Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (21 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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Aquello condujo la conversación hacia el tema del visitante nocturno. Olvidándose de mi presencia, los dos hombres empezaron a hablar en francés. Me volví a la sala. La señora Mercado zurcía los calcetines de su marido y la señorita Johnson leía un libro. Era cosa extraña en ella. Por lo general, siempre parecía tener algo que hacer. Al cabo de un rato, el padre Lavigny y Poirot salieron del almacén. El primero se excusó diciendo que debía continuar su trabajo. Poirot tomó asiento junto a nosotras.

—Un hombre muy interesante —dijo

Luego preguntó si el padre Lavigny había tenido mucho trabajo hasta entonces. La señorita Johnson explicó que se habían encontrado pocas tablillas y que igual había pasado con los ladrillos cilíndricos. El padre Lavigny, no obstante, había tomado parte en los trabajos de las excavaciones y estaba aprendiendo rápidamente el árabe.

La conversación recayó entonces sobre los sellos cilíndricos y al cabo de un rato la señorita Johnson sacó de un armario unas cuantas impresiones hechas con ellos sobre plastilina.

Pensé, cuando nos inclinamos para admirar aquellos vivos dibujos, que con estos sellos debió estar trabajando ella la fatídica tarde en que asesinaron a la señora Leidner.

Mientras hablábamos vi que Poirot daba vuelta entre sus dedos a una pelotita de plastilina.

—¿Gastan mucha pasta de ésta, mademoiselle? —preguntó.

—Bastante. Al parecer, esta temporada hemos gastado ya mucha, aunque no puedo recordar en qué. La mitad de la que teníamos ya ha sido utilizada.

—¿Dónde la guardan, mademoiselle?

—Aquí... en el armario.

Mientras guardaba la hoja de plastilina que nos había estado enseñando, le mostró un estante sobre el que se veían varias hojas más, botes de pegamento, engrudo y otros artículos.

Poirot se inclinó.

—¿Y esto?... ¿Qué es eso, mademoiselle?

Había deslizado su mano hasta el fondo del armario y sacó un extraño y arrugado objeto.

Cuando lo alisó pudimos ver que se trataba de una especie de máscara. Los ojos y boca habían sido pintados toscamente con tinta china. El conjunto estaba embadurnado grotescamente con plastilina.

—¡Qué cosa tan rara! —exclamó la señorita Johnson—. No la había visto antes. ¿Cómo estaba ahí? ¿Qué es?

—De cómo llegó aquí... bueno... podemos considerar que cualquier sitio es bueno para esconder una cosa. Supongo que este armario no se hubiera vaciado hasta el final de la temporada. Y en cuanto a lo que es... creo que no resulta difícil de explicar. Aquí tenemos la cara que la señora Leidner describió. La cara fantasmal vista de noche, en la ventana, como si bailara en el aire.

La señora Mercado soltó un ligero chillido.

La señorita Johnson había palidecido súbitamente hasta los labios.

—Entonces, no eran fantasías —murmuró—. Era un engaño... un inicuo engaño. Pero, ¿quién lo cometió?

—Sí —exclamó la señora Mercado—. ¿Quién pudo hacer una cosa tan indigna?

Poirot no intentó contestar. Tenía la cara torva y ceñuda cuando entró en el almacén y volvió a salir llevando en la mano una caja de cartón vacía. Puso la máscara dentro de ella.

—La policía debe ver esto —explicó.

—¡Es terrible! —dijo la señorita Johnson en voz baja.

—¡Horrible!

—¿Cree usted que hay más cosas escondidas por aquí? —exclamó la señora Mercado con voz chillona—. ¿Cree que acaso el arma... la porra con que la mataron, todavía manchada de sangre... tal vez...? ¡Oh! Estoy asustada... muy asustada.

La señorita Johnson la cogió rápida, bruscamente, por el hombro.

—¡Cállese! —gritó furiosamente—. Ahí viene el doctor Leidner. No debemos marearle más.

El coche entraba en aquel momento en el patio. El doctor Leidner se apeó y vino hacia la sala de estar. La fatiga se le marcaba en el rostro y parecía tener doble edad de la que aparentaba tres días antes. Con voz tranquila anunció:

—El entierro se celebra mañana. El mayor Doane leerá el oficio.

La señora Mercado balbuceó algo y salió fuera de la habitación.

El arqueólogo preguntó a la señorita Johnson:

—¿Vendrás, Anne?

Y ella contestó:

—Claro que sí. Iremos todos, como es natural.

No dijo nada más, pero su cara expresó lo que su voz era incapaz de hacer: afecto y momentánea ternura.

—Mi buena Anne —dijo él—. ¡Cuánta ayuda y consuelo encuentro en ti...!

Le puso una mano sobre el brazo y vi cómo el sonrojo crecía en la cara de la dama, mientras murmuraba con su voz gruñona de costumbre:

—Está bien.

Pero divisé un rápido destello en su mirada y comprendí que, por un momento, Anne Johnson había sido una mujer completamente feliz.

