Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (12 page)

BOOK: Asesinato en Mesopotamia
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Capítulo XIV
-
¿Uno de nosotros?

Hubo una corta pausa, y durante ella pareció flotar por la habitación una ola de horror.

Me figuro que en aquel momento creí por primera vez que la teoría del doctor Reilly era correcta. "Sentí" que el asesino estaba allí. Sentado... oyendo. Uno de nosotros...

Tal vez la señora Mercado tuvo la misma impresión, porque de pronto lanzó un grito corto y agudo.

—No puedo evitarlo —sollozó—. Es... tan horrible...

—Valor, Marie —dijo su marido.

Nos miró como pidiendo disculpas.

—Es muy impresionable. Se afecta demasiado.

—Quería tanto... a Louise —gimoteó la señora Mercado.

No sé si algo de lo que pensé en aquel momento asomó a mi rostro, pero al instante me di cuenta de que el señor Poirot me miraba y de que una ligera sonrisa distendía sus labios.

Le dirigí una mirada fría y él se apresuró a reanudar el interrogatorio.

—Dígame, madame, ¿qué hizo usted ayer por la tarde?

—Estuve lavándome el pelo —sollozó la señora Mercado—. Parece espantoso que no me enterara de nada. Era completamente feliz y estuve muy ocupada con lo que hacía.

—¿Permaneció usted en su habitación?

—Sí.

—¿No salió de ella?

—No. No lo hice hasta que oí entrar el coche en el patio. Luego, me enteré de lo que había pasado. ¡Oh, fue horroroso!

—¿Le sorprendió?

La señora Mercado dejó de llorar y sus ojos se abrieron con expresión resentida.

—¿Qué quiere decir, monsieur Poirot? ¿Está sugiriendo acaso...?

—¿Qué podría sugerir, madame? Nos acaba usted de decir que quería mucho a la señora Leidner. Tal vez ésta le hizo alguna confidencia.

—¡Ah...! Ya comprendo. No, la pobrecita Louise no me dijo nunca nada... nada definido, quiero decir. Se veía, desde luego, que estaba terriblemente preocupada y nerviosa y luego todos aquellos extraños sucesos... los golpecitos en la ventana y todo lo demás.

—Recuerdo que lo calificó usted de fantasía —intervine.

Me alegré de ver que, momentáneamente, pareció desconcertarse.

De nuevo me di cuenta de la divertida mirada que me dirigió el señor Poirot.

—En resumen, madame —dijo éste con tono concluyente—. Estaba usted lavándose el pelo. No oyó ni vio nada. ¿Hay alguna cosa que, en su opinión, pueda sernos de utilidad?

La señora Mercado no se detuvo a pensar.

—No, no hay ninguna, de veras. ¡Esto es un misterio indescifrable! Pero yo diría que no hay duda... ninguna duda, de que el asesino llegó de fuera. Es cosa que salta a la vista.

Poirot se volvió hacia el señor Mercado.

—Y usted, monsieur, ¿qué tiene que decir?

El interpelado pareció sobresaltarse. Se mesó la barba distraídamente.

—Puede ser. Pudo ser —dijo—. Y sin embargo, ¿cómo es posible que alguien deseara su muerte? Era una persona tan dulce... tan amable... —sacudió la cabeza—. Quienquiera que la matara debió ser malvado... sí, un malvado.

—¿Y de qué forma pasó ayer la tarde, monsieur?

—¿Yo? —dijo el señor Mercado mirándole con aire ausente.

—Estuviste en el laboratorio, Joseph —le insinuó su mujer.

—¡Ah, sí! Allí estuve... eso es. Mi trabajo de costumbre.

—¿A qué hora entró usted en el laboratorio?

El señor Mercado miró de nuevo interrogativamente a su mujer.

—A la una menos diez, Joseph —dijo ésta.

—Sí. A la una menos diez.

—¿Salió usted alguna vez al patio?

