doctor Leidner, a quien conté la conversación que habíamos tenido.

—Me alegro de que se lo haya contado —dijo simplemente—. Me tenía terriblemente sobresaltado. Estoy seguro de que los golpecitos en la ventana y la cara contra el cristal son meras imaginaciones suyas. Estaba indeciso sobre lo que debía hacer. ¿Qué opina usted del asunto?

No llegué a comprender completamente el tono que tenía su voz, pero respondí con bastante presteza:

—Es posible que esas cartas sean una burla inhumana y ruin.

—Sí, tal vez sea eso. Pero, ¿qué haremos? Esto acabará por volverla loca. No sé qué pensar.

—Ni yo tampoco. Se me ocurrió que quizás una mujer tuviera algo que ver con aquello. Las cartas contenían cierto acento femenino.

En el fondo de mi mente estaba pensando en la señora Mercado. ¿Era posible que, por una casualidad, se hubiera enterado de lo que pasó con el primer marido de la señora Leidner? Podía estar dando satisfacción a su rencor por el procedimiento de aterrorizar a otra mujer.

No me gustaba sugerir una cosa así al doctor Leidner. Es difícil prever de antemano las reacciones humanas.

—Bueno —añadí jovialmente—. Esperemos que todo irá bien. Me parece que la señora Leidner se siente ya más feliz, ahora que ha hablado de ello. Es una cosa que siempre resulta conveniente. Lo que se consigue guardando reserva es enfermar de los nervios.

—Me alegro mucho de que se lo haya contado —repitió él—. Es una buena señal. Demuestra que le gusta usted y que le tiene confianza. Estaba ansioso por saber qué era lo que mejor podía hacer.

Estuve a punto de preguntarle si había pensado en hacer una discreta indicación a la policía local, pero más tarde me alegré de no haber hecho la pregunta. Les diré por qué. El señor Coleman tenía que ir a Hassanieh al día siguiente para traer el dinero con que se pagaba a los trabajadores. Se llevaba también todas nuestras cartas para que salieran en el correo aéreo. Las cartas, una vez escritas, se depositaban en una caja de madera, colocada en el alféizar de la ventana del comedor. Aquella noche, como preparativo para el día siguiente, el señor Coleman sacó todas las cartas de la caja y empezó a clasificarlas en paquetes que sujetaba con cintas elásticas.

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