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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (20 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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—¿Quiere usted sugerir que sus defectos eran superiores a sus virtudes? —preguntó el señor Carey con tono seco e irónico.

—No hay duda... ya que el asesinato fue el final del asunto. Parecer extraño, pero no sé de nadie que haya sido asesinado por tener un carácter demasiado perfecto. Aunque la perfección es, sin duda, una cosa muy irritante.

—Creo que soy la persona menos indicada para ayudarle —dijo el señor Carey—. Si he de serle sincero, le confieso que la señora Leidner y yo nunca llegamos a entendernos muy bien. No quiero decir con ello que fuéramos enemigos; pero tampoco éramos amigos. Ella tal vez estaba un poco celosa de mi antigua amistad con su marido. Y por mi parte, aunque la miraba mucho y opinaba que era una mujer atractiva en extremo, estaba un poco resentido por la influencia que ejercía sobre Leidner. Como consecuencia de ello, éramos muy corteses el uno con el otro, pero no llegamos a intimar.

—Admirablemente explicado —dijo Poirot.

Sólo podía verles la cabeza. Observé cómo la del señor Carey se volvía bruscamente, como si algo en el tono de monsieur Poirot le hubiera afectado desagradablemente. El detective prosiguió:

—¿No estaba disgustado el señor Leidner al ver que usted y su esposa no se llevaban bien?

Carey titubeó un momento antes de contestar.

—En realidad... no estoy seguro. Nunca dijo nada sobre ello. Siempre confié en que no lo notara. Estaba muy absorto en su trabajo.

—La verdad, por lo tanto, y de acuerdo con lo que ha dicho, es que a usted no le gustaba la señora Leidner.

Carey se encogió de hombros.

—Tal vez me hubiera gustado mucho más si no hubiera estado casada con Leidner.

Rió, como divertido por su propia declaración.

Poirot estaba arreglando un montoncito de trozos de cerámica. Con voz distraída dijo:

—Hablé esta mañana con la señorita Johnson. Admitió que sentía prejuicios contra la señora Leidner y que no le gustaba mucho; pero se apresuró a declarar que había sido siempre muy amable con ella.

—Yo diría que eso es completamente cierto —observó Carey.

—Así lo creo yo también. Luego hablé con la señora Mercado. Me contó, a grandes rasgos, de qué modo quería a la señora Leidner y cuánto la admiraba.

El arquitecto no contestó y, después de aguardar unos instantes, Poirot prosiguió:

—Pero eso... ¡no lo creo! Luego he hablado con usted y lo que me ha contado... bien, bien... tampoco lo creo...

Carey se irguió. Pude oír su tono colérico al hablar.

—No me importa lo que crea... o lo que deje de creer, monsieur Poirot. Ya ha oído usted la verdad.

Poirot no se enfadó. Al contrario, pareció particularmente humilde y deprimido.

—¿Es culpa mía que usted crea o no crea las cosas?

—Tengo un oído muy sensible. Y luego... circulan muchas historias por ahí... los rumores flotan en el aire. Uno escucha... y llega a saber algo. Sí, hay algunas historias...

Carey se levantó de un salto. Podía ver claramente cómo le latía una vena en la sien. ¡Tenía un aspecto magnífico! Delgado y bronceado; con aquella mandíbula maravillosa, sólida y cuadrada. No me extrañó que las mujeres se prendaran de aquel hombre.

—¿Qué historias? —preguntó con fiereza.

Poirot le miró de reojo.

—Tal vez se las supondrá. La historia de costumbre... acerca de usted y la señora Leidner. ¡Qué mente tan vil tiene cierta gente! ¿N'est ce pas? Son como los perros. Un perro consigue desenterrar cualquier cosa desagradable, por hondo que se la haya enterrado.

—¿Y cree usted esas historias?

—Deseo saber... la verdad —dijo Hércules Poirot gravemente.

—Dudo que la crea cuando la oiga. —Carey rió con brusquedad.

—Veámoslo —replicó Poirot, mirándole a los ojos.

—¡Se la diré entonces! ¡Sabrá usted la verdad! Odiaba a Louise Leidner... ésa es la verdad. ¡La odiaba con toda mi alma!

Capítulo XXII
-
David Emmott, el padre Lavigny y un descubrimiento

Carey dio la vuelta repentinamente y se alejó dando largas y coléricas zancadas. Poirot se quedó mirando cómo el otro se marchaba y al poco rato murmuró:

—Sí, ya comprendo.

Y sin volver la cabeza, con voz un poco más alta, dijo:

—No salga de ahí detrás hasta dentro de un momento, enfermera... Por si acaso vuelve la cabeza... Ya puede hacerlo. ¿Tiene usted mi pañuelo? Muchas gracias, ha sido usted muy amable.

No me dijo nada acerca de mi espionaje. No sé cómo llegó a enterarse de que yo estaba escuchando, pues en ningún momento miró hacia donde me hallaba escondida.

