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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (2 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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No creo que sea necesario describir a los Kelsey. La pequeña era una preciosidad de criatura y la señora tenía un carácter muy agradable, aunque era de las que se inquietan por todo. Disfruté mucho durante el viaje. Nunca había hecho una travesía tan larga por mar.

El doctor Reilly venía en el mismo barco. Era un hombre de cabellos negros y cara estirada, que decía las cosas más divertidas con una voz baja y lúgubre. Creo que le gustaba tomarme el pelo y tenía la costumbre de contarme cosas absurdas para ver si me las tragaba. Tenía un destino de cirujano en un lugar llamado Hassanieh a un día y medio de viaje desde Bagdad.

Hacía cerca de una semana que me encontraba en dicha ciudad, cuando lo encontré y me preguntó si dejaba ya a los Kelsey. Le repliqué que era curioso que me dijera aquello, pues se daba el caso de que los hijos de los Wright, los amigos de los Kelsey a que antes me referí, volvían a Inglaterra antes de la fecha prevista y su niñera quedaba libre.

Me confesó entonces que se había enterado de la marcha de los Wright, y que por eso me lo había preguntado.

—En resumen, enfermera, posiblemente le pueda ofrecer un empleo.

—¿Algún caso?

Torció el gesto como si considerara la pregunta.

—No puedo calificarlo así. Sólo se trata de una señora que tiene... digamos... “fantasías”.

—¡Oh! —exclamé.

Por lo general, una sabe perfectamente qué significa tal cosa... bebida o drogas.

El doctor Reilly no fue más allá en sus explicaciones.

—Sí —dijo—. Se trata de la señora Leidner. Es la esposa de un americano, o mejor dicho, de un sueco-americano que dirige unas grandes excavaciones por cuenta de una universidad de su país.

Y me explicó que la expedición estaba excavando en el lugar que había ocupado una gran ciudad asiria; algo así como Nínive. La casa en que vivían los que componían la expedición no estaba en realidad muy lejos de Hassanieh, pero se hallaba en un descampado y al doctor Leidner hacía tiempo que le preocupaba la salud de su esposa.

—No es muy explícito acerca de ello, pero parece que la señora tiene repetidos accesos de terror nervioso.

—¿Se queda sola con los indígenas durante todo el día? —pregunté.

—No. Los de la expedición son muchos. Siete u ocho. No creo que se quede nunca sola en la casa. Pero, por lo visto, no hay duda de que ella se está agotando y de que ha llegado a un extraño estado de ánimo. Leidner lleva sobre sí toda responsabilidad del trabajo y, además, como está muy enamorado de su mujer, le preocupa el estado en que ella se encuentra. Opina que estaría mucho más tranquilo si supiera que una persona responsable y con experiencia está a su cuidado.

—¿Y qué dice la propia señora Leidner?

El doctor Reilly contestó con acento grave.

—La señora Leidner es una persona encantadora. Raramente persiste en una opinión durante más de dos días consecutivos. Pero, en términos generales, no le desagrada la idea de su marido. Es una mujer extraña. Es afectada en extremo y, según creo, una mentirosa empedernida; pero Leidner parece estar convencido de que alguna cosa la ha asustado terriblemente.

—¿Qué le contó ella, doctor?

—No fue ella quien vino a verme. No le agrado... por varias razones. Fue Leidner quien me propuso el plan. Bien, enfermera, ¿qué le parece la idea? Ver algo del país antes de volver al suyo. Continuarán las excavaciones durante otros dos meses. Y es un trabajo interesante.

Después de unos instantes de vacilación, durante los cuales le di vueltas al asunto, contesté:

—Bueno. Creo que puedo probar.

—Espléndido —dijo el doctor Reilly, levantándose—. Leidner está ahora en Bagdad. Le diré que venga y vea de arreglar el asunto con usted.

El doctor Leidner vino al hotel aquella misma tarde. Era un hombre de mediana edad, de ademanes nerviosos y vacilantes. Se apreciaba en él un fondo benévolo, amable y un tanto desvalido. Por lo que dijo, parecía estar muy enamorado de su esposa; pero fue muy poco concreto acerca de lo que le pasaba.

—Verá usted —dijo, manoseándose la barba en una forma que, según pude ver más tarde, era característica en él—. Mi esposa se encuentra presa de una gran excitación nerviosa. Estoy... muy preocupado por ella.

—¿Disfruta de buena salud física? —pregunté.

—Sí, sí. Eso creo. Yo diría que su estado físico no tiene nada que ver con la cuestión. Pero... bueno... se imagina cosas.

—¿Qué clase de cosas?

Pero él eludió este punto, murmurando perplejo:

—Se agota por cosas sin importancia. En realidad, no encuentro fundamento alguno por sus temores.

—¿Temores de qué, doctor Leidner?

—Pues... tan sólo terror nervioso —respondió.

Apuesto diez contra uno a que se trata de drogas, pensé. Y él no se ha dado cuenta todavía. A muchos hombres se les pasa por alto una cosa así; y sólo se limitan a preguntarse las causas de que sus esposas estén tan excitadas y tengan tan extraordinarios cambios de humor.

