Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (22 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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—¡Oh, no!, doctor Leidner —atajé—; no puedo hacerlo. Es usted demasiado amable.

Insistió.

—Pues me gustaría que se llevara algo. Estoy seguro de que a Louise también le hubiera gustado.

Luego sugirió que me quedara con el juego de tocador.

—¡No, doctor Leidner! Es un juego de mucho precio. No puedo; de veras.

—Ella no tiene hermanas... nadie que necesite esas cosas. Nadie que pueda quedárselas.

Me imaginé que no quería ver aquel juego en las manitas codiciosas de la señora Mercado. Y estaba segura de que no estaba dispuesto a ofrecérselo a la señorita Johnson.

El doctor Leidner prosiguió amablemente:

—Piénselo bien. Y, a propósito, aquí tiene la llave del joyero de Louise. Tal vez encuentre allí alguna cosa que le guste. Y le quedaré muy agradecido si quiere empaquetar... sus ropas. Reilly encontrará aplicación para ellas entre las familias cristianas pobres de Hassanieh.

Me alegré de poder hacer aquello, y así se lo expuse.

Sin perder un momento comencé a trabajar.

La señora Leidner tenía un guardarropa muy sencillo y pronto lo tuve clasificado y colocado en un par de maletas. Todos sus papeles estaban en la cartera de mano. El joyero contenía unas pocas chucherías; un anillo con una perla, un broche de diamantes, un pequeño collar de perlas, un par de broches lisos de oro, en forma de barra, de los que cierran con un imperdible, y un collar de grandes cuentas ambarinas.

No iba a quedarme con las perlas o los diamantes, como parece lógico, pero titubeé un poco entre el collar de ámbar y un juego de tocador. Sin embargo, al final me pregunté por qué no debía quedarme con este último. Fue una idea muy amable por parte del señor Leidner y estaba segura de que en ella no había intención alguna de humillarme. Lo tomé, pues, confiando en que me lo habían ofrecido sin orgullo de ninguna clase. Y, al fin y al cabo, yo había sentido afecto hacia la señora Leidner.

Terminé todo lo que tenía que hacer. Las maletas estaban dispuestas; el joyero cerrado de nuevo y puesto aparte para devolvérselo al doctor Leidner, junto con la fotografía del padre de su mujer y unos pocos cachivaches de uso personal.

Ahora que la había vaciado de todos sus ornamentos, la habitación tenía un aspecto desnudo y desolado. No tenía nada más que hacer allí, y sin embargo, no me decidía a salir del cuarto. Parecía como si aún tuviera algo que hacer... Algo que debiera ver... o algo que debiera saber. No soy supersticiosa, pero por mi mente pasó la idea de que era posible que el espíritu de la señora Leidner rondara por el dormitorio y tratara de ponerse en contacto conmigo.

Recuerdo que una vez, en el hospital, una de las chicas trajo un grafómetro y escribió cosas en verdad asombrosas.

Aunque nunca pensé en ello, quizá tenía yo cualidades de médium.

En ocasiones se encuentra una dispuesta a imaginar toda clase de sandeces. Vagué por la habitación, desosegada, tocando una cosa aquí y otra allá. Aunque en el cuarto no quedaban más que los muebles pelados. Nada se había deslizado detrás de los cajones ni había quedado escondido. No sé qué esperaba encontrar. Al final, como si no me encontrara bien de la cabeza, hice una cosa extravagante. Me acosté en la cama y cerré los ojos.

Traté de olvidar deliberadamente quién era y qué hacía allí. Procuré que mi pensamiento volviera a la tarde del crimen. Yo era la señora Leidner, tendida allí, descansando pacíficamente, sin sospechar nada.

Es curiosa la forma en que puede llegar a excitarse la imaginación.

Yo soy una persona perfectamente normal y práctica, que no se deja asaltar fácilmente por la fantasía; pero puedo asegurar que después de estar allí tendida durante unos cinco minutos, empecé a imaginar cosas.

No traté de resistir. Animé aquel sentido con toda deliberación.

Me dije:

—Yo soy la señora Leidner. Soy la señora Leidner. Estoy aquí tendida... medio dormida. Dentro de poco... dentro de muy poco... la puerta empezar a abrirse.

Seguí diciéndome aquello, como si estuviera hipnotizándome.

—Son cerca de la una y media... es justamente la hora... La puerta se abrirá... La puerta se abrirá... Veré quién entra...

Seguí con la vista fija en la puerta. Dentro de poco se abriría. La vería abrirse y vería también la persona que entrara.

Debí estar un poco fuera de mí, para imaginar que pudiera resolver el misterio de aquella forma.

Pero entonces estaba convencida de que lo conseguiría. Una especie de soplo helado pasó por mi espalda y quedó fijo en mis piernas. Las tenía entumecidas... paralizadas.

—Vas a quedarte en trance —me dije—. Y entonces, verás...

Y de nuevo repetí monótonamente, como inconsciente, una y otra vez:

—La puerta se abrirá... la puerta se abrirá...

