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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (10 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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El interpelado se retorció el bigote y no contestó.

De pronto di un respingo.

—Perdonen —dije—. Hay una cosa que tal vez deba mencionar.

Relaté lo del iraquí que habíamos sorprendido cuando trataba de mirar por la ventana, y cómo, dos días después, lo había encontrado husmeando por los alrededores; trataba posiblemente de hacer hablar al padre Lavigny.

—Bien —dijo el capitán—. Tomaremos nota de ello. Será algo en que la policía podrá empezar a trabajar. Ese hombre puede tener alguna conexión con el caso.

—Probablemente habrá sido pagado para que actúe como espía —sugerí—, para saber cuándo estaba el campo libre.

El doctor Reilly se frotó la nariz con aire cansado.

—Eso es lo malo del asunto —dijo—. Suponiendo que el campo no estuviera libre... ¿qué?

Lo miré algo confusa.

El capitán Maitland se volvió hacia el doctor Leidner.

—Quiero que escuche esto con mucha atención, Leidner. Es una especie de resumen de las pruebas que hemos recogido hasta ahora. Después del almuerzo, que fue servido a las doce y terminó a la una menos veinticinco, su esposa se dirigió a su dormitorio, acompañada por la enfermera Leatheran, que la dejó acomodada convenientemente. Usted subió a la azotea, donde estuvo durante las dos horas siguientes, ¿verdad?

—Sí.

—¿Bajó usted en alguna ocasión de la azotea durante todo ese tiempo?

—No.

—¿Subió alguien allí?

—Sí, Emmott lo hizo, estoy seguro. Vino varias veces desde donde Abdullah estaba lavando cerámica en el patio.

—¿Miró usted en alguna ocasión hacia allí?

—Una o dos veces y en cada caso para decirle algo a Emmott.

—¿Y en cada una de ellas vio usted que el muchacho árabe estaba sentado en mitad del patio lavando piezas de cerámica?

—Sí.

—¿Cuál fue el período más largo que Emmott estuvo con usted ausente del patio?

El doctor Leidner recapacitó.

—Es difícil de decir, tal vez diez minutos. Yo diría que dos o tres minutos; pero sé por propia experiencia que mi apreciación del tiempo no es muy buena cuando estoy absorto o interesado en lo que estoy haciendo.

El capitán miró al doctor Reilly y éste asintió.

—Es mejor que lo tratemos ahora —dijo.

Maitland sacó un libro de notas y lo abrió.

—Oiga, Leidner, le voy a leer exactamente lo que estaba haciendo cada miembro de su expedición entre la una y las dos de la tarde.

—Pero, seguramente...

—Espere. Se dará usted cuenta en seguida de lo que me propongo. Tenemos, en primer lugar, al matrimonio Mercado. El señor Mercado dice que estaba trabajando en el laboratorio y su mujer afirma que estuvo en su habitación lavándose el pelo. La señorita Johnson nos ha dicho que no se movió de la sala de estar, ocupada en sacar las impresiones de unos sellos cilíndricos. El señor Reiter asegura que estuvo revelando unas placas en la cámara oscura. El padre Lavigny dice que estaba trabajando en su habitación. Y respecto a los dos restantes componentes de la expedición, tenemos que Carey estaba en las excavaciones y Coleman en Hassanieh. Esto por lo que se refiere a las personas que forman parte de la expedición. En cuanto a los sirvientes, el cocinero indio estaba en la parte exterior del portalón hablando con los soldados de la guardia, mientras desplumaba un par de pollos. Ibrahim y Mansur, los dos criados se reunieron con él alrededor de la una y cuarto. Permanecieron allí, charlando y bromeando, hasta las dos y media... y por entonces ya había muerto su esposa, ¿no es así?

—No comprendo... me confunde usted. ¿Qué está insinuando?

—¿Hay otro acceso a la habitación de su esposa, además de la puerta que da al patio?

—No. Tiene dos ventanas, pero ambas están defendidas por fuertes rejas... y, además, creo que estaban cerradas.

—Estaban cerradas y tenían echadas las fallebas por la parte interior —me apresuré a observar.

—De cualquier modo —dijo el capitán Maitland—, aunque hubieran estado abiertas, nadie podía haber entrado o salido de la habitación por tal conducto. Mis compañeros y yo nos hemos asegurado de ello. Lo mismo ocurre con las tres ventanas que dan al campo. Todas tienen rejas de hierro que están en buenas condiciones. Cualquier extraño, para entrar en la habitación de la señora Leidner, tenía que haber pasado por el portalón y atravesado el patio. Pero tenemos la afirmación conjunta del soldado de guardia, del cocinero y de los criados, de que nadie hizo una cosa así.

El doctor Leidner se levantó de un salto.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué quiere decir?

—Repórtese, hombre —dijo el doctor Reilly sosegadamente—. Ya sé que le causará una mala impresión, pero debe hacerse el ánimo. El asesino no vino del exterior... y por lo tanto, tenía que estar dentro. Todo parece dar a entender que su esposa fue asesinada por uno de los de la expedición, señor Leidner.

Capítulo XII
-
"Yo no creía..."