Me alegré de que no dijera nada. En mi opinión, no creía haber hecho algo indecoroso; pero me hubiera resultado difícil explicárselo. Por lo tanto, era mejor que, tal como parecía, no necesitara aclaraciones de ninguna clase.

—¿Cree usted que la odiaba, monsieur Poirot? —pregunté.

Asintiendo lentamente con la cabeza y con una curiosa expresión en su cara, Poirot replicó:

—Sí... creo que la odiaba.

Luego se puso de pie y empezó a caminar hacia donde se veían unos trabajadores, en la cima del montículo. Le seguí. Al principio no vimos más que árabes; pero por fin encontramos al señor Emmott agachado en el suelo soplando el polvo que recubría un esqueleto que acababa de ser descubierto.

Nos sonrió con su aire grave y reposado.

—¿Han venido a dar un vistazo? —preguntó—. Termino en un momento.

Sentóse, sacó una navaja del bolsillo y empezó a quitar delicadamente la tierra adherida a los huesos. De vez en cuando utilizaba un fuelle o su propio soplo para quitar el polvo que se producía. El último procedimiento me pareció muy poco higiénico.

—Se va a llenar la boca de toda clase de bacterias, señor Emmott —protesté.

—Las bacterias son mi alimento diario, enfermera —replicó con seriedad—. Los microbios no pueden con un arqueólogo. Lo único que consiguen es desanimarse, después de intentarlo todo.

Raspó un poco más alrededor de un fémur y luego habló con un capataz que tenía al lado, diciéndole qué era lo que exactamente tenía que hacer.

—Bien —dijo, levantándose—. Ya está listo para que Reiter impresione unas placas después de almorzar. Tengo otras cosas bonitas.

Nos mostró un tazón de cobre, cubierto de cardenillo y algunos alfileres. Y unas piedrecitas, doradas y azules, que, según nos dijo, eran los restos de un antiquísimo collar. Los huesos y demás objetos se limpiaban y colocaban en forma que pudieran fotografiarse.

—¿De quién es eso? —preguntó Poirot, señalando los huesos.

—Del primer milenio. Una dama de campanillas por lo visto. El cráneo me parece algo raro. Quiero que Mercado le dé un vistazo. Me parece que la muerte se debió a un golpe que recibió en la cabeza.

—¿Una señora Leidner de hace dos mil años y pico? —dijo el detective.

—Quizá —replicó el señor Emmott.

Bill Coleman estaba haciendo no sé qué cosa en un muro de barro.

David Emmott le dijo algo que no logré entender y luego empezó a enseñarle cosas a monsieur Poirot. Caminamos lentamente por la desgastada senda.

—Espero que se habrán alegrado todos de volver a sus faenas —contestó Poirot.

—Sí. Es lo mejor. No era fácil haraganear por la casa, tratando de entablar conversación con los demás.

—Sabiendo, además, que uno de ustedes es un seguro asesino.

El joven no contestó, ni hizo gesto alguno de desaprobación. Ahora me daba cuenta de que el muchacho había sospechado la verdad desde el principio, cuando interrogó a los criados.

Al cabo de unos momentos, preguntó completamente tranquilo:

—¿Ha conseguido usted algo, monsieur Poirot?

El detective replicó:

—¿Quiere usted ayudarme a conseguirlo?

—¡Claro que sí!

Poirot lo miró fijamente y repuso:

—El eje de la cuestión es la señora Leidner. Quiero saberlo todo acerca de ella.

David Emmott preguntó, recalcando las palabras:

—¿Qué quiere significar usted al decir "todo acerca de ella"?

—No me refiero a saber de dónde vino, ni cuál fue su nombre de soltera. No quiero saber cuál era la forma de su cara, ni el color de sus ojos. Me refiero a ella... a ella misma.

—¿Cree usted que eso contará para algo en el caso?

—Estoy completamente seguro de ello.

Emmott guardó silencio durante unos instantes y luego añadió:

—Tal vez tenga razón.

—Y ahí es donde creo que ser usted capaz de ayudarme. Diciéndome qué clase de mujer era.

—¿De veras? A menudo me he preguntado eso yo mismo.

—¿No se formó usted todavía una opinión sobre el particular?

—Creo que al final la he formado.

—¿Eh bien?

Pero el señor Emmott volvió a callarse durante unos momentos.

—¿Qué piensa la enfermera de ella? —dijo al fin—. Las mujeres, según aseguran por ahí, calibran pronto a las de su mismo sexo, y las enfermeras tienen ocasión de conocer multitud de tipos.

Aunque yo hubiera querido, Poirot no me dio ocasión de hablar. Intervino con presteza.

—Lo que necesito saber es lo que un hombre opinaba de ella.

Emmott sonrió.

—Supongo que, poco más o menos, todas son iguales. —Hizo una pausa y luego prosiguió—. No era joven, pero creo que tiene usted razón al decir que es el eje de la cuestión. Ahí era donde ella quería estar siempre, en el centro de las cosas. Y le gustaba dominar a las personas. Es decir, no le bastaba con que se la atendiera preferentemente en la mesa. Necesitaba que la gente se desnudara la mente y el alma para que ella las pudiera ver.