Otra idea cruzó por mi pensamiento. Tal vez dentro de poco, siguiendo el curso natural de las cosas y contando con la simpatía que sentía hacia su viejo amigo, podía pensarse en un final venturoso.

En realidad, no es que me guste hacer de casamentera. Y no estaba bien pensar en tales cosas, aun antes de haberse celebrado el funeral. Pero, al fin y al cabo, sería una buena solución. El doctor Leidner la apreciaba mucho y no había duda de que ella le era muy adicta y sería completamente dichosa dedicándole el resto de su vida. Ello, claro está, contando con que pudiera soportar el continuo recuerdo de las perfecciones de Louise. Pero las mujeres pasan por cualquier cosa con tal de conseguir lo que desean.

El doctor Leidner saludó después a Poirot y le preguntó si había hecho algún progreso en la investigación. La señorita Johnson estaba detrás del arqueólogo y dirigió una mirada insistente a la caja de cartón que Poirot llevaba en la mano, mientras sacudía la cabeza. Comprendí que con ello le estaba pidiendo al detective que no dijera nada acerca de la máscara. Pensó, seguramente, que el pobre doctor Leidner había soportado ya bastantes emociones aquel día.

Poirot accedió a sus deseos.

Después de cruzar unas frases que no tuvieron nada que ver con el caso, salió de la habitación.

—Estas cosas marchan lentamente, monsieur —dijo.

Le acompañé hasta su coche. Tenía que preguntarle media docena de cosas, pero cuando dio la vuelta, mirándome, opté por no decir nada. Era como si fuera a preguntarle a un cirujano cómo le había salido la operación. Me limité a quedarme allí parada, con aspecto humilde, esperando instrucciones.

Pero con gran sorpresa mía, dijo:

—Cuídese, hija mía.

Y luego añadió:

—Me he estado preguntando si es conveniente que se quede usted aquí.

—Debo hablar de mi partida con el doctor Leidner —observé—. Pero creo que será mejor hacerlo después del funeral.

Asintió, aprobando mi determinación.

—Entretanto —me advirtió—, no trate de averiguar muchas cosas. Compréndame; no quiero que parezca demasiado lista. —Y añadió, sonriendo—: Usted debe de tener preparadas las gasas y a mí me toca hacer la operación.

¿No es curioso que dijera aquello?

Luego prosiguió, incongruente.

—Ese padre Lavigny es un hombre muy interesante.

—Me parece algo raro que un fraile sea arqueólogo —opiné.

—¡Ah, sí! Usted es protestante. Yo soy un buen católico. Conozco algo sobre los sacerdotes y frailes de mi religión.

Frunció el entrecejo y después de titubear me dijo:

—Recuerde que es lo bastante listo para, si así lo desea, volverla a usted del revés.

Si con ello quería decirme que no me dedicara a fisgonear, estaba segura de que no necesitaba hacerme advertencia alguna en tal sentido. Aquello me molestó, y aunque no me decidí a preguntarle las cosas que en realidad me interesaba conocer, no vi razón alguna que me impidiera decirle algo que llevaba en el pensamiento.

—Perdone, señor Poirot —observé—. Se dice tropezar, no pisar.

—¡Ah! Gracias, ma soeur.

—De nada. Pero es conveniente decir correctamente las cosas.

—Lo recordaré —replicó.

Subió al coche y se marchó. Yo crucé lentamente el patio mientras reflexionaba sobre infinidad de cosas. Acerca de los pinchazos en el brazo del señor Mercado, y qué droga sería la que tomaría. Y sobre aquella horrible máscara amarilla. Y qué extraño era que Poirot y la señorita Johnson no hubieran oído mi grito aquella mañana estando en la sala, pues desde el comedor todos habíamos oído perfectamente el que lanzó Poirot, y la habitación del padre Lavigny y la de la señora Leidner distaban exactamente igual del comedor y de la sala de estar.

Me alegré de haber aclarado al "doctor" Poirot una palabra inglesa. Tenía que haberse dado cuenta de que, aunque fuera un gran detective, no lo sabía todo.

Capítulo XXIII
-
Veo visiones

El funeral fue una ceremonia conmovedora. Asistieron a él, además de nosotros, todos los ingleses que residían en Hassanieh. Hasta vi a Sheila Reilly, vestida con falda y chaqueta oscuras y con aspecto triste y respetuoso. Supuse que sentiría algún remordimiento por todas las cosas desagradables que había dicho.

Cuando volvimos a casa, seguí al doctor Leidner hasta su despacho y abordé el tema de mi partida. Fue muy considerado al respecto y me dio las gracias por lo que había hecho. ¡Por lo que había hecho! Eso fue poco menos que inútil. Insistió en que aceptara el sueldo de una semana como gratificación.

Protesté, pues estaba convencida de que no había hecho nada para ganarlo.

—De veras, doctor Leidner. No tiene por qué pagarme ningún sueldo. Con tal de que me abone el viaje de regreso no quiero nada más.

Pero no quiso hablar de ello.