—¡No, no!

El doctor Leidner empezó a pasear agitadamente por el despacho.

—Eso que ha dicho es imposible, Reilly. Absolutamente imposible. ¿Uno de nosotros? ¡Pero si todos apreciaban mucho a Louise!

Una extraña expresión hizo que las comisuras de los labios del doctor Reilly descendieran un poco. No le era posible decir nada, dadas las circunstancias, pero si alguna vez fue elocuente el silencio de un hombre, no hay duda de que fue entonces.

—Completamente imposible —reiteró el doctor Leidner—. Todos la apreciaban. Louise poseía un carácter encantador y todos experimentaban su atracción.

El doctor Reilly tosió.

—Perdone, Leidner; pero ésa, al fin y al cabo, es sólo su opinión. Es natural que si alguno de los de la expedición hubiera aborrecido a su esposa, no se lo hubiera confesado a usted. —El doctor Leidner pareció sentir angustia.

—Es cierto..., tiene razón. Pero así y todo, Reilly, creo que está equivocado. Estoy seguro de que todos apreciaban a Louise.

Calló durante unos instantes y luego exclamó:

—Esa idea suya es ignominiosa. Es... es francamente increíble.

—No puede usted eludir... ejem... los hechos —observó el capitán Maitland.

—¿Hechos? ¿Hechos? No son más que mentiras contadas por un cocinero indio y dos criados árabes. Maitland, usted conoce a esa gente tan bien como yo; y usted también, Reilly. Para ellos no representa nada la verdad. Dicen lo que uno quiere que digan, y lo tienen como una cortesía.

—En este caso —comentó el doctor Reilly con sequedad— están diciendo lo que no quisiéramos que dijeran. Además, conozco bastante bien las costumbres de su servidumbre. Hay una especie de lugar de reunión al otro lado de la cancela del porche. En cuantas ocasiones me acerqué por allí esta tarde, siempre encontré a varios de sus criados.

—Sigo creyendo que está usted dando muchas cosas por sentado. ¿Por qué no pudo ese hombre... ese demonio... haber entrado mucho antes y esconderse en algún sitio?

—Convengo en que eso no es totalmente imposible —observó fríamente el doctor Reilly—. Supongamos que un extraño pudo entrar sin ser visto. Tuvo que permanecer escondido hasta el momento adecuado. Esto no pudo hacerlo en la habitación de la señora Leidner, pues no hay sitio para ello. Además, tuvo que correr el riesgo de que lo vieran entrar o salir del cuarto, teniendo en cuenta, por otra parte, que Emmott y el chico estuvieron en el patio durante la mayor parte del tiempo.

—El chico. Me olvidé del chico —dijo el doctor Leidner—. Es un muchacho perspicaz. Seguramente, Maitland, debió ver al asesino entrar en la habitación de mi mujer.

—Ya hemos aclarado esto. Abdullah estuvo lavando cacharros durante toda la tarde, a excepción de unos momentos. Alrededor de la una y media, Emmott, que no puede precisar más la hora, subió a la azotea y estuvo con usted durante unos diez minutos, ¿verdad?

—Sí. No podría decirle la hora exacta, pero debió ser por entonces.

—Muy bien. Durante esos diez minutos, viendo el muchacho una ocasión para holgazanear un poco, salió del patio y fue a reunirse con los demás que estaban hablando fuera de la cancela. Cuando Emmott bajó al patio vio que no estaba el chico y lo llamó, enfadado, preguntándole qué era aquello de dejar el trabajo porque sí. En consecuencia, creo que su esposa fue asesinada durante esos diez minutos.

Exhalando un gemido, el doctor Leidner se sentó y escondió la cara entre sus manos.

El doctor Reilly reanudó su disertación con voz sosegada y en tono práctico.

—La hora coincide con mis apreciaciones —dijo—. Cuando examiné el cadáver, hacía tres horas que había muerto. La única pregunta que queda es... ¿quién lo hizo?

Se produjo un silencio general. EL doctor Leidner se irguió y pasó una mano sobre su frente.

—Admito la fuerza de sus razonamientos, Reilly —dijo reposadamente—. Parece, en realidad, como si se tratara de lo que la gente llama un "trabajo casero". Pero estoy convencido de que, fuese como fuere, hay una equivocación. Lo que ha dicho es plausible, pero debe de haber un fallo en todo ello. En primer lugar, da usted por seguro que ha ocurrido una sorprendente coincidencia.

—Es curioso que use usted esa palabra —dijo el doctor Reilly.

Sin prestarle atención, el doctor Leidner continuó:

—Mi mujer recibe cartas amenazadoras. Tiene ciertas razones para temer a determinada persona. Y luego... la matan. Y quiere usted hacerme creer que la ha matado... no esa persona... sino otra bien diferente. Le digo que es ridículo.

Miró al capitán Maitland.

—Coincidencia... ¿eh? ¿Qué dice usted, Maitland? ¿Es usted partidario de la idea? ¿Se lo decimos a Leidner?

El capitán asintió.

—Adelante —dijo escuetamente.