—No... no lo creo —meditó un momento—. No, estoy seguro de que no.

—¿Cómo se enteró del asesinato?

—Mi mujer vino a buscarme y me lo contó. Fue terrible... estremecedor. Casi no lo pude creer. Aun ahora me es difícil hacerme a la idea. —De pronto empezó a temblar—. Es horrible... horrible...

La señora Mercado se dirigió rápidamente junto a su marido.

—Sí, sí, Joseph; todos sentimos lo mismo. Pero no debemos exteriorizarlo. Ello agravaría aún más la pena del pobre doctor Leidner.

Vi que un gesto de dolor se marcaba sobre la cara del aludido y me figuré que aquella atmósfera sentimental no le estaba sentando bien. Dirigió una furtiva mirada a Poirot, como si solicitara su ayuda. Poirot respondió rápidamente al llamamiento.

—¿Señorita Johnson? —invocó.

—Me parece que yo le puedo ser de muy poca ayuda —dijo ésta.

Su voz culta y refinada produjo un efecto sedativo tras la atiplada voz de la señora Mercado.

—Estuve trabajando en la sala de estar; tomando impresiones en plastilina de unos sellos cilíndricos.

—¿Y no oyó ni vio nada?

—No.

Poirot le dirigió una rápida mirada. Su oído había captado lo que el mío también notara... una ligera indecisión.

—¿Está usted completamente segura, mademoiselle? ¿No hay nada que recuerde vagamente?

—No... de veras...

—Algo que vio usted, digamos, por el rabillo del ojo, y de lo que no se dio perfecta cuenta.

—No; definitivamente, no —replicó ella con acento firme.

—Entonces, algo que oyó. Sí, algo que no está usted segura si oyó o no.

La señorita Johnson lanzó una risita nerviosa e irritada.

—¿No oyó usted nada más...? ¿El ruido al abrir y cerrar una puerta, por ejemplo?

La señorita Johnson sacudió la cabeza.

—Me acosa usted demasiado, monsieur Poirot. Temo que me esté animando a contarle cosas que, posiblemente, sean imaginaciones mías.

—Supongo que estaría usted sentada ante una mesa. ¿En qué dirección miraba? ¿Hacia el patio, el almacén, el porche o el campo?

La señorita Johnson contestó lentamente, como si sopesara sus palabras.

—Estaba mirando hacia el patio.

—¿Podía usted ver, desde donde estaba, el chico que lavaba los cacharros?

—Claro, aunque tenía que levantar la vista para ello. Pero, desde luego, estaba muy absorta en lo que hacía. Toda mi atención se centraba en mi trabajo.

—De haber pasado alguien ante la ventana del patio se hubiera usted dado cuenta, ¿verdad?

—Sí. Estoy segura de que sí.

—¿Y nadie lo hizo?

—No.

—¿Y si alguien hubiera pasado por el centro del patio, ¿lo hubiera usted visto también?

—Creo que... probablemente, no. A no ser que, como dije antes, hubiera levantado entonces la vista y hubiera mirado por la ventana.

—¿Se dio usted cuenta de que Abdullah dejó el trabajo y salió a reunirse con los demás criados?

—No.

—Entonces, ¿hay algo que usted... imaginó?

—He imaginado, pues, que hubo un momento en que oí un grito apagado... Es decir, me atrevería a asegurar que oí un grito. Estaban abiertas las ventanas de la sala de estar y se oía claramente el ruido que producían varios labradores en los campos de cebada. Y desde entonces me ronda por la cabeza que se trataba... que se trataba de la voz de la señora Leidner. Eso me ha tenido preocupada. Porque si me hubiera levantado en seguida y hubiera corrido a su habitación... bueno, ¿quién sabe? Tal vez hubiera llegado a tiempo.

El doctor Reilly intervino con voz autoritaria.