—Comprenda usted —dije—. No creo que lo haya ganado, doctor Leidner. Quiero decir que... bueno... que fracasé. Mi presencia no la salvó.

—Deje de pensar en eso, enfermera —replicó gravemente—. Al fin y al cabo, no la contraté para que actuara como detective. Nunca pensé que la vida de mi mujer corriera peligro. Estaba convencido de que todo era cuestión de sus nervios y de que ella misma se había creado un extraño estado de ánimo. Usted hizo todo lo que pudo. Fue usted de su gusto y ella le tenía confianza. Creo que en sus últimos días fue más feliz y se sintió más segura, debido a su presencia. No tiene, pues, nada en absoluto que reprocharse.

Su voz tembló ligeramente y adiviné cuáles eran sus pensamientos. Era él quien tenía la culpa, por no tomar en serio los temores de su esposa.

—Doctor Leidner —pregunté— ¿ha llegado usted a una conclusión acerca de esos anónimos?

Dio un suspiro.

—No sé qué pensar —respondió—. ¿Ha sacado monsieur Poirot algo en claro?

—Ayer todavía no lo había conseguido —repliqué con tono suave.

Con ello, según pensé, bordeaba la mentira sin apartarme de la verdad, pues Poirot no había sacado nada en limpio de todo aquello, hasta que le conté lo de la señorita Johnson. Tenía el propósito de hacerle una insinuación al doctor Leidner y ver cómo reaccionaba. Era una consecuencia de la satisfacción que sentí el día anterior, ante la escena que presencié entre él y la señorita Johnson, en la que advertí el afecto y la confianza que tenía en ella. Por ello se me había olvidado todo lo referente a las cartas.

Entonces me pareció una cosa ruin sacar a relucir la cuestión. Aun en el supuesto de que ella las hubiera escrito, la pobre había sentido ya bastante arrepentimiento después de la muerte de la señora Leidner. No obstante, quería comprobar si aquella posibilidad había pasado alguna vez por el pensamiento del doctor Leidner.

—Por lo general, los anónimos son obra de mujer —dije, esperando ver cómo lo tomaba él.

—Puede ser —contestó, dando un suspiro—. Pero parece que se olvida, enfermera, de que éstos pueden ser verdaderos. De que pueden haber sido escritos por el propio Frederick Bosner.

—No; no lo olvido —repliqué—. Pero, de todas formas, no puedo creer que esa sea la verdadera explicación del asunto.

—Pues yo sí —repuso él—. Opino que es una tontería pensar que uno de los componentes de mi expedición sea Frederick. No es más que una ingeniosa teoría de monsieur Poirot. Yo creo que la verdad es mucho más sencilla. Ese hombre es un loco, no cabe duda. Estuvo rondando la casa, tal vez disfrazado de alguna forma. Y logró entrar aquella tarde. Los criados pueden mentir... quizá fueron sobornados.

—Es posible... —dije, con acento dubitativo.

El doctor Leidner siguió hablando. Su voz demostraba un ligero enfado.

—No puedo oponerme a que monsieur Poirot sospeche de los miembros de mi propia expedición. Pero estoy completamente seguro de que ninguno de ellos tiene nada que ver con esto. He tratado con todos, y los conozco.

Se detuvo de repente y luego añadió:

—¿Cree usted, enfermera, que los anónimos suelen escribirlos las mujeres?

—No siempre —respondí —. Pero hay una clase de despecho femenino que encuentra satisfacción de esa forma.

—Supongo que está pensando en la señora Mercado.

Luego sacudió la cabeza.

—Pero aunque fuera tan ruin como para hacerle una cosa así a Louise, difícilmente pudo estar enterada de todo —dijo.

Me acordé de los anónimos de fecha más atrasada, que la señora Leidner guardaba en la cartera de mano. Pudo quedar abierta, en alguna ocasión, y en el caso de que la señora Mercado, encontrándose sola en la casa, le hubiera dado por fisgonear, era posible que los hubiera leído. Los hombres, al parecer, no piensan en las posibilidades más sencillas.

—Y aparte de ella sólo está la señorita Johnson —observé, mirándole fijamente.

—¡Eso sería ridículo!

La sonrisita con que acompañó sus palabras fue conclusiva. Nunca había pasado por su imaginación la idea de que la señorita Johnson fuera la autora de los anónimos.

Estuve indecisa durante unos instantes, y al final opté por callarme. No está bien denunciar a una del propio sexo y, además yo había sido testigo de su verdadero y conmovedor arrepentimiento. Lo hecho no tenía remedio. ¿Por qué ocasionar una nueva desilusión al doctor Leidner, después de lo que había pasado?

Se convino en que yo me marcharía al día siguiente. Previamente había quedado de acuerdo con el doctor Reilly en que me mandaría un par de días con la matrona del hospital, mientras arreglaba mi vuelta a Inglaterra, bien por Bagdad, o bien directamente por Nissibin, en coche y luego con tren.

El doctor Leidner llevó su amabilidad al extremo de decirme que le gustaría que escogiera alguna cosilla de las que pertenecieron a su esposa, y me la llevara como recuerdo.

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