Le pregunté si la señora Leidner aprobaba la idea de mis servicios.

Su cara se iluminó.

—Sí. Me sorprendió mucho y al propio tiempo me alegré. Dijo que era una buena idea y que se sentiría mucho más segura.

La palabra me chocó. “Segura”. Una palabra extraña para usarla en aquella ocasión. Empecé a figurarme que el caso de la señora Leidner era asunto apropiado para un alienista.

El hombre prosiguió, con una especie de anhelo juvenil.

—Estoy seguro de que usted se llevará muy bien con ella. Es una mujer verdaderamente encantadora —sonrió—. Cree que usted le animará muchísimo y lo mismo he pensado yo al verla. Tiene usted el aspecto, si me permite decirlo así, de tener una salud espléndida y un gran sentido común. Estoy seguro de que es la persona apropiada para Louise.

—Bien; podemos probar, doctor Leidner —repliqué yo alegremente—. Espero poder ser útil a su señora. ¿Tal vez los árabes y la gente de color la ponen nerviosa?

—No, nada de eso —sacudió la cabeza, como si la idea le divirtiera—. A mi mujer le gustan mucho los árabes; sabe apreciar su sencillez y su sentido del humor. Ésta es la segunda vez que viene conmigo, pues hace menos de dos años que nos casamos, y habla ya bastante bien el árabe.

Guardé silencio durante unos momentos y luego hice un nuevo intento.

—¿Y no puede usted decirme qué es lo que asusta a su esposa, doctor Leidner? —pregunté.

El hombre vaciló y después respondió lentamente:

—Espero... creo... que se lo dirá ella misma.

Y eso fue todo lo que pude conseguir de él.

Capítulo III
-
Habladurías

Se convino en que yo iría a Tell Yarimjah a la semana siguiente.

La señora Kelsey estaba acomodándose en su nueva casa de Alwiyah, y me alegré de poder ayudarla en algo. Durante aquellos días tuve ocasión de oír una o dos alusiones a la expedición de Leidner. Un amigo de la señora Kelsey, un joven militar, frunció los labios sorprendido y exclamó:

—¡La “adorable” Louise! ¡Así que ésa es la última de las suyas! —se volvió hacia mí—. Es el apodo que le hemos puesto, enfermera. Siempre se la ha conocido como la “adorable” Louise.

—¿Tan guapa es, entonces? —pregunté.

—Eso es valorarla según su propia estimación. ¡Ella cree que lo es!

—No seas vengativo, John —intervino la señora Kelsey—. Ya sabes que no es ella sola la que piensa así. Mucha gente ha sucumbido a sus encantos.

—Tal vez tengas razón. Sus dientes son un poco largos, pero es atrayente a su manera.

—A ti también te hace ir de cabeza —comentó la señora Kelsey, riendo.

El militar se sonrojó y admitió, algo avergonzado:

—Bueno, hay algo en ella que atrae. Leidner venera hasta el suelo que ella pisa... y el resto de la expedición tiene que venerarlo también. Es una cosa que se espera de ellos.

—¿Cuántos son en total? —pregunté.

—Muchos y de todas clases y nacionalidades, enfermera —replicó el joven alegremente—. Un arquitecto inglés, un cura francés, de Cartago, que es el que trabaja con las inscripciones, las tablillas y cosas parecidas, ya sabe. Luego está la señorita Johnson. También es inglesa y una especie de remendona de todos los cachivaches que desentierran. Un hombrecillo regordete que hace las fotografías... es americano. Y los Mercado. Sólo Dios sabe de qué nacionalidad son... “dagos”
[1]
de alguna especie. Ella es muy joven y de aspecto solapado. ¡Y de qué forma odia a la “adorable” Louise! Después tenemos a un par de jóvenes que completan el grupo. Forman una colección bastante rara, pero agradable en su conjunto... ¿no le parece, Pennyman?

Se dirigió a un hombre de bastante edad, que estaba sentado, mientras hacía dar vueltas con aire distraído a unas gafas de pinza.

El interpelado pareció sobresaltarse y levantó la mirada.

—Sí... sí... muy agradables. Es decir, considerándolos individualmente. Desde luego, Mercado parece un pájaro bastante raro...

—¡Qué barba tan extraña! —comentó la señora Kelsey—. Es una de esas barbas fláccidas, tan raras... tan singulares...

El mayor Pennyman prosiguió, sin darse cuenta, al parecer, de la interrupción:

—Los dos jóvenes son agradables. El americano es más bien reservado y el inglés habla en demasía. Es curioso, pues por lo general suele ser al contrario. El propio Leidner es un hombre modesto y nada engreído. Sí, individualmente son gente agradable. Pero de cualquier forma, y tal vez sean imaginaciones mías, la última vez que fui a verlos me dio la impresión de que algo no iba bien entre ellos. No sé qué fue exactamente... pero nadie parecía ser el mismo. Se notaba cierta tensión en la atmósfera. Lo explicaré mejor diciendo que se pasaban la mantequilla de unos a otros con demasiada cortesía.