El entumecimiento se acentuó.

Y entonces, lentamente, vi como la puerta empezaba a abrirse.

Fue horrible. Nunca conocí nada tan pavoroso. Estaba paralizada... helada hasta los huesos. No podía moverme. No me hubiera movido por nada del mundo. El terror me hacía sentir enferma, muda y ciega a todo lo que no fuera aquella puerta. Se abría lenta... silenciosamente...

Dentro de un momento vería...

Lenta... lentamente... cada vez era mayor la abertura entre la puerta y el marco... Era Bill Coleman.

Debió recibir la impresión más grande de su vida.

Salté de la cama dando un grito y crucé de un brinco la habitación.

El muchacho se detuvo, con la cara más colorada que de costumbre y abriendo una boca de palmo.

—¡Hola, hola, hola! —dijo—. ¿Qué ocurre por aquí, enfermera?

Con un estremecimiento, volví a la realidad.

—¡Dios santo, señor Coleman! —exclamé—. ¡Qué susto me ha dado!

—Lo siento —dijo él, haciendo una mueca.

Vi entonces que llevaba en la mano un ramo de ranúnculos de color escarlata. Eran unas florecillas muy bonitas que crecían en estado silvestre en las laderas del Tell. A la señora Leidner le habían gustado mucho.

Se sonrojó violentamente al decir:

—En Hassanieh no se pueden conseguir flores. No está bien que en su tumba no haya ni un ramo. Y por ello pensé que podía venir y poner éste en el jarroncillo que tenía sobre la mesa. Para que vean que no se le olvida... ¿verdad? Ya sé que es un poco estrafalario, pero... bueno... tal era mi intención.

Opiné que era un rasgo muy delicado. El chico demostraba su embarazo, como todo buen inglés al que se sorprende haciendo una cosa de carácter sentimental. Sí; Bill tuvo un hermoso pensamiento.

—Pues yo creo que ha sido una idea muy delicada, señor Coleman —expuse en voz alta.

Cogí el pequeño jarrón, fui a buscar agua y pusimos allí las flores.

Aquel rasgo del joven lo había ensalzado a mis ojos. Denotaba que tenía corazón y buenos sentimientos.

Le quedé muy agradecida por no preguntarme las causas de que soltara aquel alarido cuando entró él. De haber tenido que explicarlo, me hubiera sentido muy ridícula.

—En adelante, ten un poco de sentido común —me dije, mientras me arreglaba los puños y alisaba el delantal—. No tienes condición alguna para estas cosas del espiritismo.

Hice luego mi propio equipaje y estuve ocupada durante el resto del día.

El padre Lavigny, muy cortésmente, expresó su profundo sentimiento por mi marcha. Dijo que mi jovialidad y mi sentido común habían sido muy útiles para todos.

¡Sentido común! Me alegré de que no supiera nada sobre mi estúpido comportamiento en la habitación de la señora Leidner.

El padre Lavigny me expuso su intención de dar la de vuelta a la casa, hasta el lugar donde la señora Leidner y yo vimos a aquel hombre.

—Tal vez se le cayó algo, ¿quién sabe? En las novelas de misterio, el criminal siempre hace una cosa así.

—Creo que en la vida real los asesinos son más cuidadosos —dije.

—No hemos visto a monsieur Poirot —observó él.

Le dije que el detective anunció que iba a estar ocupado todo el día, pues tenía que poner algunos telegramas.

—¿Telegramas? ¿Para América?

—Así lo creo. Dijo que eran para todo el mundo, pero me parece que eso fue exageración propia del personaje extranjero.

Me puse colorada, pues recordé que también el padre Lavigny lo era. Pero no pareció ofenderse; se limitó a reírse cordialmente y a preguntarme si se tenían noticias del hombre bizco.

Le contesté que no había oído ninguna nueva ni tan siquiera indicios.

El religioso volvió a interrogarme acerca de la hora en que la señora Leidner y yo habíamos visto a aquel hombre, y de qué forma estaba tratando de mirar por los cristales de la ventana.

—Por lo visto, la señora Leidner le interesaba muchísimo —dijo pensativamente—. Desde entonces me he estado preguntando si no se trataría de un europeo que quería pasar por iraquí.

Aquélla era una idea nueva para mí y la consideré cuidadosamente. Había dado por sentado que el hombre era un árabe, pero si se pensaba bien, aquella impresión me la dio el corte de sus ropas y el tinte amarillento de su tez.

El padre Lavigny levantó las cejas. Recogí unos cuantos calcetines que había estado zurciendo y los dejé sobre la mesa para que los hombres escogieran cada cual los suyos cuando llegaran. Luego, como no había muchas cosas más que hacer, subí a la azotea.

La señorita Johnson estaba allí, pero no me oyó llegar. Caminé hasta su lado sin que se diera cuenta de mi presencia. Pero antes de detenerme junto a ella, vi que algo extraño le pasaba. Estaba parada en mitad de la azotea, mirando fijamente al frente y su cara tenía una expresión aterrorizada. Como si hubiera visto una cosa y no pudiera creerla.

