Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (3 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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Dormí muy mal. Nunca duermo bien cuando viajo en tren y aquella noche soñé mucho. No obstante, a la mañana siguiente, cuando miré por la ventanilla vi que había amanecido un día espléndido. Me sentí interesada y curiosa acerca de la gente que iba a conocer.

Cuando bajé al andén me detuve indecisa, mirando a mi alrededor. Entonces vi a un joven que se dirigía hacia mí. Tenía una cara redonda y sonrosada. He de confesar que en mi vida había visto a alguien que se pareciera más a uno de los jóvenes personajes que crea el señor P. G. Wodehouse en sus libros.

—¡Hola, hola, hola! —dijo—. ¿Es usted la enfermera Leatheran? Bueno, quiero decir que debe ser usted... ya me doy cuenta. ¡Ja, ja, ja! Me llamo Coleman. El doctor Leidner me envió a esperarla. ¿Qué tal se siente? ¡Vaya viajecito! ¿Eh? ¡Si conoceré yo estos trenes! Bien, ya está aquí... ¿ha desayunado? ¿Es éste su equipaje? Muy modesto, ¿no le parece? La señora Leidner tiene cuatro maletas y un baúl, sin contar una sombrerera, un almohadón de piel y otras muchas cosas. ¿Estoy hablando demasiado? Venga.

A la salida de la estación nos esperaba lo que, según me enteré después, se llamaba “rubia”. Sus características participaban un poco de las de una furgoneta, un camión y un coche de turismo. El señor Coleman me ayudó a subir, explicándome que iría mejor en el asiento delantero, junto al conductor, donde acusaría menos el traqueteo.

¡Traqueteo! ¡Quedé maravillada de que aquel armatoste no se deshiciera en mil pedazos! Allí no había nada que se pareciera a una carretera; sólo una especie de vereda llena de surcos y baches. ¡Vaya con el “glorioso este”! Cuando me acordé de las espléndidas pistas de Inglaterra, sentí que me invadía la nostalgia.

El señor Coleman se inclinó hacia mí desde el asiento que ocupaba, detrás del mío, y me gritó junto a la oreja:

—¡El camino está en muy buenas condiciones! —aulló justamente después de que habíamos sido lanzados de nuestros asientos, hasta tocar el techo con la cabeza.

Y parecía estar hablando en serio.

—Esto es muy bueno... estimula el hígado —dijo—. Usted debe saberlo, enfermera.

—Un hígado estimulado va a servirme de poco si me abre la cabeza —observé acerbamente.

—¡Tenía que haber venido aquí después de una buena lluvia! Los patinazos son soberbios. La mayor parte del tiempo, el coche va de través.

A esto no respondí.

Al cabo de un rato tuvimos que cruzar un río, lo que hicimos en el trasbordador más estrambótico que darse pueda. El que lográramos pasar me pareció un milagro, pero los demás, por lo visto, consideraron aquello como la cosa más natural del mundo.

Nos costó casi cuatro horas llegar a Hassanieh. Con gran sorpresa por mi parte, vi que era una ciudad de amplias proporciones. Desde el otro lado del río, antes de llegar a ella, presentaba un bonito aspecto; blanco y como arrancada de las páginas de un libro de cuentos, con sus altos minaretes destacándose contra el cielo. No obstante, cuando se cruzaba el puente y se entraba en ella, la cosa variaba, el olor era desagradable; todo estaba desvencijado, ruinoso y el lodo y la porquería reinaban por doquier.

El señor Coleman me llevó a casa del doctor Reilly, donde, según me dijo, me esperaban para comer.

El doctor Reilly estuvo tan amable como de costumbre. Su casa tenía un aspecto atractivo; disponía de un cuarto de aseo y todo estaba limpio y reluciente. Tomé un baño delicioso y cuando me puse de nuevo el uniforme y bajé a comer, me sentí mucho mejor.

El almuerzo estaba servido. Entramos en el comedor, mientras el médico excusaba la ausencia de su hija, que según dijo, siempre llegaba tarde. Acabábamos de tomar un plato muy bueno de huevos en salsa, cuando entró la joven y el doctor Reilly me la presentó:

—Enfermera, ésta es mi hija Sheila.

Me estrechó la mano y me dijo que esperaba hubiera tenido un feliz viaje. Luego se quitó el sombrero, hizo una fría inclinación de cabeza al señor Coleman y tomó asiento.

—Bueno, Bill, ¿cómo van las cosas? —preguntó.

El joven empezó a hablarle acerca de una reunión que debía celebrarse en el club, y yo, entretanto, me dediqué a estudiarla.

No puedo decir que me gustara mucho. Su forma de pensar, tan fría, no me complacía. Una muchacha impulsiva y de buena presencia. Tenía el cabello negro y los ojos azules; una cara pálida y la consabida boca pintada. Su sarcástica forma de hablar casi llegó a molestarme. En cierta ocasión tuve a mi cargo una gran aprendiza como ella; una chica que trabajaba bien, lo admito, pero cuyas maneras tenían la virtud de encolerizarme.