—Vamos, no empiece a darle vueltas a eso en la cabeza —dijo—. No tengo ninguna duda de que la señora Leidner fue derribada tan pronto como el asesino entró en su habitación, y que aquel golpe la mató. No la golpearon por segunda vez. De otra forma hubiera tenido tiempo de gritar y armar alboroto.

—No obstante, pude haber sorprendido al asesino —insistió la señorita Johnson.

—¿A qué hora fue eso, mademoiselle? —preguntó Poirot—. ¿Alrededor de la una y media?

La señorita Johnson levantó la cabeza y declaró:

—Sí... poco más o menos a esa hora —dijo ella tras reflexionar un momento.

—Tal cosa encajaría en la cuestión —comentó Poirot, pensativamente.

Se produjo un silencio momentáneo.

—Diez minutos —musitó Poirot—. Esos fatales diez minutos.

—Sepa usted, monsieur Poirot, que, sin proponérmelo, me figuro que le estoy poniendo sobre una pista falsa. Pensándolo bien, creo que, desde donde estaba, no pude oír ningún grito que profiriera la señora Leidner. El almacén estaba situado entre ella y yo... y tengo entendido que las ventanas de su habitación estaban cerradas.

—De todas formas, no se apene, mademoiselle —dijo Poirot, afablemente—. No tiene mayor importancia.

—No, desde luego que no. Lo comprendo. Pero a mí sí me importa porque estoy segura de que pude hacer algo.

—No te atormentes, Anne —dijo afectuosamente el doctor Leidner—. Sé razonable. Posiblemente oíste a algún árabe que le gritaba a otro en el campo.

La señorita Johnson se sonrojó ligeramente ante la amabilidad de su tono. Hasta vi que le brotaban unas lágrimas. Volvió la cabeza y habló más ásperamente aún que de costumbre.

—Quizá fue eso. Después de una tragedia como ésta... se suelen imaginar cosas que nunca ocurrieron.

Poirot estaba consultando de nuevo su libro de notas.

—No creo que haya que decir nada más sobre esto. ¿Señor Carey?

Richard Carey habló lentamente, de una manera mecánica y ruda.

—Me parece que no puedo añadir nada que le sirva de ayuda. Estuve en las excavaciones. Allí me enteré de lo que pasaba.

—¿Y no sabe, no puede pensar en algo significativo que ocurriera en los días que precedieron al asesinato?

—No.

—¿Señor Coleman?

—No tengo nada que ver con esto —dijo el joven, con un tono en el que se notaba como una ligera sombra de pesadumbre—. Me fui a Hassanieh para traer dinero con que pagar a los jornaleros. Cuando volví, Emmott me contó lo que había pasado. Subí otra vez a la "rubia" y me fui a buscar a la policía y al doctor Reilly.

—¿Qué puede decirme de lo que ocurrió en los días precedentes

—Pues verá, señor. Las cosas andaban un tanto sobresaltadas; pero eso ya lo sabe usted. Hubo lo del almacén, y antes de ello, uno o dos sustos más... Los golpecitos y la cara de la ventana... ¿recuerda usted, señor? —se dirigió al doctor Leidner, quien inclinó la cabeza en mudo asentimiento—. Yo creo que encontrarán a algún fulano que se coló en la casa. Debió ser un tipo muy ingenioso.

Poirot lo contempló en silencio un momento.

—¿Es usted inglés, señor Coleman? —preguntó por fin.

—Eso es, señor. Por los cuatro costados. Vea la marca. Artículo garantizado.

—¿Es la primera vez que toma parte en una expedición?

—Ni más ni menos.

—¿Y siente usted una desmedida afición por la arqueología?

Aquella descripción pareció turbar al señor Coleman. Se sonrojó y lanzó una mirada de reojo al doctor Leidner, como si fuera un colegial travieso.

—Desde luego... es muy interesante —tartamudeó—. Quiero decir... que no soy lo que se dice un tipo listo.