Aquello me causó una desagradable e incomprensible impresión. Unas cuantas noches atrás la vi también muy trastornada. Pero esta vez era diferente.

—¿Qué le ocurre? —dije, yendo apresuradamente hacia ella.

Volvió la cabeza y me miró... con expresión vacía, como si no me viera.

—¿Qué pasa? —persistí.

Hizo una mueca extraña, como si tratara de tragar, pero tuviera demasiado seca la garganta. Con voz ronca dijo como desasosegada:

—Acabo de ver una cosa.

—¿Qué ha visto? Dígamelo. ¿Qué ha podido ser? Parece estar asustada.

Hizo un esfuerzo para sobreponerse, pero a pesar de ello, tenía un aspecto aterrorizado.

Con igual tono de voz, entrecortado y ronco, continuó:

—He visto cómo puede entrarse en la casa... sin que nadie pueda imaginárselo.

Seguí la dirección de su mirada, pero no pude ver nada.

El señor Reiter estaba de pie, ante la puerta del estudio fotográfico, y el padre Lavigny cruzaba en aquel momento el patio... pero nada más.

Di la vuelta perpleja, y vi que la señorita Johnson tenía sus ojos fijos en mí, y en ellos se reflejaba una expresión rara.

—No sé a qué se refiere —dije—. ¿Quiere explicármelo?

Ella sacudió la cabeza.

—Ahora no; después. Debimos haberlo visto. ¡Oh, sí! Debimos haberlo visto.

—Si me lo dijera...

—Tengo que pensarlo primero.

Y apartándose de mi lado, bajó tambaleándose por la escalera.

No la seguí, pues, evidentemente, no quería que la acompañara. Me senté, pues, en el parapeto y traté de ordenar un poco mis pensamientos, aunque no conseguí nada. Al patio sólo se podía entrar por un sitio... por el portalón. Ante él vi el aguador que estaba hablando con el cocinero indio. Nadie podía pasar junto a ellos sin ser visto.

Hecha un lío, sacudí la cabeza y bajé al patio

Capítulo XXIV
-
Asesinar es una costumbre

Aquella noche nos acostamos temprano. La señorita Johnson acudió a cenar y se portó, más o menos, como de costumbre. Tenía, sin embargo, un aspecto abatido y en una o dos ocasiones pareció no entender lo que le decían.

No fue una comida distraída. Era lógico suponer una cosa así en una casa donde había habido un entierro aquel mismo día. Pero yo bien sé a qué me refiero. Nuestras comidas, últimamente, habían sido silenciosas y taciturnas; mas a pesar de ello se notaba que reinaba entre nosotros un sentimiento de compañerismo. Todos experimentábamos simpatía hacia los demás, esa especie de camaradería que se siente entre los que navegan en el mismo buque.

Mas aquella noche me vino a la memoria la primera cena que hice allí; cuando la señora Mercado me estuvo observando con tanta fijeza y me dio la impresión de que algo iba a estallar de un momento a otro.

Una cosa parecida experimenté, aunque con más intensidad, cuando Poirot nos reunió a todos en el comedor.

Pero durante la cena de aquella noche, la sensación fue mucho más fuerte. Todos parecían tener los nervios de punta. De haber dejado caer algo al suelo, estoy segura de que uno de nosotros hubiera chillado.

Como dije antes, nos separamos inmediatamente después de cenar. Me acosté casi en seguida. Lo último que oí, antes de dormirme, fue la voz de la señora Mercado que le deseaba buenas noches a la señorita Johnson, justamente frente a mi puerta.

No tardé en dormirme, cansada por el trabajo que había hecho durante el día y, principalmente, por las rarezas que hice en el dormitorio de la señora Leidner.

Durante varias horas dormí pesadamente, sin soñar en nada.

Me desperté sobresaltada y con el presentimiento de que se acercaba una catástrofe. Un ruido me despertó, y al sentarme en la cama y escuchar, lo volví a oír claramente.

Era un horrible gemido, ahogado y agonizante.

En un abrir y cerrar de ojos encendí la vela y salté de la cama. Encendí también una antorcha, para el caso de que la vela se apagara. Salí al patio y escuché. Sabía que el ruido no venía de muy lejos. Volví a oírlo. Provenía de la habitación vecina a la mía; de la que ocupaba la señorita Johnson.

Entré apresuradamente. La mujer estaba acostada en la cama; su cuerpo retorcido por la agonía. Después de dejar la vela me incliné sobre ella. Movió los labios y trató de hablar, pero sólo profirió un quejido espeluznante. Vi que las comisuras de sus labios y la piel de la barbilla tenían una especie de quemaduras blanquecinas.

Sus ojos fueron de mí a un vaso que estaba en el suelo, donde evidentemente había caído desde su mano. La alfombrilla, bajo él, había quedado manchada por un color rojo vivo. Cogí el vaso y pasé un dedo por su interior; pero lo retiré en seguida, lanzando una aguda exclamación. Luego examiné el interior de la boca de la pobre mujer.

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