Me pareció que el señor Coleman estaba algo chalado por ella. Tartamudeaba al hablar y su conversación se volvió un poco más necia que de costumbre, si es que ello era posible. Me dio la impresión de ser un perrazo atontado, que movía la cola y trataba de hacerse el gracioso.

Después del almuerzo el doctor Reilly se fue al hospital. El señor Coleman tenía que hacer algunas cosas en la ciudad y la señorita Reilly me preguntó si me gustaría dar una vuelta o prefería quedarme en casa. El señor Coleman, me dijo, volvería a buscarme dentro de una hora.

—¿Hay algo que ver por aquí? —inquirí.

—Algunos rincones pintorescos —contestó la señorita Reilly—. Pero no sé si le gustarán. Están llenos de suciedad.

Por fin me llevó al club, que no estaba del todo mal. Daba vista al río y allí encontré varios periódicos y revistas.

Cuando regresamos a casa no había llegado todavía el señor Coleman. Nos sentamos y charlamos un rato. No fue cosa agradable.

La joven me preguntó si conocía yo a la señora Leidner.

—No. Sólo conozco a su marido —contesté.

—¡Oh! Me agradaría saber qué opinará de ella.

No repliqué a este comentario. Y ella prosiguió:

—Me gusta mucho el doctor Leidner. Todos le quieren.

Eso es lo mismo que decir, pensé para mi capote, que no te gusta su mujer.

Seguí sin replicar y al poco rato me preguntó súbitamente:

—¿Qué le pasa a la señora Leidner? ¿Se lo ha dicho su marido?

No estaba dispuesta a cotillear sobre una paciente antes de haberla conocido; así es que contesté evasivamente:

—Tengo entendido que está un poco deprimida y necesita de alguien que la cuide.

La joven rió. Fue una risa desagradable y dura.

—¡Por Dios! —dijo—. ¿Es que no tiene bastante con nueve personas para cuidarla?

—Supongo que todos tendrán algo que hacer —repliqué.

—¿Algo que hacer? Claro que lo tienen. Cuidar a Louise antes que nada... y ya se encarga ella de que sea así si se lo ha propuesto.

«No te gusta lo más mínimo», dije para mí.

—De todas formas —siguió la muchacha— no comprendo para qué necesita una enfermera profesional. Yo hubiera creído que una aficionada cuadraría mejor con sus métodos; pero no alguien que le meta un termómetro en la boca, le tome el pulso y reduzca todas las fantasías a hechos concretos.

He de reconocer que en aquel momento sentí curiosidad.

—¿Cree usted que en realidad no le pasa nada? —pregunté.

—¡Claro que no le pasa nada! Esa mujer es más fuerte que un toro: “La pobrecita Louise no ha dormido”. “Tiene ojeras”. ¡Naturalmente... se las ha pintado con un lápiz! Cualquier cosa que llame la atención, que atraiga a todos a su alrededor para que la mimen.

Algo había de verdad en todo aquello, desde luego. Yo había visto casos, y como yo cualquier enfermera, de hipocondríacos cuya delicia era tener en constante movimiento a toda la familia. Y si un médico o una enfermera les dice: “A usted no le pasa nada”, en primer lugar no le creen, y luego demuestran una indignación tan genuina como la verdadera.

Era muy posible que la señora Leidner fuera uno de estos casos. El marido, como es natural, sería el primer engañado. Los maridos, según he comprobado, son unos crédulos cuando se trata de enfermedades. Pero de todas formas aquello no cuadraba con lo que yo había visto antes. No coincidía, por ejemplo, con la palabra “segura”.

Era curiosa la impresión que aquella palabra me había producido.

Reflexionando sobre ello, pregunté:

—¿Es nerviosa la señora Leidner? ¿Le ataca los nervios, por ejemplo, el vivir alejada de todo?

—¿Y de qué tiene que ponerse nerviosa allí? ¡Cielo santo, si son diez! Y además tienen guardias, por las antigüedades que van acumulando. No, no está nerviosa... al menos...

Pareció que le asaltaba una idea y se detuvo. Al cabo de un momento prosiguió lentamente.

—Es extraño que diga usted eso.

—¿Por qué?

—El teniente de aviación Jarvis y yo fuimos hasta allí el otro día. Era por la mañana y muchos de ellos estaban en las excavaciones. La señora Leidner estaba escribiendo una carta y no nos oyó llegar. El criado que de costumbre nos acompañaba hasta el interior de la casa no se veía por allí, y mi acompañante y yo nos dirigimos hacia el porche. Al parecer, ella vio la sombra del teniente Jarvis reflejada en la pared y lanzó un grito. Después se excusó. Pensó que se trataba de un desconocido. Fue algo raro, pues aunque hubiera sido un desconocido, ¿qué necesidad había de asustarse?

Yo asentí pensativamente.

La señorita Reilly calló y luego habló de pronto.

—Yo no sé qué es lo que les pasa este año. Están todos fuera de sí. La señorita Johnson anda por ahí tan malhumorada que ni siquiera abre la boca para hablar. David tampoco habla si puede evitarlo. Bill, desde luego, no para ni un momento, pero su incesante parloteo parece agravar la situación de los otros. Carey tiene el aspecto del que espera algo que estalle de repente. Y todos se vigilan unos a otros como si... como si... ¡Oh!, no lo sé, pero es extraño.