—¿Y si alguien no le daba gusto en eso? —preguntó Poirot.

—Entonces salía a relucir todo lo que había en ella de perverso.

Vi cómo apretaba los labios con resolución y se le contraían las mandíbulas.

—Supongo, señor Emmott, que no tendrá inconveniente en expresar su opinión extraoficial acerca de quién fue el que la mató.

—No lo sé —replicó el joven—. En realidad, no tengo ni la más mínima idea. Creo que de haberme encontrado en la situación de Carl... me refiero a Carl Reiter... hubiera intentado asesinarla. Era una diablesa para él. Aunque el chico lo estaba mereciendo por ser tan tonto. Con su actitud parece que está invitando a que le den un buen puntapié.

—¿Y la señora Leidner le dio... un puntapié? —inquirió Poirot.

Emmott hizo una súbita mueca.

—No. Fueron pinchaditas con una aguja de bordar; ése era su método. El chico es irritante, desde luego. Como un mocoso llorón y pobre de espíritu. Pero una aguja es un arma dolorosa.

Dirigí una mirada a Poirot y me pareció ver un ligero temblor en sus labios.

—Pero, ¿no cree usted que Carl Reiter la mató?

—No. No creo que se deba matar a una mujer por el mero hecho de que le ponga a uno en ridículo en cada comida.

Poirot sacudió la cabeza con aire pensativo.

El señor Emmott presentaba a la señora Leidner bajo un aspecto inhumano por completo. Había que decir algo a su favor. Era cierto que en la actitud del señor Reiter había algo que despertaba la irritación de cualquiera. Se sobresaltaba cuando ella hablaba y hacía muchas tonterías, tales como servirle una y otra vez la mermelada, sabiendo de antemano que a ella no le gustaba. En ocasiones sentía el deseo de pincharle un poco yo misma.

Los hombres no comprenden de qué modo el amaneramiento afecta a los nervios femeninos y puede hacerlos estallar.

Pensé entonces que debía decírselo al señor Poirot en otra ocasión.

Habíamos llegado a la casa y el señor Emmott invitó al detective a que se lavara en su habitación. Hacia allí se dirigieron los dos y yo crucé rápidamente el patio y entré en mi cuarto.

Volví a salir casi al mismo tiempo que ellos. Nos dirigíamos hacia el comedor cuando el padre Lavigny abrió la puerta de su dormitorio y al ver a Poirot, le rogó que pasara un momento. El señor Emmott y yo entramos juntos en el comedor. La señorita Johnson y la señora Mercado estaban ya allí. Al cabo de unos minutos llegaron el señor Mercado, el señor Reiter y Bill Coleman.

Nos sentamos, y mientras Mercado enviaba al criado árabe para que avisara al padre Lavigny de que la comida estaba servida, nos dio un vuelco el corazón al oír un grito tenue y apagado. Supongo que nuestros nervios no estaban todavía muy tranquilos, pues dimos un salto y la señorita Johnson dijo, palideciendo:

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha ocurrido?

La señora Mercado la miró fijamente y después preguntó:

—¿Qué le pasa? Alguien gritó fuera, en el campo.

En aquel momento entraron Poirot y el padre Lavigny.

—Creíamos que se había lastimado alguien —observó la señorita Johnson.

—Mil perdones, mademoiselle —exclamó Poirot—. La culpa ha sido mía. El padre Lavigny me estaba enseñando unas tablillas. Me llevé una hacia la ventana para verla mejor, y, ma foi, no vi por dónde iba y tropecé. El dolor fue demasiado intenso y lancé un grito.

—Creíamos que era otro asesinato —dijo riendo la señora Mercado.

—¡Marie! —exclamó su marido.

Su tono era de reproche. Ella enrojeció y se mordió los labios.

La señorita Johnson se apresuró a derivar la conversación hacia el tema de las excavaciones y los objetos interesantes que se habían descubierto aquella mañana. La conversación, durante el almuerzo, versó en su totalidad sobre arqueología. Creo que todos opinamos en nuestro fuero interno que aquello era lo más prudente.

Después de tomar el café nos dirigimos a la sala de estar. Luego, los hombres, a excepción del padre Lavigny, se fueron otra vez a las excavaciones.

El religioso se llevó consigo a Poirot para enseñarle el almacén y yo les seguí. Me estaba enterando bastante bien de todo lo referente a la expedición y experimenté una sensación de orgullo, como si aquello me perteneciera, cuando el padre Lavigny sacó la copa de oro y oí la exclamación de asombro que lanzó Poirot.

—¡Qué espléndida obra de arte!

El padre Lavigny convino rápidamente en ello y empezó a señalar los puntos más bellos de la copa, demostrando un real entusiasmo y un profundo conocimiento.

—Hoy no tiene gotas de cera —dije.

—¿Cera? —preguntó Poirot, mirándome.

—¿Cera? —repitió el religioso.

Expliqué mi observación.

—¡Ah!, je comprends —dijo el padre Lavigny—. Sí, sí; cera de vela.

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