Su voz se desvaneció y Poirot no quiso insistir más. Dio varios golpecitos en la mesa con el lápiz que tenía en la mano y enderezó el tintero que había frente a él.

—Al parecer —dijo—, esto es todo lo que podemos hacer, de momento. Si alguien de ustedes recuerda cualquier cosa que le haya pasado por alto ahora, no dude en venir a consultármelo. Creo que ser conveniente que hable ahora a solas con el doctor Leidner y con el doctor Reilly.

Aquello fue la señal para una desbandada general. Nos levantamos y fuimos hacia la puerta. Pero cuando estaba a punto de salir, oí que me llamaban.

—Quizá la enfermera Leatheran tendrá la amabilidad de quedarse —añadió Poirot—. Creo que su ayuda nos puede valer de algo.

Volví a la mesa y me senté.

Capítulo XV
-
Poirot sugiere

El doctor Reilly se había levantado de su asiento y cerró cuidadosamente la puerta una vez que todos hubieron salido. Luego dirigió una inquisitiva mirada a Poirot y procedió también a cerrar la ventana que daba al patio. Las otras estaban ya cerradas. Después, a su vez, tomó asiento de nuevo ante la mesa.

—Très bien —dijo Poirot—. Estamos ahora en privado y no nos estorba nadie. Podemos hablar con libertad. Hemos oído lo que los componentes de la expedición tenían que decir sobre el caso... y... sí, ma soeur, ¿quería decir algo?

Me puse sumamente colorada. No podía negarse que el hombrecillo tenía una vista de lince. Había visto pasar aquella idea por mi pensamiento. Supongo que mi cara demostró bien a las claras lo que estaba yo pensando.

—¡Oh!, no es nada... —dije titubeando.

—Vamos, enfermera —dijo el doctor Reilly—. No haga esperar al especialista.

—No es nada, en realidad —dije precipitadamente—. Se me ocurrió que si alguien sabe o sospecha algo, no será fácil que lo exponga ante los demás y mucho menos ante el doctor Leidner.

Ante mi sorpresa, monsieur Poirot afirmó vigorosamente con la cabeza.

—Precisamente, precisamente. Es muy cierto lo que acaba de decir. Pero me explicaré. La reunión que hemos celebrado ha tenido un propósito. En Inglaterra, antes de las carreras, se exhiben los caballos, ¿verdad? Pasan ante la tribuna para que todos tengan una oportunidad de verlos y poder opinar sobre sus facultades. Tal fue el objeto de la reunión que convoqué. Si me permite utilizar una frase deportiva, diré que di una ojeada a los posibles ganadores.

El doctor Leidner exclamó violentamente:

—No creo, ni por un momento, que ninguno de los de mi expedición esté complicado en este crimen.

Luego, volviéndose hacia mí, dijo con tono autoritario:

—Enfermera, le quedaré muy reconocido si le dice a monsieur sin más dilación lo que pasó entre mi mujer y usted hace dos días.

Forzada de esta forma, no tuve más remedio que repetir mi historia, tratando en lo posible de recordar exactamente las palabras y frases que usó la señora Leidner. Cuando terminé, monsieur Poirot dijo:

—Muy bien. Muy bien. Tiene una mente clara y ordenada. Me va a ser muy útil durante mi estancia aquí.

Se volvió hacia el doctor Leidner.

—¿Tiene usted esas cartas?

—Aquí las tengo. Me figuré que las querría ver antes que nada.

Poirot las cogió, examinándolas con sumo cuidado al tiempo que las leía. Quedé un poco desilusionada al ver que no las espolvoreaba con polvos blancos, ni las escudriñaba con la lupa, o algo parecido. Pero me acordé de que era un hombre de avanzada edad y de que sus métodos tenían que ser anticuados por fuerza. Se limitó a leerlas como lo hubiera hecho cualquiera.

Una vez leídas, las dejó sobre la mesa y carraspeó.

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