Es curioso, pensé, que dos personas tan diferentes como la señorita Reilly y el mayor Pennyman hayan coincidido en la misma idea.

En aquel momento entró con gran apresuramiento el señor Coleman.

Apresuramiento es poco, que digamos. Si hubiera llevado la lengua colgando y de pronto le hubiera salido una cola y la hubiera movido, no me hubiera sorprendido.

—¡Hola, hola! —dijo—. El mejor comprador del mundo... ése soy yo. ¿Le has mostrado a la enfermera todas las bellezas de la ciudad?

—No se impresionó lo más mínimo —contestó con sequedad la señorita Reilly.

—No se le puede censurar por ello —opinó el señor Coleman, con entusiasmo—. ¡No he visto sitio más triste y ruinoso!

—No te gustan mucho las cosas pintorescas ni antiguas, ¿verdad, Bill? No comprendo cómo has llegado a ser arqueólogo.

—No me eches a mí la culpa. Échasela a mi tutor. Es un erudito profesor; un ratón de biblioteca con zapatillas. Le resulta algo pesado el tener un pupilo como yo.

—Creo que has sido un estúpido al permitir que te metieran a la fuerza en una profesión que no te gusta.

—A la fuerza no, Sheila. A la fuerza, no. El viejo me preguntó si tenía preferencia por alguna profesión. Yo le dije que no, y entonces él me agregó a esta expedición.

—¿Y no tienes idea de qué es lo que te gustaría hacer? ¡Debes tener alguna!

—Claro que la tengo. Mi ideal sería no hacer nada. Lo que me gustaría es tener mucho dinero y dedicarme a las carreras de caballos y de automóviles.

—¡Eres absurdo! —exclamó la señorita Reilly. Parecía estar enfadada.

—Ya sé que en eso no hay ni que pensar —añadió el señor Coleman con tono alegre—. Por lo tanto, si tengo que hacer algo, no me importa lo que sea con tal de no estar todo el día encerrado en un despacho. Resulta agradable ver un poco de mundo. Así es que aquí me vine.

—¡Y habrá que ver lo muy útil que serás a la expedición!

—En eso te equivocas. Puedo estarme en las excavaciones y gritar Y'Allah como podría hacerlo otro. Y tampoco soy tan malo dibujando. Imitar la escritura de los demás era una de mis especialidades en el colegio. Hubiera sido un falsificador de primer orden. Todavía puedo dedicarme a ello. Si algún día mi Rolls-Royce te salpica de barro mientras esperas el autobús, sabrás que me he dedicado a la delincuencia.

—¿No crees que sería hora de que te fueras, en lugar de hablar tanto? —preguntó fríamente la señorita Reilly.

—Somos muy hospitalarios, ¿verdad, señorita enfermera?

—Estoy segura de que la enfermera Leatheran tendrá ganas de llegar ya a su destino.

—Tú siempre estás segura de todo —replicó el señor Coleman haciendo una mueca.

En realidad, era bastante cierto.

—Tal vez sería preferible que nos fuéramos, señor Coleman.

—Tiene usted razón, enfermera.

Le estreché la mano a la señorita Reilly, al tiempo que le daba las gracias por todo y nos marchamos.

—Sheila es una chica muy atractiva —comentó el señor Coleman—. Aunque nunca le permite a uno confianzas.

Salimos de la ciudad y emprendimos el camino por una especie de vereda bordeada de verdes campos llenos de mies. Como era costumbre en aquel país, no faltaban los baches.

Después de media hora de viaje, el señor Coleman me indicó un montículo bastante elevado, situado a la orilla del río, frente a nosotros.

—Tell Yarimjah —anunció.

Distinguí unos puntitos negros que se movían como si fueran hormigas.

Mientras los contemplaba vi cómo empezaron a correr todos juntos, descendiendo por una de las laderas del montículo.

—Es la hora de dejar el trabajo —comentó el señor Coleman—. Se da por terminada la tarea diaria una hora antes de ponerse el sol.

La casa que ocupaba la expedición estaba un poco alejada del río.

El conductor dio vuelta a una esquina, hizo pasar el coche por un portalón y luego paró en mitad de un patio.

El edificio estaba construido a su alrededor. En principio consistía solamente en la parte que formaba el lado sur del patio, además de unas edificaciones sin importancia hacia el este. La expedición construyó luego los otros dos lados. Como el plano de la casa reviste especial interés, incluyo un croquis del mismo.

Todas las habitaciones daban al patio interior, así como la mayor parte de las ventanas. La excepción la constituía el primitivo edificio de la parte sur, cuyas ventanas daban al campo. Estas ventanas, sin embargo, estaban protegidas por rejas.

Del rincón sudoeste del patio arrancaba una escalera que conducía a la azotea, situada sobre todo el cuerpo del edificio sur, el cual era un poco más alto que las otras tres alas.

El señor Coleman me condujo, dando la vuelta, hasta un gran porche que ocupaba el centro de la parte sur.

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