Sonrojándome ligeramente, pues no me gusta sacar a relucir mis propias opiniones, dije:

—Cuando la gente se ve obligada a convivir por fuerza durante mucho tiempo, siempre se resienten los nervios de todos. Lo sé por mi experiencia en el hospital.

—Es verdad —dijo el mayor Kelsey—. Pero la temporada acaba justamente de empezar y todavía no ha habido tiempo para que se produzca una cosa así.

—El ambiente de una expedición se parece, aunque en pequeño, al que reina entre nosotros aquí —opinó el mayor Pennyman—. Se forman bandos y salen a relucir rivalidades y envidias.

—Parece como si este año hubiera llegado gente nueva —dijo el mayor Kelsey.

—Veamos —el joven militar empezó a contar con los dedos—. Coleman y Reiter son nuevos. Emmott vino el año pasado y los Mercado también. El padre Lavigny, asimismo, es la primera vez que viene. Sustituye al doctor Byrd, que este año está enfermo. Carey, desde luego, es de los veteranos. Ha venido desde que empezó la excavación, hace cinco años. La señorita Johnson es casi tan veterana como Carey.

—Siempre pensé que se llevaban todos muy bien en Tell Yarimjah —observó el mayor Kelsey—. Parecía una familia bien avenida, lo cual es realmente sorprendente si se tiene en cuenta la flaqueza de la naturaleza humana. Estoy seguro de que la enfermera Leatheran coincide conmigo.

—Pues... es posible que tenga razón. En el hospital he presenciado peleas cuyo motivo no ha podido ser cosa más nimia que una disputa sobre una tetera.

—Eso es. Uno tiende a ser mezquino en cualquier comunidad donde haya un contacto muy directo entre sus componentes —observó el mayor Pennyman—. Pero de todas formas, creo que debe de haber algo más en este caso. Leidner es un hombre apacible y modesto, con un destacado sentido diplomático. Siempre se preocupó de que los de la expedición estuvieran contentos y se llevaran bien unos con otros. Y, sin embargo, el otro día noté aquella sensación de tirantez.

La señora Kelsey rió.

—¿Y no se da usted cuenta de la explicación? Pero si salta a la vista...

—¿Qué quiere decir?

—¡La señora Leidner, desde luego!

—Vamos, Mary —dijo su marido—. Es una mujer encantadora, de las que no se pelean con nadie.

—Yo no digo que se pelee. Ella es la causa de las peleas.

—¿De qué forma? ¿Por qué tiene que serlo?

—¿Por qué? Pues porque está aburrida. Ella no es arqueólogo, sino la mujer de uno de ellos. Como le está vedada toda emoción, se preocupa ella misma de tramar su propio drama. Se divierte haciendo que los demás se enfrenten entre ellos.

—Mary, tú no sabes absolutamente nada. Te lo estás imaginando.

—¡Claro que me lo imagino! Pero verás cómo tengo razón. La “adorable” Louise no se parece en nada a Mona Lisa. Tal vez no quiera causar perjuicios, pero prueba a ver qué pasará.

—Le es fiel a Leidner.

—No digo lo contrario. Ni estoy sugiriendo que existan intrigas vulgares. Pero esa mujer es una “allumeuse”.

—Hay que ver con qué dulzura se califican las mujeres entre sí —comentó el mayor Kelsey.

—Ya sé. Nos arañamos como si fuéramos gatos. Eso es lo que decís vosotros, los hombres. Pero nosotras no solemos equivocarnos acerca de nuestro sexo.

—Al fin y al cabo —dijo pensativamente el mayor Pennyman—, aunque suponiendo que sean verdad todas las poco caritativas conjeturas de la señora Kelsey, no creo que puedan explicar por completo aquella curiosa sensación de tirantez... aquella tensión parecida a la que se experimenta antes de una tormenta.

Tuve la impresión de que la tempestad iba a estallar de un momento a otro.

—No asuste a la enfermera —dijo la señora Kelsey—. Tiene que ir allí dentro de tres días y es usted capaz de hacerla desistir.

—No se alarme. No me asusta —aseveré, riendo.

Pero a pesar de ello, pensé mucho tiempo en lo que se había dicho en aquella ocasión. Me acordé de la forma tan peculiar que el doctor Leidner había empleado para pronunciar la palabra “segura”. ¿Era el temor secreto de su esposa, tal vez desconocido, lo que hacía reaccionar al resto de sus compañeros? ¿O era la propia tensión o quizá la causa desconocida de ella la que reaccionaba sobre los nervios de la señora Leidner?

Busqué en un diccionario el significado de la palabra “allumeuse” que había usado la señora Kelsey, pero no logré entender su sentido.

«Bueno —pensé—. Esperaremos a ver qué pasa.»

Capítulo IV
-
Llego a Hassanieh

Tres días después salí de Bagdad.

Sentí dejar a la señora Kelsey y a la pequeña, que era un encanto y crecía espléndidamente, ganando cada semana el número requerido de gramos. El mayor Kelsey me acompañó a la estación para despedirme. Llegaría a Kirkuk a la mañana siguiente y allí saldría alguien a esperarme.

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