—¿Oyó usted hablar nunca de un hombre llamado Hércules Poirot? —preguntó el doctor Reilly a Leidner.

El interpelado lo miró sorprendido.

—Creo que lo oí nombrar —dijo, indeciso—. En cierta ocasión un tal señor Van Aldin habló de él en los términos más elogiosos. Es un detective privado, ¿verdad?

—Eso mismo.

—Pero ¿cómo va a ayudar si vive en Londres?

—Es cierto que vive en Londres —replicó el doctor Reilly—; pero aquí es donde se da la coincidencia. Porque ahora se encuentra, no en Londres, sino en Siria; y mañana mismo pasar por Hassanieh, camino de Bagdad.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Jean Berat, el cónsul francés. Cenó con nosotros anoche y habló de Poirot. Parece que ha estado en Siria, desenmarañando cierto escándalo relacionado con el Ejército. Pasará por aquí pues quiere visitar Bagdad. Después volverá de nuevo a Siria para regresar a Londres. ¿Qué le parece la coincidencia?

El doctor Leidner titubeó durante unos momentos y miró al capitán Maitland como pidiendo disculpas.

—¿Qué cree usted, Maitland?

—Que será bien recibida cualquier cooperación —se apresuró a responder el capitán—. Mis subordinados son muy buenos cuando se trata de recorrer el campo para investigar las fechorías sangrientas de los árabes, pero francamente, Leidner, este asunto de su esposa me parece que cae fuera de mis aptitudes. La cosa en sí tiene un aspecto detestablemente embrollado. Estoy más que deseoso de que ese detective le dé una ojeada al caso.

—¿Sugiere usted que debía pedir a ese Poirot que nos ayudara? —preguntó el doctor Leidner—. ¿Y si rehúsa?

—No rehusará —replicó el doctor Reilly.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque yo también tengo en gran aprecio mi profesión. Si se cruzara en mi camino un caso específico, no sería capaz de rehusar. Éste no es un crimen vulgar, doctor Leidner.

—No —dijo el arqueólogo. Sus labios se contrajeron como si sufriera un dolor repentino—. ¿Querrá usted, Reilly, hablar por mi cuenta con ese Hércules Poirot?

—Lo haré.

El doctor Leidner hizo un gesto como si quisiera darle las gracias.

—Aún ahora —dijo lentamente—, no puedo creer... que Louise esté muerta.

No pude contenerme más.

—¡Oh, doctor Leidner! —exclamé—. Yo debo decirle lo mucho que lo siento. No supe cumplir con mi deber. Tenía que haber vigilado a la señora Leidner... guardarla de que le sucediera algo malo.

El doctor Leidner sacudió la cabeza con aire apesadumbrado.

—No, no, enfermera. No tiene que reprocharse nada —dijo lentamente—. Dios me perdone, pero soy yo quien tiene toda la culpa. Yo no creí... nunca creí... no sospeché, ni por un momento, que existiera un peligro real...

Se levantó. Tenía la cara crispada.

—La dejé ir al encuentro de la muerte... Sí, la dejé ir a su encuentro... por no creer...

Salió tambaleándose de la habitación.

El doctor Reilly me miró.

—También yo me siento culpable —dijo—. Pensé que la buena señora estaba jugando con sus nervios.

—Yo tampoco lo tomé muy en serio —confesé.

—Los tres estábamos equivocados —terminó el doctor Reilly con gravedad.

—Así parece —dijo el capitán Maitland.

Capítulo XIII
-
Llega Hércules Poirot

Creo que no me olvidaré nunca de la primera vez que vi a Hércules Poirot. Más tarde me acostumbré a su presencia, como es natural, pero al principio su visita me produjo una gran sensación, y creo que cualquiera hubiera sentido lo mismo que yo.

No sé cómo lo había imaginado; algo así como un Sherlock Holmes alto y flaco, con una cara astuta y perspicaz. Ya sabía que era extranjero, pero no esperaba que lo fuera tanto como en realidad resultó.

Al contemplarlo, le entraban a una ganas de reír. Tenía un aspecto como sólo se ve en las películas o en el teatro. Medía unos cinco pies y cinco pulgadas; era un hombrecillo algo regordete, viejo, con un engomado bigote y la cabeza en forma de huevo. Parecía un peluquero de comedia cómica.

¡Y aquél era el hombre que iba a averiguar quién mató! Supongo que parte de mi desencanto quedó reflejado en mi cara, pues casi inmediatamente me dijo, mientras los ojos le brillaban de forma extraña:

—¿No le acabo de gustar, ma soeur? Recuerde que no se sabe cómo está la morcilla hasta que se come.

Tal vez quiso decir que para saber si una morcilla está buena, hay que probarla primero. Es un refrán que encierra en sí bastante verdad, pero a pesar de ello no tuve mucha confianza.

El doctor Reilly le trajo en su coche. Llegaron el domingo, poco después del almuerzo. Su primera medida fue rogarnos que nos reuniéramos todos. Así lo hicimos en el comedor, donde nos sentamos alrededor de la mesa. El señor Poirot tomó asiento en la cabecera, con el doctor Leidner a un lado y el doctor Reilly al otro.

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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